Por esto mismo, como ya señalamos, su generosidad es falsa.
Por estas razones, para ellos, la humanización es una «cosa» que poseen como derecho exclusivo, como atributo heredado. La humanización les pertenece. La de los otros, aquella de sus contrarios, aparece como subversión. Humanizar es, naturalmente, subvertir y no ser más, para la conciencia opresora.
Tener más, en la exclusividad, ya no es un privilegio deshumanizante e inauténtico de los demás y de si mismos, sino un derecho inalienable. Derecho que conquistaron con su esfuerzo, con el coraje de correr riesgos... Si los otros —esos envidiosos— no tienen, es porque son incapaces y perezosos, a lo que se agrega, todavía, un mal agradecimiento injustificable frente a sus «gestos de generosidad». Y dado que los oprimidos son «malagradecidos y envidiosos», son siempre vistos como enemigos potenciales a quienes se debe observar y vigilar.
No podría dejar de ser así. Si la humanización de los oprimidos es subversión, también lo es su libertad. De ahí la necesidad de controlarlos constantemente. Y cuanto más se los controle más se los transforma en «objetos», en algo que aparece como esencialmente inanimado.
Esta tendencia de la conciencia opresora a inanimar todo y a todos, que tiene su base en el anhelo de posesión, se identifica, indiscutiblemente, con la tendencia sádica. «El placer del dominio completo sobre otra persona (o sobre una criatura animada), señala Fromm, es la esencia misma del impulso sádico. Otra manera de formular la misma idea es decir que el fin del sadismo es convertir un
hombre
en cosa, algo animado en algo inanimada ya que mediante el control completo y absoluto el vivir pierde una cualidad esencial de la vida: la libertad.»
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El sadismo aparece, así como una de las características de la conciencia opresora, en su visión necrófila del mundo. Es por esto por lo que su amor es un amor a la inversa; un amor a la muerte y no a la vida.
En la medida en que para dominar se esfuerza por detener la ansiedad de la búsqueda, la inquietud, el poder de creación que caracteriza la vida, la conciencia opresora mata la vida.
De ahí que los opresores se vayan apropiando, también cada vez más, de la ciencia como instrumento para sus finalidades. De la tecnología como fuerza indiscutible de mantenimiento del «orden» opresor, con el cual manipulan y aplastan.
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Los oprimidos, como objetos, como «cosas», carecen de finalidades. Sus finalidades son aquellas que les prescriben los opresores.
Frente a todo esto, surge ante nosotros un problema de innegable importancia que debe ser observado en el conjunto de estas consideraciones, cual es el de la adhesión y el consecuente paso que realizan los representantes del polo opresor al polo de los oprimidos. De su adhesión a la lucha de éstos por su liberación.
A ellos les cabe, como siempre les ha cabido en la historia de esta lucha, un papel fundamental.
Sucede, sin embargo, que al pasar del polo de los explotadores, en la que estaban como herederos de la explotación o como espectadores indiferentes de la misma —lo que significaba su convivencia con la explotación—, al polo de los explotados, casi siempre llevan consigo, condicionados por la «cultura del silencio», la huella de su origen. Sus prejuicios. Sus deformaciones, y, entre ellas, la desconfianza en el pueblo. Desconfianza en que el pueblo sea capaz de pensar correctamente. Sea capaz de querer. De saber.
De este modo, están siempre corriendo el riesgo de caer en otro tipo de generosidad tan funesto como aquel que criticamos en los dominadores.
Si esta generosidad no se nutre, como en el caso de los opresores, del orden injusto que es necesario mantener para justificar su existencia; si realmente quieren transformarla, creen, por su deformación, que deben ser ellos los realizadores de la transformación.
Se comportan, así, como quien no
cree
en el pueblo, aunque a él hablen. Y creer en el pueblo es la condición previa, indispensable, a todo cambio revolucionario. Un revolucionario se reconoce más por su creencia en el pueblo que lo compromete que por mil acciones llevadas a cabo sin él.
Es indispensable que, aquellos que se comprometen auténticamente con el pueblo, revisen constantemente su acción. Esa adhesión es de tal forma radical que no permite comportamientos ambiguos de quien la asume.
Verificar esta adhesión y considerarse propietario del saber revolucionario que debe, de esta manera, ser donado o impuesto al pueblo, es mantenerse como era con anterioridad.
Decirse comprometido con la liberación y no ser capaz de comulgar con el pueblo, a quien continúa considerando absolutamente ignorante, es un doloroso equivoco.
Aproximarse a él y sentir, a cada paso, en cada duda, en cada expresión, una especie de temor, pretendiendo imponer su
status
, es mantener la nostalgia de su origen.
