Pathfinder (8 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—Pero ¿qué se deduce del hecho de que los diecinueve ordenadores hayan realizado predicciones tan distintas?

—Que la realidad es aún más difusa que los algoritmos lógicos de su
software
, cosa que es de celebrar.

—Yupi —dijo Ram.

—¿Cómo?

—Lo estoy celebrando.

—¿Eso ha sido una ironía o un fallo de tus funciones mentales? —preguntó el prescindible.

—¿Eso es una pregunta retórica, una broma, o un indicio de que estás empezando a perder la confianza en mí?

—No tengo confianza en ti, Ram —dijo el prescindible.

—Vaya, gracias.

—De nada.

Ram no supo que había tomado la decisión hasta que alargó la mano y apretó el botón de la opción «Sí» en la pantalla del ordenador. Entonces, estuvo seguro.

—¿Ya está? —preguntó el prescindible.

—Decisión irrevocable —dijo Ram—. Y acertada.

—¿Por qué dices eso?

—Porque, viva o muera, aprenderemos algo importante sobre los saltos en los pliegues. Miles de viajeros futuros nos seguirán. Mientras que, si no diéramos el salto, no tendríamos nuevas opciones.

—Un discurso precioso. Lo hemos enviado a la Tierra. Inspirará a millones de personas.

—Cierra el pico —dijo Ram.

El prescindible se echó a reír. Aquella risa era una de las razones por las que los prescindibles eran tan buenos como compañía. A pesar de que Ram sabía que estaba programado para reírse en aquel momento preciso y durante aquel tiempo exacto, e ir quedando en silencio poco a poco, tal como lo hizo, no podía evitar la sensación de calidez y aceptación que risas como aquéllas inspiraban a los primates del género
homo
.

Rigg buscaba rastros recientes mientras avanzaba a paso vivo por campos de labranza y bosques. Nadie podía ocultarse de él. Si alguien había pasado por allí durante los dos últimos días, el rastro sería de color intenso y si lo había hecho durante la última hora, más o menos, sería brillante. Así que si alguien le había tendido una emboscada, vería la ruta por la que había llegado al lugar y podría evitarlo.

El trayecto desde el Escarpalto a la antigua capital imperial de Aressa Sessamo estaba repleto de rastros, centenares de miles, pero la mayoría tenían muchos años y estaban ya borrosos, vestigios de los tiempos en que había una gran ciudad sobre el Escarpalto y Vado Otoño era una metrópolis a sus pies. Mientras que ahora, los rastros se contaban por centenares al año, en lugar de por miles.

Rigg sentía una profunda pena por la muerte de Padre, así como por la del niño en las cataratas aquella mañana y la del desconocido del pasado. No era capaz de apartar la mente de ninguno de ellos. Sus pensamientos, sumidos en una especie de frenesí, saltaban de uno a otro. «¡Padre!» Pero el horror de ver la mano del niño, sabiendo que iba a resbalarse… y el hombre que, aferrado a él, lo arrastraba hacia la cascada…

«Padre no me dejó verlo así, agonizando con un árbol encima, para que no tuviera que vivir con ese recuerdo. Y ahora he visto algo casi igual de espantoso que me perseguirá en sueños.»

Estaba doblando un recodo cuando lo vio: un rastro muy reciente que cruzaba el camino, ascendía por un terraplén y luego se ocultaba entre la densa maleza.

Ni siquiera aminoró la marcha, pero sí que se fue desviando hacia el otro lado del camino. Y al acercarse pudo reconocer el rastro. Era el mismo que había seguido por el camino del acantilado y que había vuelto a ver detrás del niño que miraba a Nox en el umbral de su puerta.

—¡Umbo! —exclamó—. Si vienes a matarme, sal e inténtalo. Pero no me esperes ahí escondido. Ése es un comportamiento de cobardes, de asesinos. No quería dejar morir a tu hermano. De verdad que quería salvarlo.

Umbo apareció entre los matorrales.

—No he venido a matarte —dijo.

