Hace pocos días el conocido economista norteamericano John Kenneth Galbraith declaraba en España que «desgraciadamente, la corrupción es inherente al sistema capitalista porque la gente confunde la ética del mercado con la ética propiamente dicha, y el afán de enriquecimiento va unido al capitalismo. Es una de las fallas más graves del sistema». Y esto no lo dice Fidel Castro sino John Kenneth Galbraith. La corrupción se ha convertido en noticia diaria, y, aunque a menudo paguen justos por pecadores, el ciudadano de a pie tiene la impresión de que se trata de un nuevo estilo de la política mundial.
La tragedia del anticomunismo (primo hermano del capitalismo) es que se ha quedado huérfano. Huérfano de comunismo. Es como si al cardenal Ratzinger lo dejaran sin Satanás. Así, sin tangible enemigo a la vista, es difícil simular una ética desde la injusticia, desde la explotación, desde el abuso; tres
gracias
que hallaban su justificación cuando eran convocadas para erradicar el Mal, que por supuesto venía de Moscú. Hasta no hace mucho se limitaban a lavarnos el cerebro; ahora, sin que hayan clausurado esa lavandería, han ampliado el negocio para llevar a cabo una tarea adicional que Osvaldo Bayer ha llamado con acierto «el práctico oficio de lavar la conciencia».
La conciencia, «esa propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales», es ahora el territorio a someter, a invadir, a conquistar. La conciencia viene a ser el Irak del 92. De ahí la educación para el olvido; de ahí el incesante bombardeo del ruido y de la imagen; de ahí la amputación del ocio reflexivo y creador. Trabajar incansablemente, ininterrumpidamente (los japoneses son especialistas en la organización del agobio), a fin de que no quede espacio para el raciocinio, para la duda, para el goce del sentimiento, para el adiestramiento de la sensibilidad, para la profundización de la cultura, y también, por qué no, para la expansión lúdica.
Los posmodernistas de segunda mano, que creen o simulan creer que la asunción del presente se arregla con negar el pasado y no prever el futuro, deberían leer de vez en cuando a ciertos patriarcas del posmodernismo, digamos Baudrillard y Lyotard. Dice el primero que el objetivo de la información «es el consenso, mediante encefalograma plano. Someter a todo el mundo a la recepción incondicional del simulacro retransmitido por las ondas. (…) Lo que resulta de ello es una atmósfera irrespirable de decepción y de estupidez». Y dice el segundo: «La clase dirigente es y será cada vez más la de los
decididores
». O sea que el lavado de conciencias tiende progresivamente a quitarnos participación, a que nos conformemos con la «recepción del simulacro», a dejar a nuestras vidas y nuestras muertes cada vez más en manos de los
decididores
: clase por encima de las clases, e incluso de los Estados-naciones y los partidos, es una franja sin publicidad y casi anónima, que programará a sus autómatas (tanto los de acero inoxidable como los de carne y hueso) y que estará formada por individuos, representativos de intereses inapelables pero no de los pueblos a programar. La casi clandestina pero omnipotente Comisión Trilateral, que, al menos en sus comienzos, no estuvo integrada por gobernantes en ejercicio sino por futuros hombres de gobierno, fue probablemente el primer borrador de ese clan de
decididores
.
En los próximos años, a escala nacional e internacional, será en consecuencia importante, y hasta decisivo para el futuro de la humanidad, que los pueblos (o la porción más alertada de los mismos) se resistan a ese lavado de conciencia que también incluye el estrago de la memoria, tanto individual como colectiva. Habrá entonces que volver a los valores éticos, esos que están en la raíz profunda de la conducta humana.