De ahí que este paso deba tener el sentido profundo del renacer. Quienes lo realizan deben asumir una nueva forma
de estar siendo;
ya no pueden actuar como actuaban, ya no pueden permanecer como estaban
siendo.
Será en su convivencia con los oprimidos, sabiéndose uno de ellos —sólo que con un nivel diferente de percepción de la realidad— como podrán comprender las formas de ser y de comportarse de los oprimidos, que reflejan en diversos momentos la estructura de la dominación.
Una de éstas, a la cual ya nos referimos rápidamente, es la dualidad existencial de los oprimidos que, «alojando» al opresor cuya «sombra» introyectan, son ellos y al mismo tiempo son el otro. De ahí que, casi siempre, en cuanto no llegan a localizar al opresor concretamente, así como en cuanto no llegan a ser «conciencia para sí», asumen actitudes fatalistas frente a la situación concreta de opresión en que se encuentran.
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A veces, este fatalismo, a través de un análisis superficial, da la impresión de docilidad, como algo propio de un supuesto carácter nacional, lo que es un engaño. Este fatalismo, manifestado como docilidad, es producto de una situación histórica y sociológica y no un trazo esencial de la forma de ser del pueblo.
Casi siempre este fatalismo está referido al poder del destino, del sino o del hado —potencias inamovibles— o a una visión distorsionada de Dios. Dentro del mundo mágico o mítico en que se encuentra la conciencia oprimida, sobre todo la campesina, casi inmersa en la naturaleza
[20]
, encuentra, en el sufrimiento, producto de la explotación de que es objeto, la voluntad de Dios, como si Él fuese el creador de este «desorden organizado».
Dada la inmersión en que se encuentran los oprimidos no alcanzan a ver, claramente, el «orden» que sirve a los opresores que, en cierto modo, «viven» en ellos. «Orden» que, frustrándolos en su acción, los lleva muchas veces a ejercer un tipo de violencia horizontal con que agreden a los propios compañeros oprimidos por los motivos más nimios.
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Es posible que, al actuar así, una vez más expliciten su dualidad.
Por otro lado existe, en cierto momento de la experiencia existencial de los oprimidos, una atracción irresistible por el opresor. Por sus patrones de vida. Participar de estos patrones constituye una aspiración incontenible. En su enajenación quieren, a toda costa, parecerse al opresor, imitarlo, seguirlo. Esto se verifica, sobre todo, en los oprimidos de los estratos me-dios, cuyo anhelo es llegar a ser iguales al «hombre ilustre» de la denominada clase «superior».
Es interesante observar cómo Memmi
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, en un análisis excepcional de la «conciencia colonizada», se refiere, como colonizado, a su repulsión por el colonizador, mezclada, sin embargo, con una «apasionada» atracción por él.
La autodesvalorización es otra característica de los oprimidos. Resulta de la introyección que ellos hacen de la visión que de ellos tienen los opresores.
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De tanto oír de si mismos que son incapaces, que no saben nada, que no pueden saber, que son enfermos, indolentes, que no producen en virtud de todo esto, terminan por convencerse de su «incapacidad».
[24]
Hablan de sí mismos como los que no saben y del profesional como quien sabe y a quien deben escuchar. Los criterios del saber que les son impuestos son los convencionales.
Casi nunca se perciben conociendo, en las relaciones que establecen con el mundo y con los otros hombres, aunque sea un conocimiento al nivel de la pura «doxa».
Dentro de los marcos concretos en que se paren duales es natural que no crean en sí mismos.
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No son pocos los campesinos que conocernos de nuestra experiencia educativa que, después de algunos momentos de discusión viva en torno de un tema que se les plantea como problema, se detienen de repente y dicen al educador: «Disculpe, nosotros deberíamos estar callados y usted, señor, hablando. Usted es el que sabe, nosotros los que no sabemos».
Muchas veces insisten en que no existe diferencia alguna entre ellos y el animal y, cuando reconocen alguna, ésta es ventajosa para el animal. «Es más libre que nosotros», dicen.
Por otro lado, es impresionante observar cómo, con las primeras alteraciones de una situación opresora, se verifica una transformación en esta auto-desvalorización. Cierta vez, escuchamos decir a un líder campesino, en reunión de una de las unidades de producción —un «asentamiento» de la experiencia chilena de reforma agraria—: «Nos decían que no producíamos porque éramos “borrachos”, perezosos. Todo mentira. Ahora, que somos respetados como hombres, vamos a demostrar a todos que nunca fuimos, “borrachos”, ni perezosos. Éramos explotados, eso sí», concluyó enfáticamente.
