Pellucidar (12 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Pellucidar
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La agarré de la piel que le cubría la nuca, y aunque pesaba tanto como un pony de Shetland, me las arreglé para arrastrarla hacia la costa y tenderla sobre la playa. Descubrí entonces que tenía rota una de las patas delanteras; se la debía de haber roto al chocar contra el risco.

En esta ocasión todo espíritu de lucha se había evaporado, de modo que reuní unas cuantas ramas pequeñas de alguno de los raquíticos árboles que crecían en las grietas del risco, y al regresar a su lado me dejó que le entablillara la pata rota. Tuve que hacer tiras parte de mi camisa para conseguir un vendaje, pero al final lo conseguí hacer. Luego me senté acariciando la salvaje cabeza y le hablé a aquella bestia como si lo hiciera a un perro, lo que os será bastante familiar si alguna vez habéis tenido y querido un perro.

Pensé que cuando estuviese bien probablemente se volvería contra mí e intentaría devorarme, de modo que, contra esa eventualidad, reuní un montón de rocas y comencé a trabajar en la fabricación de un cuchillo de piedra. Estábamos encerrados en la cabeza del fiordo tan completamente como si estuviésemos tras los barrotes de una prisión. Ante nosotros se extendía el Sojar Az, y por todas partes a nuestro alrededor se elevaban riscos imposibles de escalar.

Afortunadamente un pequeño arroyuelo discurría por la pared del muro de roca, dándonos un amplio suministro de agua fresca, un poco de la cual mantenía constantemente al lado del hienodonte gracias a una tosca concha con forma de cuenco de las que había miles entre los cascotes de la playa.

En cuanto a la comida, subsistíamos a base de marisco y de algún ave ocasional a la que conseguía abatir de una pedrada, ya que la larga práctica de pitcher en el equipo de béisbol de la escuela preparatoria y en el de la universidad me habían hecho un excelente lanzador de misiles a una mano.

No pasó mucho tiempo antes de que la pata del hienodonte estuviera lo suficientemente mejorada como para permitirle levantarse y andar cojeando sobre las otras tres. Nunca olvidaré el intenso interés con que observé su primer intento por hacerlo. Cerca de mi mano se encontraba mi montón de piedras. Lentamente la bestia se alzó sobre sus tres patas, se estiró, bajó su cabeza y lamió un poco de agua de la concha que había a su lado; se volvió y me miró, y después se dirigió cojeando hacia los riscos.

Tres veces recorrió toda la extensión de nuestra prisión, buscando, me imagino, un agujero para escapar, pero al no encontrar ninguno, regresó en mi dirección. Lentamente se acercó a mí, olfateó mis botas, mis polainas, mis manos y luego, cojeando, se alejó unos cuantos pasos y se volvió a echar.

Ahora que era capaz de moverse por los alrededores, dudaba un poco de la sabiduría de mi acto impulsivo de piedad.

¿Cómo podía dormir con aquella cosa feroz rondando por los estrechos confines de nuestra prisión? Si cerraba los ojos, podía abrirlos más tarde sintiendo aquellas poderosas mandíbulas en mi garganta. Por decirlo así, estaba incómodo.

Tenía demasiada experiencia con animales como para confiar demasiado en cualquier sentido de la gratitud que se les pueda atribuir en virtud de un sentimentalismo derivado de la inexperiencia. Creo que algunos animales aman a sus amos, pero dudo mucho de que su afecto sea resultado de la gratitud, una característica que es tan rara de encontrar que incluso sólo ocasionalmente se puede rastrear en el aparente altruismo de los actos del mismo hombre.

Pero finalmente me vi obligado a dormir. La cansada naturaleza no podía ser aplazada por más tiempo. Simplemente me quedé dormido mientras estaba sentado mirando al mar. Me había sentido muy incómodo desde mi zambullida en el océano, ya que aunque podía ver la luz del sol en el agua a medio camino de la isla y sobre la misma isla, ninguno de sus rayos caía sobre nosotros. Estábamos muy dentro de la Tierra de la Horrible Sombra. Una perpetua semicalidez pervivía en la atmósfera, pero mis ropas se secaban tan lentamente y eran tan grandes mi falta de sueño y el malestar físico que por fin cedí a las exigencias de la naturaleza y caí en un profundo sopor.

Cuando me desperté, lo hice con un sobresalto, ya que tenía un pesado cuerpo encima de mí. Mi primer pensamiento fue que el hienodonte al fin me había atacado, pero mientras abría los ojos y pugnaba por levantarme, vi que había un hombre a horcajadas sobre mí y otros tres encorvados a su lado.

Yo no soy un alfeñique, ni nunca lo he sido. Mi experiencia con la dura vida del mundo interior ha convertido mis músculos en acero. Incluso gigantes como Ghak el Velludo han elogiado mi fuerza, pero a ello hay que añadir otra cualidad de la que ellos carecen, la ciencia.

