—Pero suponga que no lo hubiera hecho.
—No habría sido problema —me oí decir—. Le habría cortado la mano del cuchillo por la muñeca. Y luego, a llamar al 911. Tal vez se la pegaran al revés.
En realidad, probablemente habrían tardado lo suyo en responder, dándole la oportunidad de adelantarse al Arrebato desangrándose hasta morir.
Él asintió.
—Tuvimos a dos tipos el mes pasado ante la tienda, hicieron lo del pañuelo, por una chica.
Se refería a que dos hombres muerden esquinas opuestas de un pañuelo y se atacan con cuchillas o navajas. El que suelta el pañuelo pierde.
—Un tipo murió antes de que llegaran. El otro perdió una oreja; no se molestaron en buscarla. —Hizo un gesto—. La guardé en el frigorífico durante una temporada.
—¿Fue usted quien llamó a la poli?
—Oh, sí. En cuanto acabó todo.
Buen ciudadano.
Até la cerveza en la bandeja trasera y pedaleé de regreso ala verja.
Las cosas están empeorando. Odio hablar como mi viejo. Pero las cosas eran mucho mejores cuando yo era niño. No había terminadores en cada esquina. Los hombres no se enfrentaban en los duelos. La gente no se congregaba a verlos pelear. Ni guardaba las orejas para la poli después.
No todos los terminadores llevaban coleta ni se comportaban de un modo evidente. Había dos en el departamento de física de Julián: una secretaria y el propio Mac Román.
La gente se preguntaba cómo un científico mediocre había salido de la nada y se había abierto paso hasta un puesto de poder académico.
Lo que no apreciaban era el esfuerzo intelectual requerido para fingir con éxito creer en la ordenada y agnóstica visión del universo que predicaba la física. Pero todo era parte del plan de Dios. Como los documentos cuidadosamente falsificados que le habían situado en disposición de estar mínimamente cualificado para el cargo. Había otros dos terminadores en el Consejo de Regentes que pudieron darle un empujoncito.
Macro (igual que uno de los Regentes) era miembro de una secta dentro de una secta, militante y supersecreta: el Martillo de Dios. Como todos los terminadores, creían que Dios estaba a punto de provocar la destrucción de la humanidad.
Contrariamente a la mayoría de sectas, el Martillo de Dios se sentía llamado a ayudar.
De regreso al campus me equivoqué al girar y, al volver atrás, pasé ante un garito de conexión que nunca había visto. Ofrecía sensaciones de sexo en grupo, esquí de montaña y choque de coches. He estado allí; lo hice. Por no mencionar los combates.
De hecho, yo nunca había probado el accidente de coche. Me pregunto si el actor murió. A veces los terminadores se conectan, aunque se supone que es un pecado. A veces la gente lo hace para ser famosa durante unos cuantos minutos. Yo nunca había conectado con uno de ésos, pero Ralph tiene sus favoritos, así que cuando estoy conectado con Ralph lo experimento de segunda mano. Me parece que nunca entenderé la fama.
Había un nuevo sargento en la verja de la universidad, así que repasamos la vieja rutina.
Pedaleé sin rumbo por el campus durante una hora. Estaba desierto, pues era la tarde de domingo de un largo fin de semana. Entré en el edificio de física por si algún estudiante había metido sus trabajos por debajo de mi puerta, y uno lo había hecho: unos problemas entregados antes de tiempo, maravilla de maravillas. Y una nota para decir que faltaría a clase porque su hermana tenía una fiesta de puesta de largo en Monaco. Pobre chico.
El despacho de Amelia está un piso por encima del mío, pero no la molesté. Tenía que hallar las soluciones a aquellos problemas, adelantarme al juego. No, debía volver a casa de Amelia y desperdiciar el resto del día.
Volví a casa de Amelia, pero con espíritu de investigación científica. Ella tenía un nuevo artilugio que llamaban el «antimicroondas»: metías algo dentro y marcabas la temperatura que querías, y se enfriaba. Por supuesto, el artilugio no tiene nada que ver con un microondas.
Era muy útil para las latas de cerveza. Cuando abrí la puerta, brotaron nubéculas de vapor. La cerveza estaba a cuarenta grados, pero la temperatura ambiente del interior de la máquina debía de ser mucho menor. Sólo para ver qué podría pasar, metí una rebanada de queso y marqué la temperatura más baja, menos cuarenta grados. Cuando la saqué, la tiré al suelo y se hizo añicos. Creo que encontré todos los pedazos.
Amelia tenía un pequeño rincón detrás de la chimenea que ella llamaba «la biblioteca»: el espacio justo para un antiguo futón y una mesita. Las tres paredes que cerraban el espacio eran estantes con puertas de cristal, llenos de cientos de libros viejos. Yo había estado allí dentro con ella, pero no para leer.
Solté la cerveza y me puse a mirar los títulos. Casi todo eran novelas y libros de poesía. Contrariamente a un montón de conectados y jills, yo todavía leo por placer, pero me gusta leer hechos reales.