—Parece que estás solo —dijo Rigg—, así que te creo.

—Mi padre me ha echado —dijo Umbo.

—¿Por qué?

—Tenía que impedir que Kyokay se metiera en líos. —Sus palabras contenían una tristeza y una vergüenza infinitas.

—Kyokay ya era demasiado mayor para que lo controlaras —dijo Rigg—. Tu padre debería saberlo. ¿Por qué no lo vigiló él?

—Si le dijera eso a mi padre… —Umbo se estremeció.

—Sal de los arbustos —dijo Rigg—. No tengo tiempo de quedarme a hablar. He de llegar lo más lejos posible antes de que anochezca. —No se molestó en explicar que era tan capaz de encontrar su camino de día como de noche.

Umbo bajó del terraplén medio resbalando, medio caminando. Se acercó por el camino al trote y se detuvo justo delante de Rigg. Eran más o menos de la misma estatura, aunque posiblemente eso cambiara en el futuro. El padre de Rigg había sido muy alto, mientras que el progenitor de Umbo no era precisamente un gigante.

—Quiero ir contigo, si me dejas —dijo Umbo.

Umbo había intentado que lo mataran con sus acusaciones en casa de Nox. ¿Y ahora quería acompañarlo en su viaje?

—No creo que sea una buena idea.

—Tú sabes cómo sobrevivir y viajar solo —dijo Umbo—. Yo no.

—No viajarás tan lejos como yo —dijo Rigg.

—Sí lo haré —dijo Umbo—. Porque no tengo otro sitio adonde ir.

—Tu padre cambiará de idea en un día o dos. Sólo tienes que quedarte cerca del pueblo hasta que venga a buscarte para disculparse. —Recordaba la vez en que Tegay el zapatero, borracho como una cuba, había prometido que mataría a Umbo cuando volviera a verlo. Tanto Umbo como Rigg lo habían creído, pues por entonces tenían cinco años, así que huyeron al bosque que había a la orilla oeste del río. No habían pasado ni seis horas cuando Tegay salió de su casa para pedir a su hijo, primero a gritos y luego entre lágrimas, que volviera con él.

—Esta vez no —dijo Umbo, que sin duda estaba pensando en el mismo hecho—. Tú no lo has oído. No has visto su cara cuando me ha echado. «Estás muerto», dijo. Su hijo Umbo había muerto en las cataratas, junto al hermano al que debía proteger. «Porque mi hijo habría hecho cuanto estuviera en su mano para salvar a su hermano, en lugar de quedarse mirando mientras otro muchacho lo hacía por él, para luego acusarlo por asesinato.»

—¿Lo que quieres decir es que, de algún modo, es culpa mía que tu padre te haya echado de casa?

—Aunque cambie de idea —dijo Umbo—, no puedo quedarme aquí. Me he pasado toda la vida preocupándome por Kyokay, vigilándolo, protegiéndolo, escondiéndolo, sosteniéndolo y cuidándolo. Yo era más padre para él que nuestro padre. Y más madre que nuestra madre, también. Pero ya no está. Ni siquiera sé para qué estoy vivo, si ya no tengo que seguir cuidándolo. Su constante parloteo… Nunca pensé que lo echaría de menos. —Y se echó a llorar. Lloró como un hombre, con un temblor de los hombros y sollozos que eran como aullidos, con las mejillas rebosantes de lágrimas y sin hacer el menor esfuerzo por ocultarlas—. Por el Santo Vagabundo —dijo al fin—, me portaré como un buen amigo contigo, Rigg, aunque hoy haya hecho lo contrario. Estaré a tu lado siempre, en todo.

Rigg no sabía qué hacer. Había visto a padres y a madres reconfortando a sus hijos cuando lloraban, pero eran niños pequeños, que sollozaban con lágrimas de bebé y se frotaban los ojillos entre hipidos. Unas lágrimas de hombre requerían un consuelo de hombre y mientras Rigg trataba de recordar alguna experiencia que pudiera enseñarle lo que debía hacer, Umbo se recuperó solo.