El hombre que estaba sobre mí me sujetaba de una manera torpe, dejándome muchas salidas; de una de ellas fui rápido en tomar ventaja, y así, antes de que el individuo supiera que estaba despierto, ya estaba de pie con mis brazos sobre sus hombros y su cintura, lanzándole fuertemente por encima de mi cabeza contra los cascotes de la playa, donde se quedó inmóvil.

En el instante en que me levanté, vi al hienodonte durmiendo al lado de una roca a unas cuantas yardas de distancia. Tan parecido era su pelaje al color del peñasco que apenas era discernible. Evidentemente los recién llegados no lo habían visto.

No había hecho más que liberarme de mi primer antagonista cuando los otros tres ya estaban sobre mí. Ahora no se aproximaron silenciosamente, sino que cargaron contra mí con salvajes gritos; un error por su parte. El caso es que no arrojaron sus armas sobre mí, lo que me convenció de que deseaban cogerme vivo; pero yo luchaba tan desesperadamente como si la muerte pareciera inmediata y segura.

La batalla fue breve, ya que apenas habían reverberado sus salvajes gritos en el fiordo de roca y se abalanzaban sobre mí, cuando una peluda masa de rabia demoníaca saltó entre nosotros. Era el hienodonte.

En un instante había derribado a uno de os hombres, y de un solo golpe, como si fuera un terrier, le había roto el cuello. Luego saltó sobre otro. En su esfuerzo por contener al perro lobo, los salvajes se olvidaron totalmente de mí, dándome así un instante para coger el cuchillo del primero en caer y dar cuenta de otro de ellos. Casi simultáneamente el hienodonte abatió al enemigo restante, destrozando su cráneo de un solo bocado de sus temibles mandíbulas.

La batalla se había acabado, a menos que la bestia también me considerase una presa. Esperé, preparado para hacerle frente con el cuchillo y un garrote que había cogido de uno de los caídos, pero no me prestó atención, sino que se puso, en cambio, a devorar uno de los cuerpos.

La fiera se había visto un poco perjudicada por su pata entablillada, pero después de comer se tendió y comenzó a mordisquear el vendaje. Yo estaba sentado a poca distancia comiendo marisco, del que, dicho sea de paso, ya estaba un poco cansado.

De repente el hienodonte se levantó y vino hacia mí. No me moví. Se detuvo frente a mí y deliberadamente alzó su pata vendada y tocó mi rodilla. Su acto era tan inteligible como si lo hubiera dicho con palabras, quería que le quitase el vendaje.

Tomé la gran pata en una mano y con la otra aflojé y desenrollé el vendaje, quité el entablillado y toqué el miembro herido. En lo que podía juzgar el hueso estaba completamente soldado. La articulación parecía firme; cuando la doblé, el bruto dio un respingo, pero ni me gruñó ni intentó derribarme. Muy lenta y suavemente froté la articulación y le apliqué un poco de presión durante un rato.

Luego me senté en el suelo. El hienodonte caminó a mi alrededor unas cuantas veces y después se tendió a mi lado, con su cuerpo tocando el mío. Puse mi mano sobre su cabeza. No se movió. Lentamente le rasqué alrededor de las orejas y el cuello y bajo las fieras mandíbulas. La única respuesta que me dio fue alzar un poco el mentón para que se lo pudiera acariciar mejor.

¡Aquello era suficiente! Desde aquel momento nunca volví a tener recelos de Rajá, como inmediatamente le llamé. De algún modo todo sentimiento de soledad se desvaneció, ¡tenía un perro! Nunca había podido averiguar qué era lo que le faltaba a la vida en Pellucidar, pero ahora sabía que era la total ausencia de animales domésticos.

Los hombres aquí todavía no han alcanzado el punto en el que puedan pasar el tiempo de otra forma que no sea matando o evitando que los maten, para poder hacer amistad con cualquier otro ser del reino animal. No obstante, debo puntualizar un tanto esta afirmación, y decir que esto era verdad en aquellas tribus con las que estaba más familiarizado. Los thurios, por ejemplo, han domesticado al colosal lidi, y atraviesan las inmensas llanuras del Lidi sobre las espaldas de estos grotescos y estupendos monstruos; además, posiblemente, también existan otros pueblos distantes y lejanos en el interior de este gran mundo, que hayan domesticado a otros de los salvajes seres de las junglas, llanuras o montañas.

Los thurios practican la agricultura, aunque de una forma tosca. Mi opinión es que éste es uno de los primeros pasos del salvajismo a la civilización. La captura de bestias salvajes y su domesticación es la siguiente.

Perry sostiene que los perros salvajes fueron los primeros en ser domesticados por motivos de caza, pero no estoy de acuerdo con él. Yo creo que si su domesticación no fue simplemente el resultado de un accidente como, por ejemplo, mi doma del hienodonte, debió tener por motivo el deseo por parte de tribus que previamente habían domesticado rebaños y manadas de ganado, de tener alguna bestia fuerte y feroz que guardase su propiedad trashumante. En cualquier caso, yo apoyo con más fuerza la teoría del accidente.

