Authors: Edgar Rice Burroughs
Trabajó duramente mezclando todo tipo de cosas, hasta que finalmente desarrolló una sustancia que se asemejaba a la pólvora. Estaba muy orgulloso de aquella materia, y fue por la aldea de Sari mostrándosela a todo aquel que quisiera escucharle, explicando cual era su propósito y el terrorífico caos que era capaz de desencadenar, hasta que los nativos quedaron tan aterrados ante aquella sustancia que no se acercaron ni un palmo a Perry y a su invención.
Finalmente le sugerí que experimentásemos con ella y viésemos lo que podía hacer; así que Perry encendió un fuego tras haber situado la pólvora a una distancia segura y luego aplicó a una ascua incandescente una minúscula partícula del mortífero explosivo. La ascua se extinguió.
Repetidos experimentos me demostraron que al buscar un potente explosivo, Perry había conseguido un extintor de incendios que le habría hecho rico en nuestro mundo.
Ahora se puso a trabajar en la construcción científica de un navío. Yo le sugerí que construyéramos una piragua, pero Perry me convenció de que debíamos construir algo más en consonancia con nuestra posición de superhombres en aquel mundo de la edad de piedra.
—Tenemos que impresionar a los nativos con nuestra superioridad —explicó—. No olvides, David, que eres emperador de Pellucidar. Como tal, no puedes acercarte con dignidad a las costas de una potencia extranjera en una embarcación tan tosca como una piragua.
Le señalé a Perry que no era mucho más incongruente para el emperador cruzar en piragua que el que el primer ministro intentara construir una con sus propias manos.
Ante eso se sonrió; pero al mitigar su sonrisa me aseguró que era bastante habitual para los primeros ministros prestar su atención personal a la construcción de las naves imperiales.
—Y ésta —dijo— es la nave imperial de su Serena Majestad, David I, Emperador de los Reinos Federados de Pellucidar.
Hice una mueca burlona, pero Perry estaba hablando en serio. Siempre me había parecido una especie de broma el que se dirigiesen a mí llamándome "Majestad" y demás zarandajas, pero lo cierto es que mi dignidad y poder imperial habían sido una cosa muy real durante mi breve reinado.
Veinte tribus habían ingresado en la Federación, y sus jefes se habían jurado lealtad eterna los unos a los otros y a mí. Entre ellas había muchas poderosas aunque salvajes naciones. A sus jefes los habíamos hecho reyes y a sus tierras tribales, reinos.
Los habíamos armado con arcos, flechas y lanzas además de sus propias armas primitivas. Los había entrenado en la disciplina militar y en todo aquello del arte de la guerra que había entresacado de mis intensivas lecturas de las campañas de Napoleón, von Moltke, Grant y los antiguos.
Habíamos marcado lo mejor que pudimos las fronteras naturales que dividían los distintos reinos. Habíamos advertido a las tribus de más allá de estas fronteras que no debían traspasarlas y habíamos marchado contra aquellos que lo habían hecho para castigarlos severamente.
Encontramos y derrotamos a los mahars y a los sagoths. En poco tiempo habíamos demostrado nuestros derechos al imperio, siendo rápidamente reconocidos y anunciados fuera de nuestras fronteras; pero mi partida al mundo exterior y la traición de Hooja nos habían hecho caer.
Sin embargo, ahora había regresado. El trabajo que el destino había deshecho debía ser realizado de nuevo y aunque me sonriese ante la mención de mis honores imperiales, nadie más que yo sentía el peso del deber y la obligación que descansaban sobre mis hombros.
Lentamente, el navío imperial progresaba hacia su finalización. Era una nave preciosa, aunque tenía algunas dudas sobre ella. Cuando se las comenté a Perry, éste me recordó gentilmente que mi familia había sido durante muchas generaciones propietaria de minas y no constructores de barcos y, consecuentemente, yo no podía esperar saber mucho sobre la materia.
Yo tenía en mente inquirirle sobre su aptitud hereditaria para el diseño de navíos de guerra; pero en tanto que ya sabía que su padre había sido un reverendo en una población muy alejada de la costa, desistí para no ofender a mi viejo y querido compañero.
Era tremendamente serio en su trabajo, y debo admitir que por muchas que fueran las apariencias en su contra, lo hizo extremadamente bien con las escasas herramientas y ayudas de que disponía. Sólo teníamos dos pequeñas hachas y nuestros cuchillos de caza; sin embargo, con ellos talamos árboles, los cortamos en tablones, los igualamos y los ajustamos.