En un momento como el actual en que todas las ideologías (no sólo el marxismo) están en cuarentena, tal vez sea preciso aferrarse a conceptos más primarios, que sirvan como común denominador y no como factores de caos y dispersión. Opinan los apresurados exquisitos que las grandes utopías ya no tienen vigencia. Ah, pero ¿y las pequeñas utopías? Aunque todavía suene extraño, lo cierto es que la simple, modesta decencia ha pasado a convertirse en utopía. Sólo falta hacerla crecer, arrimarle verosimilitud, implantarla en la conciencia social y no dejar que la envíen, para su lavado y planchado, a la más próxima tintorería ideológica.
(1992)
Estados Unidos es la nación que ha protagonizado más invasiones en la historia de la humanidad. En su libro
To serve the devil
(Vintage Books, Nueva York, 1971), los norteamericanos Paul Jacobs y Saul Landau contabilizaron 169 invasiones o intervenciones (la mitad corresponde a países latinoamericanos) efectuadas por Estados Unidos entre 1798 y 1945. Ni sumando las protagonizadas por Alejandro Magno, Gengis Khan, Cortés, Pizarro, Hitler y Stalin, es posible igualar esa marca digna del
Guinness
.
Es obvio que después de 1945 las invasiones continuaron (Vietnam, República Dominicana, Granada, Panamá, etcétera). Frecuentemente, la operación depredadora se amparó en un lema implícito: invadir para no ser invadidos. Esa simulada paranoia llegó al extremo de producir una película en la que los Estados Unidos eran invadidos ¡por los sandinistas! (Lo cierto es que entre 1885 y 1926, no en la pantalla sino en la realidad, Nicaragua fue invadida cuatro veces por los
marines
norteamericanos).
Por supuesto, las invasiones de los célebres
marines
siempre han tenido como objetivo favorito el Tercer Mundo. Lo sorprendente es que hasta ahora los norteamericanos no advirtieran que albergaban, dentro de sus fronteras, a más de 70 millones de tercermundistas. Los recientes episodios de Los Ángeles les han suministrado, de modo contundente, esa información. Y aunque la violencia desatada en la segunda ciudad de Estados Unidos haya provocado medio centenar de muertos y una importante destrucción de inmuebles y bienes materiales, toda esa catástrofe no es de ningún modo comparable con la perpetrada en Panamá, donde, para apoderarse de un solo hombre que les molestaba (el general Noriega, connotado
servitore di due padroni
), las tropas norteamericanas provocaron más de dos mil muertes y la destrucción total de barriadas populares (las zonas residenciales quedaron intactas).
Así pues, de buenas a primeras, el célebre
Welfare State
o estado del bienestar, se dio de narices con el estado del malestar, una patología que parecía propia del Tercer Mundo. La sociedad blanca, que desde el parvulario fue aleccionada para la soberbia y la autosatisfacción, y sobre todo para ver la paja en el ojo ajeno, se encontró de pronto con la viga en el propio.
Es claro que hubo un pelín de mala suerte, ya que palizas como la propinada al joven negro Rodney King por una tropilla de policías blancos debe ser una calistenia poco menos que cotidiana en un medio que practica una variante más hipócrita, aunque menos espectacular, del
apartheid
. La diferencia entre esta tunda y las de siempre reside en que la sufrida por King fue filmada directamente por un providencial aficionado y que esas imágenes recorrieron el mundo. Por eso mismo, el hecho de que un jurado, del que no formó parte ni un solo negro, absolviera al colectivo de agresores, tuvo una repercusión insólita. El mundo entero se sintió agredido y, lo que es más relevante, exhumó la nómina de antiguos ultrajes.
Seguramente, de no haber existido el video acusador, y aunque el fallo del jurado hubiera sido el mismo, la población negra (ayudada por la
hispana
) de Los Ángeles no se habría atrevido a volcar en las calles, de un modo tan espontáneo, violento y caótico, sus antiguos y justificados rencores. Es probable que los negros hayan intuido que la difusión mundial del incidente los protegía y hasta podía llegar a justificarlos. El fallo judicial se convertía así en una injusticia tan flagrante y ominosa, que ni siquiera el presidente Bush ni el candidato Clinton se atrevieron a defender a los absueltos.
