—¿En Costa Rica? —dijo Candi.
—A veces pasa —repuso Karen. Había pasado una vez en tres años. Nadie sabía de dónde habían sacado los rebeldes la nucle. Les había costado dos ciudades: la que ocupaban los soldaditos cuando se volatilizaron, y la que nosotros nos cargamos en desquite.
—Sí, sí —dijo Candi, dos palabras que me bastaron para entender todo lo que no decía: que una nuclear en nuestra posición destruiría diez máquinas. Cuando Mel incendió la casa del árbol abrasó a dos niñas pequeñas, probablemente demasiado jóvenes para saber qué estaban haciendo.
Cuando estábamos conectados, siempre había una subcorriente en la mente de Candi. Era una buena mecánica, pero uno se preguntaba por qué no le habían dado otra misión. Era demasiado empatica, y seguro que se derrumbaría antes de que acabara el trimestre.
Pero tal vez estaba en el pelotón para actuar como nuestra conciencia colectiva. Nadie de nuestra categoría sabía por qué elegían a la gente para ser mecánico; sólo teníamos una vaga idea de por qué te asignaban a tu pelotón. Al parecer, de Candi a Mel, cubríamos un amplio espectro de agresividad. Pero entre nosotros no había nadie parecido a Scoville; ninguno obtenía ese oscuro placer al matar. En el pelotón de Scoville siempre había también más acción que en el mío, y no por casualidad. Los cazadores-matadores estaban mucho más hechos a la masacre. Así que cuando el Gran Ordenador del Cielo decide quién se encarga de una misión, el pelotón de Scoville se ocupa de matar y el nuestro de efectuar un reconocimiento.
Mel y Claude, especialmente, se cabreaban por eso. Una muerte confirmada era un punto automático hacia el ascenso (en paga si no en rango), mientras que no podías conseguir nada con las RPA, las revisiones periódicas de actuación. La gente de Scoville se encargaba de las muertes, así que tenían casi un veinticinco por ciento más de paga que los míos. ¿Pero en qué podías gastártela? ¿Ahorrabas para comprar la salida del Ejército?
—Así que vamos a encargarnos de los camiones —dijo Mel—. Coches y camiones.
—Ésa es la noticia —dije yo—. Tal vez un tanque si eres capaz de mantener la boca cerrada.
Los satélites habían detectado algunas huellas en IR que probablemente significaban que los rebeldes recibían suministros de pequeños camiones furtivos, probablemente robóticos o remotos. Uno de esos brotes de tecnología que impiden que la guerra sea la masacre total de uno de los bandos.
Supongo que si la guerra durara lo suficiente, el enemigo acabaría teniendo también soldaditos.
Entonces podríamos tener lo definitivo en algo: máquinas de diez millones de dólares reduciéndose unas a otras a chatarra mientras sus operadores permanecían sentados a cientos de kilómetros de distancia, concentrándose en cavernas con aire acondicionado.
Han escrito sobre eso: la guerra basada en el desgaste económico, no en la pérdida de vidas. Pero siempre ha sido más fácil crear nuevas vidas que nueva riqueza. Y las batallas económicas tienen salida, unas veces política y otras no, entre aliados o no.
Bueno, ¿qué sabe un físico de todo eso? Mi ciencia tiene leyes y reglas que parecen corresponderse con la realidad. La economía describe la realidad después del hecho, pero no es demasiado buena prediciendo. Nadie predijo las nanofraguas.
El altavoz nos dijo que ensilláramos. Nueve días de acechar camiones.
Los diez componentes del pelotón de Julián Class tenían la misma arma básica: el soldadito, o Unidad Remota de Infantería de Combate, una enorme armadura con un fantasma dentro. A pesar del peso de su blindaje, más de la mitad de la masa del URIC era munición. Podía disparar ráfagas precisas que alcanzaban el horizonte, sesenta gramos de uranio disipado, o lanzar de cerca un chorro de dardos supersónicos. Tenía cohetes con ojos de gran capacidad explosiva e incendiaria, un lanzador de granadas automático y un láser de alta potencia. Las unidades especiales podían ser equipadas con armas químicas, biológicas o nucleares, pero éstas sólo se utilizaban en acciones de represalia.
(En doce años de guerra se habían utilizado menos de una docena de armas nucleares de pequeño calibre. Una grande había destruido Atlanta, y aunque los Ngumi negaron toda responsabilidad, la Alianza respondió dando un plazo de veinticuatro horas, y arrasando luego Mandellaville y Sao Paulo. Los Ngumi interpretaron que la Alianza había sacrificado cínicamente una ciudad no estratégica para tener una excusa y poder destruir dos ciudades importantes. Julián sospechaba que quizá tuvieran razón.)
Había también unidades navales y aéreas (llamadas, como era de esperar, aviadores y marineros), aunque la mayoría de los aviadores eran pilotados por mujeres.