Durante los dos primeros años que pasé en la facultad saqué sobresaliente en historia con notas destacadas en física, pero luego cambié. Antes pensaba que me reclutaron gracias a la licenciatura en física. Pero la mayoría de los mecánicos cumple simplemente los requisitos obligatorios habituales: gimnasia, acontecimientos actuales, habilidades comunicativas. No hay que ser tan listo para meterse en la caja y conectarse.
Sea como fuere, me gustaba leer historia, y en la biblioteca de Amelia no había nada sobre eso. Unos cuantos textos populares ilustrados. Casi todos sobre el siglo XXI, que yo planeaba leer cuando se acabara.
Recordé que ella quería que leyera una novela sobre la guerra civil:
El rojo emblema del valor
. Así que la cogí y empecé. Dos horas y dos cervezas.
La diferencia entre sus combates y los nuestros era tan profunda como la que existe entre un accidente real y un mal sueño.
Sus ejércitos estaban igualados en armamento; los dos tenían una difusa y confusa estructura de mando que consistía esencialmente en un gran ejército lanzándose contra otro. Ambos se hacían pedazos con pistolas primitivas y cuchillos y palos hasta que uno de los grupos se retiraba.
El confuso protagonista, Henry, estaba demasiado profundamente involucrado para ver esta simple verdad, pero informaba de ella con precisión.
Me pregunto qué pensaría el pobre Henry sobre nuestra clase de guerra. Me pregunto si en su época conocían la metáfora más adecuada: exterminio. Y me pregunté qué simple verdad me impedía ver mi propia implicación.
Julián no sabía que el autor de
El rojo emblema del valor
había tenido la ventaja de no haber tomado parte en la guerra sobre la que escribió. Es más difícil ver una pauta cuando formas parte de ella. Esa guerra había sido relativamente clara en términos económicos e ideológicos; la de Julián no. El enemigo Ngumi consistía en una dispar alianza de docenas de fuerzas «rebeldes»: cincuenta y cuatro aquel año. En todos los países enemigos había un gobierno legítimo que cooperaba con la Alianza, pero no era ningún secreto que pocos tenían el respaldo de la mayoría de sus ciudadanos.
Era en parte una guerra económica: los «que tienen», con sus economías impulsadas por autómatas, contra los «que no tienen», que no nacían en la prosperidad automática. Era en parte una guerra de razas: los negros y cobrizos y algunos amarillos contra los blancos y algunos otros amarillos. En cierto modo Julián se sentía incómodo por ello, pero no se sentía ligado a África. Hacía demasiado tiempo, estaba demasiado lejos y estaban demasiado locos.
Y por supuesto era una guerra ideológica para algunos: los defensores de la democracia contra los carismáticos líderes rebeldes. O los terratenientes capitalistas contra los protectores del pueblo, como más les guste.
Pero no era una guerra que fuera a tener un final definitivo, como Appomattox o Hiroshima. O bien la lenta erosión haría que la Alianza se derrumbase en el caos o los Ngumi serían aplastados con tanta fuerza en todas partes que dejarían de ser un problema militar más o menos unificado para convertirse en un conjunto de problemas de orden público locales.
Las raíces de todo aquello se remontaban al siglo XX e incluso a épocas anteriores. Muchos de los Ngumi situaban sus orígenes políticos en la época en que los hombres blancos habían llegado en barcos de vela y traído pólvora a sus tierras. La Alianza calificaba todo esto como retórica absurda; pero había cierta lógica en ello.
La situación se complicaba por el hecho de que, en algunos países, los rebeldes estaban fuertemente relacionados con el crimen organizado, como sucedió durante las Guerras de las Drogas que se libraron a principos de siglo. En otros, no había nada más que crimen, organizado o desorganizado, pero generalizado, de frontera a frontera. En algunos de aquellos lugares, las fuerzas de la Alianza eran el único vestigio de la ley… a menudo despreciada; cuando no había comercio legal, la población tenía que elegir entre un mercado negro bien surtido y los artículos de primera necesidad que le proporcionaba caritativamente la Alianza.
Costa Rica, donde vivía Julián, era un caso anómalo. El país se las había arreglado para permanecer apartado de la guerra y mantener la neutralidad que lo había salvado de los cataclismos del siglo XX. Pero su situación geográfica entre Panamá, la única base fuerte de la Alianza en Centroamérica, y Nicaragua, la nación Ngumi más poderosa del hemisferio, finalmente lo arrastró a la guerra. Al principio, la mayoría de los patriotas rebeldes hablaba con un sospechoso acento nicaragüense. Pero entonces apareció un líder carismático y hubo un asesinato (ambas cosas preparadas por los Ngumi, según sostenía la Alianza), y al cabo de poco los bosques y campos se llenaron de hombres jóvenes, y a veces de mujeres, dispuestos a arriesgar la vida para proteger su tierra contra los cínicos capitalistas y sus marionetas. Contra los enormes gigantes a prueba de balas que acechaban en la jungla silenciosos como gatos, y que podían arrasar una ciudad en cuestión de minutos.
