La acción política junto a los oprimidos, en el fondo, debe ser una acción cultural
para
la libertad, y por ello mismo, una acción con ellos. Su dependencia emocional, fruto de la situación concreta de dominación en que se encuentran y que, a la vez, genera su visión inauténtica del mundo, no puede ser aprovechada a menos que lo sea por el opresor. Es éste quien utiliza la dependencia para crear una dependencia cada vez mayor.
Por el contrario, la
acción
liberadora, reconociendo esta dependencia de los oprimidos como punto vulnerable, debe intentar, a través de la reflexión y de la acción, transformarla en independencia. Sin embargo, ésta no es la donación que les haga el liderazgo por más bien intencionado que sea. No podemos olvidar que la liberación de los oprimidos es la liberación de hombres y no de «objetos». Por esto, si no es autoliberación —nadie se libera solo— tampoco es liberación de unos hecha por otros. Dado que éste es un fenómeno humano no se puede realizar con los «hombres por la mitad»
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, ya que cuando lo in-tentamos sólo logramos su deformación. Así, estando ya deformados, en tanto oprimidos, no se puede en la acción por su liberación utilizar el mismo procedimiento empleado para su deformación.
Por esto mismo, el camino para la realización de un trabajo liberador ejecutado por el liderazgo revolucionario no es la «propaganda liberadora». Este no radica en el mero acto de depositar la creencia de la libertad en los oprimidos, pensando conquistar así su confianza, sino en el hecho de dialogar con ellos.
Es preciso convencerse de que el convencimiento de los oprimidos sobre el deber de luchar por su liberación no es una donación hecha por el liderazgo revolucionario sino resultado de su concienciación.
Es necesario que el liderazgo revolucionario descubra esta obviedad: que su convencimiento sobre la necesidad de luchar, que constituye una dimensión indispensable del saber revolucionario, en caso de ser auténtico no le fue donado por nadie. Alcanza este conocimiento, que no es algo estático o susceptible de ser transformado en contenidos que depositar en los otros, por un acto total, de reflexión y de acción.
Fue su inserción lúcida en la realidad, en la situación histórica, la que lo condujo a la crítica de esta misma situación y al ímpetu por transformarla.
Así también, es necesario que los oprimidos, que no se comprometen en la lucha sin estar convencidos, y al no comprometerse eliminan las condiciones básicas a ella, lleguen a este convencimiento como sujetos y no como objetos. Es necesario también que se inserten críticamente en la situación en que se encuentran y por la cual están marcados. Y esto no lo hace la propaganda. Este convencimiento, sin el cual no es posible la lucha, es indispensable para el liderazgo revolucionario que se constituye a partir de él, y lo es también para los oprimidos. A menos que se pretenda realizar una transformación
para
ellos y no con ellos —única forma en que nos parece verdadera esta transformación.
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Al hacer estas consideraciones no intentamos sino defender el carácter eminentemente pedagógico de la revolución.
Si los líderes revolucionarios de todos los tiempos afirman la necesidad del convencimiento de las masas oprimidas para que acepten la lucha por la liberación —lo que por otra parte es obvio— reconocen implícitamente el sentido pedagógico de esta lucha. Sin embargo, muchos, quizá por prejuicios naturales y explicables contra la pedagogía, acaban usando, en su acción, métodos que son empleados en la «educación» que sirve al opresor. Niegan la acción pedagógica en el proceso liberador, mas usan la propaganda para convencer...
Desde los comienzos de la lucha por la liberación, por la superación de la contradicción opresor-oprimidos, es necesario que éstos se vayan convenciendo que esta lucha exige de ellos, a partir del momento en que la aceptan, su total responsabilidad. Lucha que no se justifica sólo por el hecho de que pasen a tener libertad para comer, sino «libertad para crear y construir, para admirar y aventurarse. Tal libertad requiere que el individuo sea activo y responsable, no un esclavo ni una pieza bien alimentada de la máquina. No basta que los hombres sean esclavos, si las condiciones sociales fomentan la existencia de autómatas, el resultado no es el amor a la vida sino el amor a la muerte».
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Los oprimidos que se «forman» en el amor a la muerte, que caracteriza el clima de la opresión, deben encontrar en su lucha el camino del amor a la vida que no radica sólo en el hecho de comer más, aunque también lo implique y de él no pueda prescindirse.
Los oprimidos deben luchar como hombres que son y no como «objetos».