Todos los miembros del pelotón de Julián llevaban el mismo blindaje y las mismas armas, pero la función de algunos era especial. Julián, al ser el líder del pelotón, se comunicaba directamente y (en teoría) de modo constante con la coordinadora de la compañía y, a través de ella, con el mando de brigada. Sobre el terreno, recibía información constante en forma de señales codificadas de los satélites y de la estación de mando en órbita geosincrónica. Todas las órdenes llegaban simultáneamente de dos fuentes, codificadas de maneras distintas y a intervalos de transmisión diferentes, para que resultara casi imposible que el enemigo les colara una orden falsa.
Ralph tenía una conexión «horizontal» similar a la «vertical» de Julián. Como enlace del pelotón, estaba en contacto con su mismo número de cada uno de los otros nueve pelotones que formaban la compañía Bravo. Estaban «ligeramente enchufados»; la comunicación no era tan íntima como la que mantenía con los otros miembros del pelotón, pero era más que un simple enlace radial. Podía aconsejar a Julián respecto a las acciones e incluso sentimientos y moral de los otros pelotones, de forma rápida y directa. Era raro que todos los pelotones se enzarzaran en una sola acción, pero cuando lo hacían la situación era caótica y confusa. Los enlaces de los pelotones eran entonces tan importantes como los enlaces verticales de mando.
Un pelotón de soldaditos podía hacer tanto daño como una brigada de infantería regular. Lo hacían de manera más rápida y dramática, como grandes robots invencibles moviéndose en silenciosa sincronía.
No utilizaban robots armados reales por varias razones. Una era que podían capturarlos y utilizarlos en tu contra; si el enemigo lograba capturar a un soldadito sólo tendría un pedazo de chatarra muy caro. Y ninguno había sido capturado intacto: se autodestruían de un modo impresionante.
Otro inconveniente de los robots era la autonomía; la máquina tiene que funcionar por su cuenta si se cortan las comunicaciones. La sola imagen de una máquina armada hasta los dientes capaz de tomar decisiones de combate en el acto no era algo con lo que ningún ejército quisiera enfrentarse. (Los soldaditos tenían una autonomía limitada. En caso de que sus mecánicos murieran o se desmayaran, dejaban de disparar y buscaban refugio mientras un nuevo mecánico hacía ejercicios de calentamiento y se conectaba.)
Los soldaditos eran, indiscutiblemente, armas psicológicas muchísimo más efectivas que los robots. Eran como todopoderosos caballeros, héroes; la prueba palpable de una tecnología que estaba fuera del alcance del enemigo.
El enemigo usaba robots armados, como los dos tanques que, según se vio, protegían el convoy de camiones que el pelotón de Julián tenía por misión destruir. Ninguno de los tanques causó el menor problema: ambos fueron destruidos en cuanto revelaron su posición al disparar. Veinticuatro camiones robot de municiones y suministros médicos fueron destruidos una vez comprobada su carga.
Cuando el último camión quedó reducido a brillantes esquirlas de metal, el pelotón todavía tenía por delante cuatro días de trabajo; fue transportado de regreso al campamento base de Portobello para hacer guardia. Eso era un tanto peligroso, ya que sobre el campamento base caían cohetes un par de veces al año, aunque la mayor parte del tiempo no pasaba gran cosa. Pero tampoco resultaba aburrido: los mecánicos protegían sus propias vidas, para variar.
A veces tardo un par de días en recuperar el ritmo y estar preparado para volver a ser civil. Había garitos de sobra en Portobello dispuestos a facilitarte la transición. Pero normalmente me descargo en Houston. Era fácil para los rebeldes cruzar la frontera y hacerse pasar por panameños, y si te identificaban como mecánico eras un blanco de primera. Naturalmente había muchos otros americanos y europeos en Portobello, pero es posible que los mecánicos destacaran: pálidos y nerviosos, los cuellos subidos o pelucas para ocultar los implantes cerebrales.
Perdimos a una del pelotón así el mes pasado. Arly se fue a la ciudad a comer y a ver una película. Unos tipos le quitaron la peluca y la metieron en un callejón; le dieron una paliza que la redujo a pulpa y la violaron. No murió, pero tampoco se recuperó. Habían hecho chocar su nuca contra una pared hasta que el cráneo se rompió y el implante se salió. Le metieron el implante en la vagina y la dejaron por muerta.
Así que al pelotón le falta un miembro este mes (el neo que envió personal no cabía en la jaula de Arly, cosa que no era de extrañar). Puede que el mes que viene nos falten dos: Samantha, que es la mejor amiga de Arly, y algo más, ha estado bastante ausente esta semana. Cavilosa, distraída, lenta. Si hubiéramos entrado realmente en combate se la podrían haber cargado. Las dos eran bastante buenos soldados —mejores que yo, en el sentido de que les gustaba el trabajo—, pero la guardia le deja demasiado tiempo para meditar, y la misión de los camiones de antes ha sido un ejercicio tonto que un aviador podría haber resuelto mientras regresaba de hacer alguna otra cosa.