El "navío" tenía unos cuarenta pies de eslora por diez de manga. Sus costados eran rectos y de diez pies de altura.
—Tienen el propósito —explicó Perry— de añadir dignidad a su apariencia y ofrecer menos facilidades al enemigo que quiera abordarlo.
De un modo prosaico yo ya sabía que Perry tenía en mente la seguridad de su tripulación ante el posible ataque de las jabalinas enemigas; los elevados costados suponían un excelente refugio. El interior me recordaba de hecho a una trinchera flotante. También tenía un ligero parecido con un horroroso ataúd.
Su proa se inclinaba sutilmente hacia atrás desde la línea de flotación, de uan forma bastante parecida a la línea de un barco de guerra. Perry lo había diseñado pensando más en su efecto moral sobre el enemigo que en cualquier daño real que pudiera infligir. De modo que las partes que quedaban a la vista eran las más imponentes.
Por abajo, la línea de flotación era prácticamente inexistente. Debería haber tenido un considerable calado, pero como el enemigo no lo vería, Perry decidió quitarlo, y eso hacía que su casco fuese plano. Esto era lo que causaba mis dudas.
Hubo otra pequeña idiosincrasia en su diseño que se nos escapó a los dos hasta que estuvo preparado para ser botado: no tenía medio de propulsión. Sus costados eran demasiado altos para permitir el uso de arrastres, y cuando Perry sugirió que lo podíamos empujar con pértigas, protesté diciendo que ésa sería una manera muy zafia e indigna de aproximarse a un enemigo, incluso aunque pudiéramos encontrar y manejar pértigas que llegasen hasta el fondo del océano.
Finalmente sugerí que lo convirtiésemos en un navío a vela. Una vez que la idea cuajó, Perry la acogió entusiásticamente y nada le impediría hacer un navío de cuatro mástiles completamente aparejado con velas.
De nuevo intenté disuadirle, pero estaba verdaderamente enloquecido con el efecto psicológico que tendría sobre los nativos de Pellucidar la aparición de aquel extraño y poderoso artefacto. Así que lo aparejamos con delgadas pieles a modo de velas y tripas secas por cuerdas.
Ninguno de los dos sabía mucho de manejar un barco de vela, pero tampoco me preocupaba mucho porque estaba convencido de que nunca seríamos capaces de hacerlo, y mientras más se acercaba el día de la botadura, más seguro estaba de ello.
Lo habíamos construido en una parte baja de la orilla, cercana a la desembocadura del mar y justo por encima de la pleamar. Su quilla yacía sobre varios rodillos hechos con troncos de árboles; los extremos de los rodillos descansaban en unos raíles paralelos hechos con los largos y finos troncos de los árboles más jóvenes. Su popa estaba orientada al agua.
Unas cuantas horas antes de que estuviéramos listos para botarlo daba una imagen bastante imponente, ya que Perry había insistido en poner velas por todas partes. Le dije que yo no sabía mucho de aquello, pero que estaba seguro de que la botadura de un buque sólo terminaba una vez que el buque flotase de manera segura.
En el último minuto hubo algún retraso mientras le buscábamos un nombre. Yo quería bautizarlo como Perry en honor tanto de su diseñador como de aquel otro gran genio naval del mundo exterior, el capitán Oliver Hazard Perry, de la Marina de los Estados Unidos. Pero Perry era demasiado modesto; no quería ni oír hablar de ello.
Finalmente decidimos establecer un sistema en la nomenclatura de la flota. Los navíos de guerra de primera clase llevarían los nombres de los reinos de la Federación, los cruceros armados los nombres de los reyes, los cruceros los de las ciudades y así en línea descendente. Decidimos, por consiguiente, llamar a aquel primer buque de guerra Sari, por ser éste el primero de los reinos de la Federación.
La botadura del Sari resultó ser más fácil de lo que pensaba. Perry quería que subiera a bordo y rompiera algo sobre la proa mientras flotaba en el seno del río, pero le dije que me sentiría más seguro en tierra firme hasta que viera de que lado flotaba el Sari.
Pude ver por la expresión del rostro del anciano que mis palabras le habían herido, pero observé que no se ofreció a hacerlo él mismo, así que no me sentí tan mal como me hubiera sentido si lo hubiera hecho.
Cuando cortamos las cuerdas y quitamos los bloques que sujetaban al Sari en su sitio, se dirigió al agua como una bala. Antes de que la tocase ya iba a una velocidad temeraria, puesto que habíamos engrasado los raíles hasta llegar al agua, y además, a intervalos, habíamos situado rodillos preparados para recibir la nave cuando se dirigiera adelante con suprema dignidad. Aunque lo cierto es que no había ninguna dignidad en el Sari.