Mientras estaba sentado en la playa del pequeño fiordo comiendo mi desagradable marisco, comencé a preguntarme cómo habían sido capaces los cuatro salvajes de llegar hasta mí, cuando yo había sido incapaz de escapar de mi prisión natural. Miré a mi alrededor en todas las direcciones en busca de una explicación. Por fin mis ojos se posaron en el arco de una pequeña piragua que sobresalía apenas un pie de detrás de una gran roca situada en el mar, en el extremo de la playa.

Al descubrirla me levanté de un salto tan bruscamente que hice que Rajá, gruñendo y con el pelo erizado, se levantase también al instante. Por un momento lo había olvidado, pero su salvaje inquietud no me causó ninguna intranquilidad. Miró rápidamente en todas direcciones como si buscase la causa de mi excitación. Luego, mientras yo caminaba velozmente hacia la piragua, se deslizó en silencio detrás de mí.

La piragua era en muchos aspectos similar a las que utilizaban los mezops. En ella había cuatro remos. Estaba encantado, porque por fin se me presentaba la posibilidad de escape por la que había estado rogando.

Me metí en el agua en la que flotaba, me introduje en ella y llamé a Rajá para que entrase. Al principio no parecía entender lo que quería de él, pero después de remar unas cuantas yardas se zambulló en la marejada y nadó tras de mí. Cuando llegó a mi altura, lo agarré del pelaje del cuello, y después de un considerable forcejeo, en el que varias veces estuvimos a punto de volcar la canoa, me las arreglé para subirle a bordo, donde se sacudió vigorosamente y se agazapó ante mí.

Después de salir del fiordo, remé a lo largo de la costa, hacia el sur, donde en breve los elevados riscos dieron paso a un terreno más bajo y más nivelado. En algún lugar de aquí debía encontrarme con el poblado principal de los thurios. Cuando, después de un tiempo divisé en la distancia lo que parecían ser chozas en un claro cercano a la costa, me acerqué rápidamente a tierra, ya que aunque portaba las credenciales que me había entregado Kolk, no estaba lo suficientemente familiarizado con las costumbres tribales de aquella gente como para saber si recibiría una bienvenida amistosa o no; y en el caso de que no lo fuera, quería estar seguro de tener la canoa escondida en un lugar a salvo para que bajo cualquier circunstancia pudiera emprender el viaje hacia la isla; a condición, claro está, de que pudiera escapar de los thurios si éstos resultaban ser beligerantes.

El punto de la costa en el que desembarqué era bastante bajo. Una empalizada cubierta de helechos corría casi hasta la playa. Arrastré hacia ella la piragua, escondiéndola entre la vegetación, y con algunas piedras sueltas construí un túmulo para señalar el escondite. Luego volví mis pasos hacia el poblado thurio.

Mientras me acercaba comencé a especular sobre las posibles reacciones de Rajá cuando se encontrase con la presencia de otros hombres distintos a mí. El bruto caminaba sigilosamente a mi lado, con su sensitiva nariz husmeando constantemente y sus fieros ojos moviéndose sin descanso de un lado al otro. ¡Nunca cogería nada a Rajá desprevenido! Cuanto más meditaba la cuestión, mayor era mi preocupación. No quería que Rajá atacase a nadie del pueblo de cuya amistad tanto dependía, ni tampoco quería que ellos lo matasen o hiriesen.

Me pregunté si Rajá soportaría una correa. Al caminar a mi lado, su cabeza llegaba a la altura de mi costado. Tendí mi mano sobre ella acariciándosela. Mientras lo hacía se volvió y me miró a la cara, con las mandíbulas abiertas y su roja lengua colgando, como lo haría vuestro perro ante una cariñosa caricia.

—Has estado toda tu vida esperando ser domesticado y querido, ¿verdad, compañero? —le pregunté— No eres más que un buen cachorrito, y el hombre que te puso lo de hiena en tu nombre debería ser demandado por libelo.

Rajá descubrió sus potentes colmillos con sus ondulados y enmarañados labios y lamió mi mano.

—¡Estás enseñando los dientes, viejo impostor! —exclamé—. Si no lo hicieras, te comería. Apostaría una rosquilla a que no eres más que el pobre Fido de algún crío, disfrazado de comehombres viviente.

Rajá gimió, y así caminamos juntos hacia Thuria, yo hablando con la bestia que iba a mi lado, y ella pareciendo disfrutar de mi compañía tanto como yo disfrutaba de la suya. Si pensáis que no estaba en mis cabales, probad vosotros mismos a realizar un solitario vagabundeo a través del salvaje y desconocido Pellucidar, porque simplemente con intentarlo no os extrañaréis de que estuviera gozoso por la compañía de aquel primer perro, aquella réplica viviente del hoy extinto hienodonte de la corteza exterior que en salvajes manadas cazaba al gran alce en las nieves del sur de Francia, en los días en los que el mastodonte vagaba por todo el continente del que las islas británicas formaban parte, y que acaso también dejase sus huellas y sus huesos en las arenas de Atlantis.

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