—Perdóname por haber perdido el control —dijo Umbo—. Me ha pillado por sorpresa. Gracias por no tratar de consolarme.

«Qué alivio —pensó Rigg. No hacer nada era justamente lo que debía hacer.»

—Deja que vaya contigo —dijo Umbo—. Eres el único amigo que tengo.

Y entonces Rigg se dio cuenta de que, ahora que Padre y Nox se habían quedado atrás, él tampoco tenía más amigo que Umbo. Si es que realmente era su amigo.

—Yo viajo solo —dijo.

—Eso es una bobada —dijo Umbo—. Nunca has viajado solo, siempre lo hacías con tu padre.

—Pues ahora lo hago.

—¿No quieres un compañero?

Entonces, tal como Padre le había enseñado a hacer, Rigg dejó a un lado sus sentimientos. Sí, estaba herido y furioso y triste, y lleno de rencor y amargura por la ironía de que Umbo viniera ahora a pedirle ayuda después de conseguir que casi lo mataran. Pero eso no tenía ninguna importancia a la hora de decidir qué era lo más sensato.

¿Sería Umbo de fiar? Lo había sido en el pasado y parecía realmente arrepentido de haberlo acusado en falso.

«Podrá aguantar el camino? Aunque tampoco hace falta que lo haga. Tengo dinero suficiente para alojarnos en posadas si el tiempo empeora.

»¿Me servirá de algo? Dos muchachos correrían menos peligro en los caminos que uno solo. Y si algún día necesito montar guardia por la noche, siempre será mejor dividir la tarea.»

—¿Sabes cocinar? —preguntó Rigg—. Puedo cazar algún animal para comer, pero… la carne hay que prepararla.

—Tendrás que hacerlo tú —respondió Umbo—. Yo nunca he cocinado.

Rigg asintió.

—¿Y qué sabes hacer?

—Ponerte una suela nueva en los zapatos cuando se te agujereen o cuando se te deshilachen las costuras. Si me das algo de cuero y una aguja gruesa.

Incapaz de contenerse Rigg, se echó a reír.

—¿Quién se lleva a un zapatero de viaje?

—Tú —dijo Umbo—. Por los viejos tiempos, cuando no dejaba que los demás niños te tiraran piedras por ser un salvaje de los bosques.

Era cierto que Umbo lo había ayudado cuando eran mucho más pequeños y que los otros niños del pueblo veían a Rigg como a un extraño.

—No te prometo nada —dijo Rigg—, pero puedes comenzar el viaje conmigo y al final de cada jornada iremos viendo lo bien o mal que marcha la cosa.

—Vale —dijo Umbo—. Sí.

Rigg se adentró con paso decidido en el gran torrente de antiguos rastros que recorría el camino como un río cuya corriente se desplazara en ambos sentidos. Pensó en lo que había visto en lo alto de las cataratas Stashi, en cómo se había ralentizado el tiempo y los rastros se habían transformado en gente. Ahora comprendía que cada uno de ellos contenía la imagen de una persona de verdad en movimiento, una imagen que podía hacerse real. Y estaba zambulléndose en aquella corriente humana que circulaba en los dos sentidos del camino, arrastrado hacia delante por la mitad de la corriente y al mismo tiempo empujado por la otra mitad.

—¿Tienes prisa? —le preguntó Umbo una vez que logró llegar a su altura y comenzó a caminar a su lado—. ¿O es que has cambiado de idea y quieres dejarme atrás?

Rigg aminoró el paso. Sólo había echado a andar como hacía siempre con Padre, pero pocos adultos y ningún niño de la talla de Umbo podían seguir aquel ritmo sin agotarse. Umbo era un muchacho fuerte y sano, y no mucho más menudo que Rigg, pero era el hijo de un zapatero. Sus piernas nunca habían tratado de cubrir grandes distancias a largas zancadas, hora tras hora, día tras día.

Rigg estuvo a punto de darle la misma respuesta despiadada que Padre siempre le había ofrecido a él: «Sígueme el paso si puedes y no lo hagas si no puedes.» Pero ¿por qué iba a hablar como Padre? Siempre había detestado su completa falta de comprensión hacia su edad y su estatura.