En ausencia de argumentos, el Presidente envió tropas a la zona de la vindicta, al parecer las mismas (o semejantes) brigadas que no vacilaron en enterrar vivos en las arenas del desierto a miles de abatidos soldados iraquíes, sin que los acrisolados demócratas del Mundo Libre pusieran el grito en el cielo ante el profiláctico desenlace.
Frente a tal medida gubernamental, los desmanes se apagaron, al menos transitoriamente, y los veteranos del Golfo no tuvieron ocasión de enterrar vivo a nadie. Pero a partir de esas dos o tres noches de alucinación y espanto, la poderosa nación ya no será la misma. Al menos se sabrá vulnerable, ya no debido a supuestas invasiones concebidas extramuros y protagonizadas por rusos (cuando eran soviéticos) o sandinistas (cuando eran gobierno); ahora les consta que las invasiones pueden generarse intramuros.
En pocas horas la ciudad de Los Ángeles ha sufrido dos invasiones: una, la de los negros turbulentos y coléricos, y otra, la de las tropas federales. Ojalá que este vuelco histórico signifique que Estados Unidos, tal vez un poco hastiado de estar siempre invadiendo a otros, haya decidido invadirse a sí mismo. La verdad es que, de producirse esa formidable enmienda, el suspiro de alivio sería universal.
(1992)
En las viejas décadas de este siglo revuelto han ocurrido relevantes hallazgos, mutaciones, rupturas, vaivenes. Cualquier interesado en el tema podría hacer la lista; yo también, pero no quiero cansar al lector con una nómina de señales que la prensa exhibe diariamente en sus titulares. Sin embargo, se han producido otras alteraciones, menos espectaculares, ya no entre poder y poder, o entre invasor e invadido, sino entre prójimo y prójimo. Como extraña derivación de tales reajustes, los sentimientos están pasando a la clandestinidad. La violencia como abrumadora propuesta de los medios audiovisuales; la desaforada obsesión del consumismo y la inescrupulosa persecución del sacrosanto
status
; el fundamentalismo del confort; la plaga universal de la corrupción; la represión ilegal, y la otra, la autorizada; la antigua brecha, hoy convertida en profundo abismo, entre acaudalados y menesterosos; todo ello conforma un azote colectivo que castiga las emociones, cuando no las expulsa, las exilia. Acorralados y escarnecidos, los sentimientos pasan a la clandestinidad. A veces hay que esconderse para ejercer o recibir la solidaridad.
Por otra parte, el virus antisentimental se ha transmitido a las artes y las letras. En más de un país pueden detectarse posturas de cierta crítica que no soporta la aparición o exteriorización del sentimiento. Poseedores de un recién incorporado
scanner
llamado Kundera, lo deslizan por los altozanos y planicies de cada nuevo libro o nueva canción o nuevo drama, y cuando tropiezan con algún sentimiento rezagado o que aún no ha pasado a la clandestinidad, se atropellan y no dan abasto para etiquetarlo como
kitsch
, palabra importada del alemán que significa cursi, vulgar, chabacano, de mal gusto, y otras linduras. A veces uno tiene la impresión de que algunos resonadores culturales sólo están preparados para buscar y detectar lo
kitsch
(les parece demasiado vulgar decir
vulgar
). No es que no estén capacitados para
sentir
, pero quizá se lo oculten a sí mismos para no morirse de vergüenza. Curiosamente, estos fanáticos de Bukowski, sus borracheras, sus eructos en televisión y su sexo explícito, suelen ignorar olímpicamente a Henry Miller, quien también se emborrachaba y fornicaba explícitamente, pero lograba meter todo eso en un clima de poesía, casi de misticismo, y así elevaba su realismo sucio
avant-la-lettre
a la categoría de arte universal.