Es precisamente porque han sido reducidos al estado de «objetos», en la relación de opresión, que se encuentran destruidos. Para reconstruirse es importante que sobrepasen el estado de «objetos». No pueden comparecer a la lucha como «cosas» para transformarse después en hombres. Esta exigencia es radical. El pasar de este estado, en el que se destruyen, al estado de hombres, en el que se reconstruyen, no se realiza
a posteriori
. La lucha por esta reconstrucción se inicia con su autorreconocimiento como hombres destruidos.
La propaganda, el dirigismo, la manipulación, como armas de la dominación, no pueden ser instrumentos para esta reconstrucción.
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No existe otro camino sino el de la práctica de una pedagogía liberadora, en que el liderazgo revolucionario, en vez de sobreponerse a los oprimidos y continuar manteniéndolos en el estado de «cosas», establece con ellos una relación permanentemente dialógica.
Práctica pedagógica en que el método deja de ser, como señalamos en nuestro trabajo anterior, instrumento del educador (en el caso, el liderazgo revolucionario) con el cual manipula a los educandos (en el caso, los oprimidos) porque se transforman en la propia conciencia.
«En verdad —señala el profesor Alvaro Vieira Pinto—, el método es la forma exterior y materializada en actos, que asume la propiedad fundamental de la conciencia: la de su intencionalidad. Lo propio de la conciencia es estar con el mundo y este procedimiento es permanente e irrecusable. Por lo tanto, la conciencia en su esencia es un 'camino para', algo que no es ella, que está fuera de ella, que la circunda y que ella aprehende por su capacidad ideativa. Por definición, continúa el profesor brasileño, la conciencia es, pues, método entendido éste en si sentido de máxima generalidad. Tal es la raíz del método, así como tal es la esencia de la conciencia que sólo existe en tanto facultad abstracta y metódica.»
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Dada su calidad de tal, la educación practicada por el liderazgo revolucionario se hace co-intencionalidad.
Educadores y educandos, liderazgo y masas, co-intencionados hacia la realidad, se encuentran en una tarea en que ambos son sujetos en el acto, no sólo de descubrirla y así conocerla críticamente, sino también en el acto de recrear este conocimiento.
AI alcanzar este conocimiento de la realidad, a través de la acción y reflexión en común, se descubren siendo sus verdaderos creadores y re-creadores.
De este modo, la presencia de los oprimidos en la búsqueda de su liberación, más que seudoparticipación, es lo que debe realmente ser: compromiso.
La concepción «bancaria» de la educación como instrumento de opresión. Sus supuestos. Su crítica.
La concepción problematizadora de la educación y la liberación. Sus supuestos.
La concepción «bancaria» y la contradicción educador-educando.
La concepción problematizadora y la superación de la contradicción educador-educando: nadie educa a nadie —nadie se educa a si mismo—, los hombres se educan entre si con la mediación del mundo.
El hombre como ser inconcluso y consciente de su inconclusión y su permanente movimiento tras la búsqueda del
SER MÁS.
Cuanto más analizamos las relaciones educador-educandos dominantes en la escuela actual, en cualquiera de sus niveles (o fuera de ella), más nos convencemos de que estas relaciones presentan un carácter especial y determinante —el de ser relaciones de naturaleza fundamentalmente
narrativa
,
discursiva
,
disertadora
.
Narración de contenidos que, por ello mismo, tienden a petrificarse o a transformarse en algo inerme, sean estos valores o dimensiones empíricas de la realidad. Narración o disertación que implica un sujeto —el que narra— y objetos pacientes, oyentes —los educandos.
Existe una especie de enfermedad de la narración. La tónica de la educación es preponderantemente ésta, narrar, siempre narrar.
Referirse a la realidad como algo detenido, estático, dividido y bien comportado o en su defecto hablar o disertar sobre algo completamente ajeno a la experiencia existencial de los educandos deviene, realmente, la suprema inquietud de esta educación. Su ansia irrefrenable. En ella, el educador aparece como su agente indiscutible, como su sujeto real, cuya tarea indeclinable es «llenar» a los educandos con los contenidos de su narración. Contenidos que sólo son retazos de la realidad, desvinculados de la totalidad en que se engendran y en cuyo contexto adquieren sentido. En estas disertaciones, la palabra se vacía de la dimensión concreta que debería poseer y se transforma en una palabra hueca, en verbalismo alienado y alienante. De ahí que sea más sonido que significado y, como tal, sería mejor no decirla.