Al tocar la superficie del río debía ir a unas veinte o treinta millas por hora. Su mismo ímpetu hizo que se lo llevase la corriente hasta que por fin se detuvo gracias a la larga cuerda que habíamos tenido la precaución de atar a su proa, sujetándola a un gran árbol de la orilla.
En el momento en que su avance fue detenido volcó instantáneamente. Perry estaba anonadado. No le eché nada en cara; no le recordé que ya se lo había dicho.
Su pena era tan clara y tan genuina que no tuve corazón para hacerle reproches, aunque me sintiera inclinado a hacerlo.
—¡Vamos, vamos, camarada! —grité—. No es tan malo como parece. Échame una mano con esa cuerda y tiremos de ella todo lo que podamos, y luego cuando baje la marea intentaremos otra cosa. Creo que todavía lo podemos conseguir.
Nos las ingeniamos para llevarlo hacia aguas menos profundas. Cuando bajó la marea quedó escorado sobre uno de sus lados en el cieno, una situación bastante lastimosa para el primer navío del mundo, "el terror de los mares" como ocasionalmente lo describía Perry.
Tuvimos que trabajar rápido; antes de que volviera a subir la marea lo habíamos desaparejado de sus velas y mástiles y lastrado con varias libras de rocas. Si no estaba demasiado hundido en el cieno estaba seguro de que esta vez flotaría sobre el lado correcto.
No necesito deciros cómo palpitaban nuestros corazones mientras, sentados a la orilla del río, observábamos cómo subía lentamente la marea. Las mareas de Pellucidar no son muy importantes en comparación con las más altas mareas del mundo exterior, pero sabía que sería suficiente para comprobar ampliamente si el Sari era todavía capaz de flotar.
No estaba equivocado. Finalmente tuvimos la satisfacción de ver al bajel salir del cieno y flotar lentamente corriente arriba con la marea. Mientras subía el agua lo acercamos a la orilla y subimos a bordo.
Ahora se posó suavemente sobre su quilla plana; no hizo agua, ya que estaba bien calafateado con hilo y resina alquitranada. Lo equipamos con un único mástil corto y una vela ligera, asegurado a los tablones que habíamos situado por encima del lastre formando una cubierta; estaba preparado para navegar por medio de la corriente fluvial con un par de remos y fondeaba gracias a una primitiva ancla de piedra hasta esperar el regreso de la marea que nos llevaría a alta mar.
Mientras esperábamos dedicamos el tiempo a la construcción de una cubierta superior, ya que la situada inmediatamente por encima del lastre estaba a unos siete pies de la borda. Situamos esta segunda cubierta a cuatro pies por encima de la anterior. En ella pusimos una amplia y espaciosa compuerta que daba a la cubierta inferior. Los costados del navío se elevaban unos tres pies de la cubierta superior formando un excelente parapeto, en el que, a intervalos, hicimos una serie de aberturas por las que tendidos en el suelo podíamos disparar sobre un enemigo. Aunque íbamos en misión de paz en busca de mi viejo amigo Ja, sabíamos que nos podíamos encontrar con gentes de otras islas que no resultasen amistosas.
Por fin volvió la marea. Alzamos el ancla y lentamente derivamos corriente abajo del gran río en dirección al mar.
A nuestro alrededor pululaban los poderosos habitantes de las primigenias profundidades: plesiosaurios, ictiosaurios y todos sus horribles y viscosos primos, cuyos nombres eran parecidos a los de las tías y tíos de Perry, pero de los que nunca he sido capaz de acordarme una hora después de haberlos oído.
Al fin comenzábamos un viaje que habíamos estado esperando durante tanto tiempo y cuyo resultado tanto significaba para mí.
E
l Sari resultó ser una nave muy errática. Lo habría hecho bien en la laguna de un parque si hubiera estado fondeada de un modo seguro, pero en el seno de un océano inmenso dejaba mucho que desear.
El navegar a favor de viento era su punto fuerte, pero al navegar con viento largo o cuando lo hacía de bolina derivaba terriblemente, como cualquier hombre de mar habría supuesto que lo haría. No podíamos mantener nuestro rumbo más allá de unas cuantas millas, y nuestro avance era lamentablemente lento.
En lugar de dirigirnos hacia la isla de Anoroc, nos desviábamos hacia la derecha, hasta que se hizo evidente que tendríamos que pasar entre las dos islas de la derecha e intentar volver hasta Anoroc desde el lado opuesto.