Así que, en lugar de responder con una frase cortante y fría, se limitó a reducir la marcha y seguir caminando a lo que a Umbo le parecería buen paso.

No dijeron gran cosa en las dos horas que transcurrieron antes de que el crepúsculo lo empezara a oscurecer todo. El silencio se le hacía raro, y cuando Rigg se dio cuenta de que, en el pasado, Kyokay siempre estaba con ellos con su parloteo inagotable, se le antojó más raro aún.

Pero al fin, la oscuridad se hizo tan espesa que, aunque Rigg aún podía orientarse entre los rastros, Umbo no pudo seguir adelante.

—Ha oscurecido —dijo Rigg—. Vamos a dormir un poco.

—¿Dónde? —preguntó Umbo—. Yo no puedo dormir al tiempo que camino y no veo una posada ni un mal granero.

—Sí que puedes dormir mientras caminas —dijo Rigg al tiempo que pensaba en las noches que había pasado persiguiendo animales a la fuga—. O al menos hacer algo parecido a dormir y algo parecido a caminar. Sólo que aún no estás lo bastante cansado como para quedarte dormido de pie.

—¿A ti te ha pasado?

—Sí —dijo Rigg—. Pero no es muy conveniente, porque, como no ves, te caes con frecuencia.

—Pues a mí ha estado a punto de pasarme tres veces en los últimos cinco minutos.

—Bueno, vamos a alejarnos unos metros del camino. Lo bastante para que no pueda vernos nadie que pase.

Umbo asintió y luego añadió:

—Buen plan. Salvo la parte de dejar el camino y caminar entre las zarzas en la oscuridad.

—Estamos llegando a una vereda —dijo Rigg. Sabía que estaba allí porque podía ver que los rastros de varios viajeros recientes se desviaban desde el camino principal. Fueran a donde fuesen, todos ellos volvían por el mismo camino y regresaban a la vía principal. No podía decirle a Umbo cómo lo sabía sin contarle lo de su don, así que no le explicó nada. Umbo debió pensar que Rigg conocía la zona, porque no le preguntó cómo sabía que estaban llegando a una vereda.

Tras adentrarse una docena de pasos en el bosque, se encontraron con un templo pequeño. Tenía paredes de piedra y un techado de maderos, cubierto por una capa de hierba para mantenerlo fresco.

Ninguno de los rastros que llegaban hasta allí tenía más de doscientos años. Se trataba de una capilla reciente.

—El Santo Vagabundo —dijo Umbo.

—¿El qué? —preguntó Rigg.

—Antes jugábamos a eso. Tú eras el Santo Vagabundo, o yo, o Kyokay, y los demás tenían que tirarnos por el acantilado, a las cataratas. Ya sabes.

Pero Rigg no sabía de qué estaba hablando Umbo. Y de cualquier modo, era un juego horrible: ¡jugar a tirar a alguien por un acantilado! Si eso era a lo que jugaban Umbo y Kyokay, no era de extrañar que Kyokay pensara que no tenía nada de raro corretear por el borde de las cataratas.

Umbo se quedó mirando la cara de Rigg.

—¿Es que estás mal de la cabeza? —preguntó—. Es el santo local.

—¿Qué es un santo? —preguntó Rigg—. Antes has jurado por uno. ¿Era el mismo? ¿El vagabundo?

—Un hombre sagrado —dijo Umbo con tono impaciente—. Un hombre favorecido por los dioses. O al menos alguien a quien un demonio le ha mostrado misericordia.

Rigg había oído hablar de los dioses y los demonios, pero esas ideas superaban la paciencia de Padre. «Hay algunos dioses y demonios cuyas leyendas se basan en cosas reales que les sucedieron a personas reales —le había explicado—. Y otros son totalmente inventados, para asustar a los niños y conseguir que obedezcan, o para que la gente se sienta mejor cuando les sucede alguna calamidad.»

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