Es por esto por lo que una de las características de esta educación disertadora es la «sonoridad» de la palabra y no su fuerza transformadora: Cuatro veces cuatro, dieciséis; Perú, capital Lima, que el educando fija, memoriza, repite sin percibir lo que realmente significa cuatro veces cuatro. Lo que verdaderamente significa capital, en la afirmación: Perú, capital Lima, Lima para el Perú y Perú para América Latina.
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La narración, cuyo sujeto es el educador, conduce a los educandos a la memorización mecánica del contenido narrado. Más aún, la narración los transforma en «vasijas», en recipientes que deben ser «llenados» por el educador. Cuando más vaya llenando los recipientes con sus «depósitos», tanto mejor educador será. Cuanto más se dejen «llenar» dócilmente, tanto mejor educandos serán.
De este modo, la educación se transforma en un acto de depositar en el cual los educandos son los depositarios y el educador quien deposita.
En vez de comunicarse, el educador hace comunicados y depósitos que los educandos, meras incidencias, reciben pacientemente, memorizan y repiten. Tal es la concepción «bancaria» de la educación, en que el único margen de acción que se ofrece a los educandos es el de recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos. Margen que sólo les permite ser coleccionistas o fichadores de cosas que archivan.
En el fondo, los grandes archivados en esta práctica equivocada de la educación (en la mejor de las hipótesis) son los propios hombres. Archivados ya que, al margen de la búsqueda, al margen de la praxis, los hombres no pueden ser. Educadores y educandos se archivan en la medida en que, en esta visión distorsionada de la educación, no existe creatividad alguna, no existe transformación, ni saber. Sólo existe saber en la invención, en la reinvención, en la búsqueda inquieta, impaciente, permanente que los hombres realizan en el mundo, con el mundo y con los otros. Búsqueda que es también esperanzada.
En la visión «bancaria» de la educación, el «saber», el conocimiento, es una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes. Donación que se basa en una de las manifestaciones instrumentales de la ideología de la opresión: la absolutización de la ignorancia, que constituye lo que llamamos alienación de la ignorancia, según la cual ésta se encuentra siempre en el otro.
El educador que aliena la ignorancia, se mantiene en posiciones fijas, invariables. Será siempre el que sabe, en tanto los educandos serán siempre los que no saben. La rigidez de estas posiciones niega a la educación y al conocimiento como procesos de búsqueda.
El educador se enfrenta a los educandos como su antinomia necesaria. Reconoce la razón de su existencia en la absolutización de la ignorancia de estos últimos. Los educandos, alienados a su vez, a la manera del esclavo, en la dialéctica hegeliana, reconocen en su ignorancia la razón de la existencia del educador pero no llegan, ni siquiera en la forma del esclavo en la dialéctica mencionada, a descubrirse como educadores del educador.
En verdad, como discutiremos mis adelante, la razón de ser de la educación libertadora radica en su impulso inicial conciliador. La educación debe comenzar por la superación de la contradicción educador-educando. Debe fundarse en la conciliación de sus polos, de tal manera que ambos se hagan, simultáneamente, educadores y educandos.
En la concepción «bancaria» que estamos criticando, para la cual la educación es el acto de depositar, de transferir, de trasmitir valores y conocimientos, no se verifica, ni puede verificarse esta superación. Por el contrario, al reflejar la sociedad opresora, siendo una dimensión de la «cultura del silencio», la «educación bancaria» mantiene y estimula la contradicción.
De ahí que ocurra en ella que:
a) el educador es siempre quien educa; el educando el que es educado.
b) el educador es quien sabe; los educandos quienes no saben.
c) el educador es quien piensa, el sujeto del proceso; los educandos son los objetos pensados.
d) el educador es quien habla; los educandos quienes escuchan dócilmente.
e) el educador es quien disciplina; los educandos los disciplinados.
f) el educador es quien opta y prescribe su opción; los educandos quienes siguen la prescripción;
g) el educador es quien actúa; los educandos son aquellos que tienen la ilusión de que actúan, en la actuación del educador.
h) el educador es quien escoge el contenido programático; los educandos, a quienes jamás se escucha, se acomodan a él.
i) el educador identifica la autoridad del saber con su autoridad funcional, la que opone antagónicamente a la libertad de los educandos. Son éstos quienes deben adaptarse a las determinaciones de aquél.
j) Finalmente, el educador es el sujeto del proceso; los educandos, meros objetos.