En tanto se mantiene nítida su ambigüedad, los oprimidos difícilmente luchan y ni siquiera confían en si mismos, Tienen una creencia difusa, mágica, en la invulnerabilidad del opresor.
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En su poder, del cual siempre da testimonio. En el campo, sobre todo, se observa la buena mágica del poder del señor.
[27]
Es necesario que empiecen a ver ejemplos de la vulnerabilidad del opresor para que se vaya operando en sí mismos la convicción opuesta a la anterior, Mientras esto no se verifique, continuarán abatidos, miedosos, aplastados.
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Hasta el momento en que los oprimidos no toman conciencia de las razones de su estado de opresión, «aceptan» fatalistamente su explotación. Más aún, probablemente asuman posiciones pasivas, alejadas en relación a la necesidad de su propia lucha por la conquista de la libertad y de su afirmación en el mundo.
Poco a poco, la tendencia es la de asumir formas de acción rebelde. En un quehacer liberador, no se puede perder de vista esta forma de ser de los oprimidos, ni olvidar este momento de despertar.
Dentro de esta visón inauténtica de sí y del mundo los oprimidos se sienten como si fueran un «objeto» poseído por el opresor. En tanto para éste, en su afán de poseer, como ya afirmarnos,
ser
es tener casi siempre a costa de los que no tienen, para los oprimidos, en un momento de su experiencia existencial, ser ni siquiera es
parecerse
al opresor, sino estar
bajo
él. Equivale a depender. De ahí que los campesinos sean dependientes emocionales.
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Es este carácter de dependencia emocional y total de los oprimidos el que puede llevarlos a las manifestaciones que Fromm denomina necrófilas. De destrucción de la vida. De la suya o la del otro, también oprimido.
Sólo cuando los oprimidos descubren nítidamente al opresor, y se comprometen en la lucha organizada por su liberación, empiezan a creer en si mismos, superando así su complicidad con el régimen opresor. Este descubrimiento, sin embargo, no puede ser hecho a un nivel meramente intelectual, que debe estar asociado a un intento serio de reflexión, a fin de que sea praxis. El diálogo crítico y liberador, dado que supone la acción, debe llevarse a cabo con los oprimidos, cualquiera sea el grado en que se encuentra la lucha por su liberación. Diálogo que no debe realizarse a escondidas para evitar la furia y una mayor represión del opresor.
Lo que puede y debe variar, en función de las condiciones históricas, en función del nivel de percepción de la realidad que tengan los oprimidos, es el contenido del diálogo. Sustituirlo por el antidiálogo, por la esloganización, por la verticalidad, por los comunicados es pretender la liberación de los oprimidos con instrumentos de la «domesticación». Pretender la liberación de ellos sin su reflexión en el acto de esta liberación es transformarlos en objetos que se deben salvar de un incendio. Es hacerlos caer en el engaño populista y transformarlos en masa maniobrable.
En los momentos en que asumen su liberación, los oprimidos necesitan reconocerse como hombres, en su vocación ontológica e histórica de
ser más
. La acción y reflexión se imponen cuando no se pretende caer en el error de dicotomizar el contenido de la forma histórica de ser del hombre.
Al defender el esfuerzo permanente de reflexión de los oprimidos sobre sus condiciones concretas, no estamos pretendiendo llevar a cabo un juego a nivel meramente intelectual. Por el contrario estamos convencidos de que la reflexión, si es verdadera reflexión, conduce a la práctica.
Por otro lado, si el momento es ya de la acción, ésta se hará praxis auténtica si el saber que de ella resulte se hace objeto de reflexión crítica. Es en este sentido que la praxis constituye la
razón
nueva de la conciencia oprimida y la revolución, que instaura el momento histórico de esta razón, no puede hacerse viable al margen de los niveles de la conciencia oprimida.
De no ser así, la acción se vuelve mero activismo.
De este modo, ni es un juego diletante de palabras huecas, un «rompecabezas» intelectual que por no ser reflexión verdadera no conduce a la acción, ni es tampoco acción por la acción, sino ambas. Acción y reflexión entendidas como una unidad que no debe ser dicotomizada.
Sin embargo, para esto es preciso que creamos en los hombres oprimidos. Que los veamos como hombres de pensar correctamente.
Si esta creencia nos falla, es porque abandonamos o no tenemos la idea del diálogo, de la reflexión, de la comunicación y porque caemos en los marbetes, en los comunicados, en los depósitos, en el dirigismo. Ésta es una de las amenazas contenidas en las adhesiones inauténticas a la causa de la liberación de los hombres.