Pathfinder (5 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—¡Quieto! —gritó.

Pero el chico que le había arrojado la piedra no podía oírlo. Sólo su grito anterior había sido tan fuerte como para oírse por encima del rugido de las aguas.

En ese momento, Rigg lo reconoció. Era Umbo, el hijo del zapatero remendón, su mejor amigo cuando eran mucho más pequeños y Padre pasaba más tiempo en Vado Otoño.

Entonces comprendió por qué conocía al niño que había caído. Era el hermano menor de Umbo, Kyokay, un pequeño salvaje que siempre estaba metiéndose en líos y haciendo el loco. Cuando Rigg y Umbo se conocieron, tenía el brazo roto por varios sitios por culpa de una caída, pero eso no le impedía subirse a árboles descomunales y saltar desde ellos, así que Umbo tenía que estar constantemente parándole los pies, rescatándolo o regañándolo a gritos.

«Si hubiera podido salvar a Kyokay, habría sido un regalo para mi amigo Umbo. Una más de las muchas veces que le ayudé a salvarle cuando era más pequeño.

»Así que, ¿por qué intenta matarme tirándome piedras? No creerá que yo he hecho caer a Kyokay, ¿verdad? ¡Estaba tratando de salvarlo, idiota! Si estabas en la orilla, ¿por qué le has dejado subirse a las rocas? Me da igual lo que hayas visto, ¿por qué no intentas averiguar lo que ha sucedido en realidad antes de emitir una sentencia de muerte contra mí?»

—La gente nunca es justa, ni siquiera cuando quiere serlo —le había dicho Padre más de una vez—. Además de que son pocos los que lo intentan.

Rigg logró llegar a la roca en la que estaba cuando vio a Kyokay por primera vez. «Si me hubiera quedado aquí —pensó—, y hubiera dejado que el chaval lo intentara solo y, claro, fracasara, Kyokay no estaría menos muerto ahora de lo que está y yo estaría mucho más lejos, así que nadie podría culparme de su muerte.

»Y aún tendría las pieles, así que podría emprender el viaje adondequiera que estén mi madre y mi hermana con dinero en el bolsillo.»

Umbo seguía tirándole piedras, pero pocas de ellas llegaban a acercársele siquiera; ahora Rigg podía esquivarlas con facilidad. Umbo estaba llorando de rabia, pero Rigg no podía oír sus palabras y tampoco creía que el otro pudiera oírlo si trataba de responder. No se le ocurría ningún gesto capaz de expresar «No he sido yo, estaba intentando salvarlo». A una persona enfurecida y consumida por la tristeza, como estaba Umbo en aquel momento, un encogimiento de hombros le parecería un gesto de indiferencia, no de impotencia. Y una reverencia, una demostración de sarcasmo. No de respeto por el muerto.

Así que lo único que podía hacer Rigg era quedarse allí, esperando a que Umbo se cansara. Cosa que al final hizo, y regresó corriendo al bosque desde la orilla.

«O vuelve al pueblo por el camino del acantilado, para decirles a todos lo que cree que ha sucedido aquí, o se esconde para esperar a que me acerque.»

Rigg prefería que Umbo estuviera esperando para tenderle una emboscada. No tenía miedo de pelear con él. La vida en el bosque lo había hecho fuerte y ágil, y, además, Padre le había enseñado algunas técnicas de pelea que el hijo de un zapatero remendón nunca podría contrarrestar. Aunque si se trataba de atravesar cuero grueso con finas agujas, Umbo sin duda se llevaría el gato al agua. Rigg sólo quería acercarse lo bastante para explicarle lo que había sucedido, aunque tuviera que hacerlo mientras peleaban.

Al llegar al otro lado, Umbo había desaparecido. Pudo ver que su rastro, brillante y fresco en el aire, descendía por la parte difícil del camino del acantilado.

Tendría que tomar un camino distinto, por si Umbo le había tendido alguna trampa, pero no existía ninguna otra forma de bajar por el acantilado, salvo, claro está, la opción siempre presente de la caída. Aquello, la presencia de aquel camino por el acantilado, explicaba en buena parte la existencia de Vado Otoño como pueblo. Al llegar abajo se convertía en un camino de verdad, un camino antiguo, cubierto de grandes losetas, que recorría las empinadas cuestas de la base del Escarpalto.

Pero luego el camino en zigzag se hacía más angosto y se transformaba en una vereda de largos escalones, donde las losetas desaparecían, reemplazadas por piedra tallada y desgastada, con reparaciones improvisadas o bifurcaciones allí donde alguna antigua calamidad había destruido el recorrido original. Aun así, todavía era posible llevar una carga con las dos manos por aquella vereda y un muchacho como Umbo, impulsado por la pena y la rabia, podía tardar muy poco en bajar a saltos hasta el fondo.

Si Rigg hubiera tenido aún el enorme fardo de pieles, aquello habría sido un problema. Umbo tendría tiempo de sobra de ir al pueblo y volver, sin duda acompañado por hombres que darían crédito a su relato y que tal vez, en su rabia, no escucharían la versión del propio Rigg sobre lo sucedido.