Julián se consideraba a sí mismo un realista desde el punto de vista político. No se tragaba la fácil propaganda de su propio bando, pero el otro lado le parecía igual de condenable; sus líderes tendrían que haber firmado acuerdos con la Alianza en vez de incordiarla. Cuando lanzaron la atómica sobre Atlanta, clavaron el último clavo en su ataúd.
En caso de que lo hubieran hecho los Ngumi, claro. Ningún grupo rebelde reclamó la autoría de aquello y Nairobi dijo que estaban a punto de demostrar que la bomba había salido de los almacenes nucleares de la Alianza: habían sacrificado a cinco millones de americanos para abrirse camino hacia la guerra total, hacia la aniquilación absoluta.
Pero Julián se preguntaba por la naturaleza de sus pruebas: que estuvieran «a punto» de demostrarlo y no fuesen capaces de decir nada concreto… No descartaba la posibilidad de que hubiera gente en su propio bando que estuviera lo suficientemente loca para volar una de sus propias ciudades. Pero se preguntaba cuánto tiempo podía mantenerse en secreto una cosa así. Mucha gente tendría que estar implicada.
Naturalmente, eso tenía arreglo. Gente capaz de asesinar a cinco millones de desconocidos podía sacrificar a unas pocas docenas de amigos, a unos cuantos centenares de aliados conspiradores.
Y así las cosas seguían y seguían, y estuvieron en la mente de todos en los meses pasados desde Atlanta, Sao Paulo y Mandellaville. ¿Surgiría alguna prueba real? ¿Sería arrasada otra ciudad mañana, y luego otra, como desquite? Era una buena época para aquellos que tenían propiedades en el campo. La gente que podía mudarse encontraba la vida rural muy atractiva.
Los primeros días de mi regreso suelen ser agradables e intensos. El ambiente de vuelta al hogar llena de energía nuestra vida amorosa, y todo el tiempo que no paso con ella estoy profundamente concentrado en el proyecto Júpiter, poniéndome al día. Pero muchas cosas dependen del día en que vuelvo, porque el viernes es siempre una singularidad. El viernes es la noche del Saturday Night Special.
Ése es el nombre de un restaurante del barrio de Hidalgo, más caro que los que yo normalmente frecuento, y más pretencioso: el tema del lugar es la Época de las Bandas de California: brillantina, grafitos y suciedad, prudentemente distante de los manteles. Por lo que a mí respecta, esa gente no era distinta a los loqueras y rebanadores de hoy… si acaso, peor, ya que no tenían que preocuparse por la pena de muerte federal por usar armas. Los camareros acudían con chaquetas de cuero y camisetas meticulosamente manchadas de grasa, vaqueros negros y botas altas. Dicen que la lista de vinos es la mejor de Houston.
Soy el más joven del grupo del Saturday Night Special, como poco tengo diez años menos, y el único que no ejerce de intelectual a tiempo completo. Soy el «chico de Blaze»; no sé cuántos de ellos sabían o sospechaban que literalmente era su chico. Me había presentado como su amigo y colaborador, y todo el mundo pareció aceptarlo.
Mi principal valor para el grupo era la novedad de que fuera mecánico. Esto les resultaba doblemente interesante, porque un veterano miembro del grupo, Marty Larrin, era uno de los diseñadores del ciberenlace que hacía posible la conexión, y por tanto los soldaditos.
Marty se había encargado del diseño de la seguridad del sistema. Una vez instalado un conector, éste se aseguraba a nivel molecular y era literalmente imposible de modificar, incluso para los fabricantes originales; incluso para los investigadores como Marty. Los nanocircuitos interiores se disolverían en una fracción de segundo si se tocara alguna parte del complejo artilugio. Luego haría falta otra intervención quirúrgica, con una posibilidad entre diez de muerte o invalidez, para sacar el conector estropeado e instalar uno nuevo.
Marty tenía unos sesenta años; llevaba la mitad frontal de la cabeza rapada, al estilo de la pasada generación, y el resto de su cabello blanco largo, a excepción del círculo afeitado que bordeaba su conector. Era lo que se considera guapo; poseía los rasgos regulares de un líder, y estaba claro por la forma en que trataba a Amelia que compartían un pasado. Una vez le pregunté a ella cuándo había sido, la única pregunta de ese tipo que le he hecho jamás. Ella lo pensó un instante y dijo: «Supongo que tú estabas en la escuela primaria.»
El grupo del sábado por la noche varía de una semana a otra. Marty está casi siempre allí, así como su eterno antagonista, Franklin Asher, un matemático con plaza en el departamento de filosofía. Sus enfrentamientos verbales se remontan a la época en que los dos eran universitarios; Amelia lo conocía desde hacía casi tanto tiempo como a Marty.