Todos tratamos de dar apoyo a Samantha mientras nos conectaban, pero fue embarazoso. Naturalmente, ella y Arly no podían ocultar la atracción física que sentían la una por la otra, pero las dos eran lo bastante convencionales como para sentirse cortadas al respecto (tenían novio fuera del pelotón), así que habían fomentado las bromas para mantener a un nivel manejable la compleja relación. Ahora no había nada de eso, claro.
Desde hace tres semanas visita a Arly cada día en el centro de recuperación donde los huesos de su cara vuelven a crecer; pero eso es una constante frustración, ya que la naturaleza de sus heridas significa que no puede conectarse, que no podrá estar cerca. Nunca. La naturaleza de Samantha la empuja a buscar venganza, pero eso resulta imposible ahora. Los cinco rebeldes fueron detenidos inmediatamente, pasados por el sistema legal y ahorcados una semana después en la plaza pública.
Yo lo había visto en el cubo. No los colgaron, sino que más bien los estrangularon lentamente. Esto en un país que antes de la guerra no había utilizado la pena capital desde hacía generaciones.
Tal vez después de la guerra volvamos a ser civilizados. Así ha sucedido siempre en el pasado.
Julián solía ir directo a casa, a Houston, pero no cuando sus diez días acababan en viernes. Era el día de la semana en que tenía que ser más sociable, y necesitaba al menos un día de preparación para eso. Cada día que pasabas conectado te sentías más cerca de los otros nueve mecánicos. Había una terrible sensación de separación cuando te desenchufabas, y salir con los otros no ayudaba. Lo que necesitabas era un día de aislamiento, en el bosque o en medio de una multitud.
Julián no era de los que salen, y normalmente se enterraba en la biblioteca de la universidad durante un día. Pero no si era viernes.
Podía volar gratis a cualquier parte, así que por impulso se dirigió a Cambridge, Massachusetts, donde había hecho su trabajo de pregraduado. Fue una mala decisión: nieve sucia por todas partes y granizo fino que caía en un picoteo constante; pero insistió con cabezonería en su pretensión de visitar todos los bares que pudiera recordar. Estaban llenos de gente inexplicablemente joven e insensible.
Harvard seguía siendo Harvard; la cúpula todavía tenía goteras. La gente procuraba no mirar a un negro de uniforme.
Caminó más de un kilómetro bajo el aguanieve hasta su pub favorito, el viejo Arado y Estrellas, pero estaba cerrado, con un cartel que decía ¡BAHAMAS! pegado en la cara interior de la ventana. Así que volvió a la plaza con los pies helados, prometiéndose a un tiempo emborracharse y no perder los nervios.
Había un bar bautizado en honor de John Harvard donde servían nueve tipos de cerveza. Tomó una pinta de cada y comprobó metódicamente su efecto. Se metió luego en un taxi que lo dejó en el aeropuerto. Después de seis horas de sueño intermitente, arrastró la resaca el domingo por la mañana, de regreso a Houston, siguiendo la salida del sol por todo el país.
De vuelta en su apartamento preparó café y atacó el correo y los mensajes acumulados. La mayoría era basura. Una carta interesante de su padre, que pasaba las vacaciones en Montana con su nueva esposa (que no era precisamente la persona favorita de Julián). Su madre había llamado dos veces por problemas de dinero, pero luego había vuelto a llamar para decir que no importaba. Sus dos hermanos le habían llamado para comentar lo del ahorcamiento; seguían la «carrera» de Julián lo bastante de cerca como para darse cuenta de que la mujer atacada pertenecía a su pelotón.
Su carrera real había generado la habitual montaña rosa de irrelevantes memorándums interdepartamentales. Tendría que echarles por lo menos un vistazo. Estudió el orden del día de la reunión mensual de la facultad, por si acaso se había discutido algo importante. Siempre se la perdía, ya que estaba de servicio del diez al diecinueve de cada mes. Eso no iba a perjudicar su carrera a no ser por los posibles celos de los otros miembros de la facultad.
Había además un sobre entregado en mano: un pequeño cuadrado entre los memorándums dirigido a «J». Tiró de una esquina y lo sacó provocando una avalancha de papeles rosa; abrió la solapa sobre la que habían estampado una llama roja. Era de Blaze, a quien Julián podía llamar por su nombre real: Amelia. Era su colaboradora, ex consejera, confidente y compañera sexual. Mentalmente no decía «amante», todavía; le resultaba embarazoso, puesto que Amelia era quince años mayor que él. Más joven que la nueva esposa de su padre.
La nota comentaba algo sobre el proyecto Júpiter, el experimento de física de partículas en el que los dos estaban metidos, e incluía un poco de chismorreo sobre su jefe, lo que no era suficiente para explicar que el sobre viniera cerrado. «En cuanto vuelvas —escribió ella—, ven a verme. Despiértame o sácame del laboratorio. Necesito a mi niño pequeño desesperadamente. ¿Quieres que vaya y lo descubras por la tremenda?»