Pero tal como estaban las cosas, si se daba prisa, Rigg podía llegar a la base del camino y alejarse antes de que Umbo tuviera tiempo de regresar. Y a menos que en el pueblo hubiera otro con una habilidad como la suya, sería imposible que lo encontraran. No es fácil encontrar el rastro de un rastreador, decía siempre Padre, porque sabe qué señales no debe dejar un fugitivo.

«¡Padre! —Rigg sintió otro acceso de tristeza, tan intenso como el primero, y se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Cómo voy a vivir sin ti? ¿Por qué no pudiste oír el crujido de la madera y apartarte antes de que cayera el árbol? Tú, que siempre eras tan rápido, tan sagaz… Cuesta creer que hayas podido ser tan descuidado.

»Todavía te necesito. ¿Quién me va a explicar por qué el tiempo se ha ralentizado antes y por qué ha hecho aparecer a toda esa gente del pasado, incluido el hombre que me ha bloqueado el paso para que no pudiera salvar al niño?»

Con los ojos llenos de lágrimas no es fácil encontrar un camino. Así que Rigg contuvo su tristeza, se los secó y continuó por el bosque buscando el modo de llegar a la casa de huéspedes de Nox.

3

EL MURO DE NOX

¿Qué entrenamiento podían haber dado a Ram Odín para ayudarle a tomar la decisión cuando los siete años de tedio hubieran pasado?

El ordenador central de a bordo conocía perfectamente el procedimiento completo para el pliegue. Era un proceso demasiado complicado para un simple piloto. El trabajo de Ram consistía en leer y oír los informes de los ordenadores y luego decidir si seguían adelante.

Pero no era una decisión fácil ni intrascendente. Cuando la nave iniciara los procesos de torsión para acelerar hacia el pliegue, se generaría una ingente cantidad de datos. Los ordenadores iniciarían análisis reduplicados y cálculos sobre lo que estaba ocurriendo, así como predicciones de lo que podía ocurrir y lo que ocurriría durante el momento del pliegue.

Ram podía anular la operación en cualquier momento, basándose en la información suministrada por los ordenadores. Éstos generarían probabilidades, pero Ram era muy consciente de que serían meras ficciones. Era posible que el desenlace no coincidiera con ninguna de esas predicciones.

Y por muchas veces que los ordenadores repitieran cualquiera de esas posibilidades, eso no la convertía en el desenlace más probable. Podía significar simplemente que todos los ordenadores y sus programas compartían las mismas asunciones falsas o los mismos defectos de fabricación.

Ram era un experto piloto y un astrónomo y matemático de gran nivel, que además había ejercitado sobradamente sus dotes creativas. Todo cuanto podía conseguirse con un ser humano mediante el entrenamiento y la formación se había conseguido con él. Pero aun así, todo se reducía a esto: ¿Quién era Ram Odín? ¿Apostaría su vida y las vidas de todos los colonos en un salto de resultados desconocidos al interior de un pliegue en el espacio-tiempo?

¿O decidiría, llegado el momento, que era mejor usar la tecnología conocida, generar los campos de absorción que les permitirían recoger el hidrógeno interestelar y atravesar noventa años luz de espacio-tiempo por métodos ordinarios?

Ram sabía, o creía saber, cuál sería su decisión. Lo había dicho muchas veces durante los procesos de selección y prueba de los pilotos potenciales para la misión: «Salvo que la información de los ordenadores indique que el salto parece una temeridad, procederé.» Incluso un fracaso sería enormemente valioso. «Podrán ver lo que le sucede a la nave cuando recuperen las imágenes en los monitores que nos estarán siguiendo.»

Pero en aquel momento, al ver los informes y hablar con el prescindible que se sentaba a su lado en el puesto del copiloto, Ram se dio cuenta de que nunca existe algo llamado «información suficiente» y de que es imposible anular el temor. Bueno, sus propios miedos los tenía dominados. Lo que no podía superar era el miedo delegado en él por todas las personas que dormían en sus cabinas. El miedo a que entraran en el pliegue pero no pudieran salir nunca, o salieran en un lugar desconocido, demasiado lejos de un planeta susceptible de ser colonizado.

«¿Cómo me convertí en la persona que tenía que tomar esta decisión por todos?»

En un país civilizado, hasta el bosque más agreste está sembrado de rastros. Niños que juegan, parejas que se encuentran, vagabundos que buscan un sitio para dormir sin que nadie los moleste… Por no hablar de las incontables necesidades prácticas que obligan a visitar el bosque. Setas, caracoles, nueces, bayas… Todas estas cosas atraen a la gente.

Mientras corría a paso constante, agotado por el esfuerzo, Rigg podía ver los rastros más recientes. Sabía qué zonas estarían desiertas y éstas fueron las que escogió. En varias ocasiones tuvo que abandonar los parajes agrestes y atravesar campos de labranza o de frutales, pero los rastros siempre le permitían saber qué casas estaban vacías y qué caminos era seguro atravesar.