En este
hoy
agobiante, la agresión al sentimiento comienza desde la infancia. Hace sesenta o setenta años, y antes aún, los niños leían a Verne, a Salgari, los más precoces a Dumas, pero también se entusiasmaban con un libro mucho más ingenuo,
Cuore
(Corazón), del italiano Edmondo de Amicis (1846-1908), a quien Benedetto Croce calificó de «non artista puro, ma scrittore moralista». Es posible que ahora, resecos por mezquindades y laceraciones varias, juzguemos aquella obra como sensiblera, pero lo cierto es que en las infancias de varias generaciones cumplió una función no despreciable:
enseñó a sentir
. Aun considerando las blanduras y compunciones de «Il piccolo scrivano florentino», «Sangue romagnolo» o «Dagli Appennini alle Ande» y otros relatos de
Cuore
, ¿no constituía aquel libro una «educación sentimental» menos desalmada que los monstruos extraterrestres, los pistoleros galáxicos o las ametralladoras de rayos cósmicos, que hoy pueblan las jugueterías, los árboles navideños y las pesadillas infantiles?
La vieja historia, cuyo final es anunciado con tanta soberbia por un reputado nipoyanqui, ¿quedará paralizada en este cruce de violencias? Mientras los politólogos intentan responder a ese interrogante, el sentimiento auténtico es desalojado por lo frívolo programado. Aunque los
mass media
y ciertas tiernas elites intelectuales que no se arriesgan a salir de su
ghetto
, incluyan el sentimiento en sus «listas negras», el ser humano tuvo y sigue teniendo necesidad de
sentir
. Lo malo es que si la televisión sólo le brinda un simulacro de sentimientos, él (o más a menudo ella) igualmente se aferra a la pobre imitación. Tal vez fuera útil indagar, sin ánimo encuestador pero sí reflexivo, a qué se debe el actual éxito, en todo el orbe, de las telenovelas o
culebrones
. ¿No será que la gente se está aburriendo de guerras interplanetarias y trasplantes de cerebros asesinos, y aspira a que las imágenes y las peripecias de la pantallita familiar de algún modo apelen a sus sensaciones presentes y no a los improbables fulgores del siglo XXII? Ya que le son birladas las emociones de buena ley, el público se atiene a remedios mediocres, a efusiones de pacotilla.
Si el espectador antes se había conmovido, por ejemplo, con seriales españolas de excelente factura, como
Fortunata y Jacinta
o
Los gozos y las sombras
, ahora su vieja necesidad de sentir lo arrastra a hipnotizarse con
Dallas
, sin duda una bazofia, pero de técnica impecable. Es obvio que en las seriales norteamericanas los pobres no existen. Los pobres no sólo son indeseables en la realidad y en los presupuestos del Estado; lo son asimismo en la televisión. Aunque lo formulen desde una visión clasista, los británicos (vbg.
Los de arriba y los de abajo
) al menos no los ignoran totalmente. Entre los latinoamericanos, Brasil (que es el de mejor nivel profesional) hace sus equilibrios. Los mejores en este rubro quizá sean los australianos, que están produciendo seriales de indudable calidad artística y honesta proyección social. En cambio, en sus equivalentes norteamericanos
(Dallas, Dinastía, Falcon Crest
, etc.), las pasiones, los crímenes, las escenas de cama, las gestas de la hipocresía, ocurren por lo general entre acaudaladas familias que generan su peculiar y suntuosa ley de la selva. La verdad es que, cuando las recibimos en el Tercer Mundo, resultan historias para ser contempladas desde lejos, nunca desde un
palco proscenio
sino desde el
gallinero
, puesto que tales dramas no nos involucran. Se trata de chismes y puteríos, pero de un remoto Walhalla. Aun así, puede ser francamente divertido presenciar cómo héroes y semihéroes, diosas y vicediosas, se traicionan y abofetean, se despanzurran o se inmolan, sin que, por otra parte, nada de ello signifique el final de la trama. ¿Acaso no aparecen, tras el boato de cada funeral, los cuantiosos legados, con sus cruentas batallas anexas, gracias a las cuales pueden prolongarse la expectativa y los consiguientes dividendos mundiales?