Finalmente, se aproximó a la parte trasera de la casa de huéspedes de Nox. Tenía una huerta de buen tamaño con hileras de judías trepadoras, donde se agazapó para vigilar la casa.

Ya se había congregado una multitud delante del edificio. No era una turba, aún no, pero Rigg oyó los gritos que demandaban a Nox que les dejara entrar a buscar a ese «niño asesino». Como Rigg había dado un rodeo, la versión de Umbo sobre lo sucedido había tenido tiempo de sobra de propagarse por el pueblo. Y todo el mundo sabía que allí era donde se alojaban siempre Padre y Rigg.

Como es natural, Nox los dejó pasar. Rigg no estaba dentro, así que ¿qué razón tenía para negarles la entrada y arriesgarse a que redujeran el lugar a cenizas?

Rigg no pudo ver a los hombres que registraron la casa pero sin saber cómo, de una forma que se fundía con su visión, sin pertenecer a ella, podía seguir sus rastros por el interior. Lo único que podía sentir era la velocidad a la que aparecían los nuevos rastros y sus posiciones relativas entre sí y con respecto al muro exterior de la casa.

Pero le bastaba con esto para saber que su búsqueda era frenética. Subieron corriendo la escalera y recorrieron cada habitación. Se inclinaban, se agachaban y se estiraban hacia arriba. Por lo que podía ver, estaban revolviendo las camas y vaciando los baúles.

Pero no encontraron nada, claro, porque su presa estaba fuera, en la huerta.

Y si ampliaban su búsqueda y lo encontraban allí, darían por sentado que Nox conocía su escondite. Cosa que podía ser muy mala para ella.

Así que, mientras los rastros volvían a converger en el porche delantero, Rigg echó a correr hacia la puerta trasera y se introdujo subrepticiamente en la despensa. No se atrevió a subir a ninguna de las habitaciones, porque los huéspedes se encontraban allí.

Desde la despensa pudo sentir los movimientos de la multitud. Dos hombres montaron guardia en la parte delantera y dos en la trasera. Y varios más, en efecto, lo buscaron en la huerta.

«No tendría que haber venido —pensó Rigg—. Debería volver a los bosques y pasarme un año escondido allí antes de volver. Puede que para entonces me haya crecido la barba, o algo que se le parezca. Puede que sea más alto. Puede que nunca vuelva… y nunca averigüe quién es mi madre ni encuentre a mi hermana…»

¿Por qué no se lo podía haber dicho Padre, en lugar de obligarle a acudir allí? Pero era prerrogativa del moribundo decidir sus últimas palabras y el momento de quedar en silencio.

Rigg trató de imaginar cuál sería la reacción de Nox cuando entrara en la despensa. Si estaba allí de pie, mirándola, lo más probable era que gritara. Eso llamaría la atención, como mínimo de los huéspedes y puede que también la de los hombres apostados en el exterior. Tenía que estar seguro de que guardaba silencio, lo que quería decir que no debía asustarla ni amenazarla.

Así que se agazapó en un rincón y ocultó el rostro entre las manos. Nox no se encontraría con sus ojos ni con un visitante inesperado al abrir la puerta. Era lo mejor que podía hacer.

Nox tardó dos horas en calmar a los huéspedes, que estaban, como es lógico, aterrorizados o enfadados por el registro. Dos de ellos recogieron el equipaje y se marcharon. El resto se quedó y al fin llegó el momento —más tarde de lo habitual— de que Nox comenzara a preparar la comida.

—Es demasiado tarde para una sopa y no hay tiempo de cocinar nada complicado —estaba refunfuñando Nox al abrir la puerta de la despensa.

Rigg no estaba mirando, así que no pudo tener la completa certeza de que ella lo había visto mientras abría las latas de la harina y el azúcar para preparar un pan dulce. Tuvo que verlo, pero no dio señales de haberlo hecho. Sólo cuando levantó levemente la cabeza, lo suficiente para verla, susurró ella:

—Quédate ahí hasta después de la comida —aunque Rigg sabía bien que aquel tentempié tardío apenas merecería tan noble título. Dicho esto, Nox salió de la despensa y cerró la puerta.

Mientras se servía el almuerzo regresaron los dos huéspedes que se habían marchado. No había más habitaciones en el pueblo y, a fin de cuentas, el asesino no había aparecido en la casa, así que se podía decir que aquélla era la hospedería más segura de Vado Otoño, la única que estaba acreditadamente libre de asesinos.

Al fin, cuando Rigg notó que todos los huéspedes se habían retirado, Nox abrió la despensa, entró y cerró la puerta. Le habló con el más suave de los susurros:

—¿Cómo has conseguido que no te encontraran al registrar la casa? No habrás aprendido a hacerte invisible, ¿verdad?

—Entré después de que la registraran

—Bueno, gracias por la visita. Menuda la que has organizado.

—Yo no he matado a ese niño.

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