Pathfinder (58 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Rigg conocía ese hábito suyo porque él despertaba varias horas antes, tal como se había acostumbrado a hacer, y utilizaba ese tiempo para inspeccionar la casa y la ciudad a su alrededor. Sabía quién se encontraba en la Gran Biblioteca al final de la calle. Sabía dónde estaban Umbo y Hogaza, dormidos en sus camas. Sabía quién estaba despierto y trabajando en las cocinas, dónde estaban Madre y Param y qué espías estaban de guardia en los pasadizos secretos que conocía.

Y cuando ocho desconocidos entraron por la puerta principal de la casa de Flacommo, lo supo. ¿Los dejó pasar el guardia? No se produjo ninguna demora perceptible en la puerta. Se movieron con la misma suavidad que la espuma que resbala al caer de una jarra. Sí, el guardia debió de dejarlos pasar, porque su rastro salió de la garita a la calle. Estaba huyendo. No quería estar allí mientras sucedía lo que iba a suceder en la casa de Flacommo.

Rigg había estado durmiendo en un aposento abandonado al que accedía por un pasadizo secreto. Salió de allí de inmediato por la puerta principal y corrió por el pasillo. Si tenía tiempo, advertiría a la casa entera sobre la presencia de aquellos intrusos, pero antes que nada, quería avisar a Madre y a Param.

Su habitación nunca estaba cerrada con llave. Rigg entró, se acercó silenciosamente a Param y la despertó primero. Ya habían convenido lo que harían si la despertaba de aquel modo. No hacía falta decir nada. Param se levantó en silencio del jergón en el que dormía, al pie de la cama de Madre y salió al pasillo.

Sólo una vez cerrada la puerta del cuarto despertó Rigg a Madre. Los ojos de ella se abrieron bruscamente.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Hay intrusos en la casa —dijo Rigg—. Si han venido a matarte, convendría que te marcharas de aquí.

Madre ya se había levantado para entonces y tras ponerse una bata, miró en derredor.

—¿Param está lista?

—Se ha escondido —respondió Rigg.

—Bien —dijo Madre.

En ese momento, Rigg sintió que los rastros de tres de los intrusos convergían sobre Flacommo en el jardín. Al principio pensó que acudían para pedirle instrucciones. Pero entonces el rastro del hombre se alejó rápida y bruscamente, y los otros corrieron tras él, y por fin el rastro de Flacommo se detuvo y los intrusos se marcharon de allí a mayor velocidad aún.

—Flacommo está muerto —dijo Rigg—. O al menos inconsciente, pero creo que lo han matado.

—Oh —dijo Madre—. El pobre Flacommo. Cuánto le gustaba esta casa. La compró para que pudiera vivir aquí, a su lado. Un refugio para mí… pero no para él.

—Tenemos que irnos, Madre. No sé quiénes son esos intrusos, pero está claro que tienen intenciones asesinas.

—Rigg, si me quisieran muerta, podrían haberme matado mil veces mientras dormía —dijo Madre.

—¿Te refieres a los espías de las paredes? —preguntó Rigg. Sólo entonces se percató de que el espía que estaba de guardia no se movía. Su rastro terminaba aún en el mismo sitio donde se había detenido la noche antes. ¿Estaría dormido? ¿Aún, a pesar de que estaban hablando? Lo hacían en voz baja, pero no lo bastante como para que no los oyera. Y un hombre con el sueño pesado no suele ser un buen espía.

Rigg esperaba que se produjera algún ataque desde su llegada, pero siempre había supuesto que se trataría de una multitud o de la guardia de la ciudad, que asaltaría la casa y, o bien asesinaría a todo el mundo —en caso de tratarse de la multitud— o bien se apoderaría rápidamente de la familia real. Pero aquellos intrusos seguían moviéndose con tal sigilo que nadie salvo Rigg —y, claro está, Flacommo, si no había muerto— sabía que estaban allí.

—Ahora vienen hacia aquí —dijo Rigg—. ¿No crees que sería un buen momento para escapar?

—No —respondió Madre.

¿Por qué estaba tan calmada?

—Ésta no es como las otras veces, Madre. Han matado a Flacommo.

—A veces tuve la sensación de que era mi único amigo.

No lo dijo con pesar, sólo con cierta melancolía.

—Si no te preocupa tu propia seguridad, ¿qué me dices de la de Param? ¿Y de la mía?

—Me preocupa mucho la seguridad de los dos. Quiero que os quedéis aquí conmigo.

En ese momento estuvo a punto de decirle que Param no estaba en la habitación. Se encontraba ya en el interior de un pasadizo secreto que sólo ellos dos conocían. Habían pasado las últimas semanas explorando el sistema completo y averiguando el funcionamiento de las puertas. Para Param era un privilegio poder moverse a velocidad normal, sin que la vieran, y al mismo tiempo poder oír todo lo que decían los demás. El don de la invisibilidad había sido una maldición para ella, que la había aislado de todo y de todos, salvo de Madre. Pero ahora podía moverse por la casa espiando a los demás, incluidos a los propios espías.

Pero al parecer no se lo había contado a Madre y si Param había tomado la decisión de no fiarse de ella en ese tema, Rigg no le llevaría la contraria.

Además, ya era demasiado tarde. Los intrusos se acercaban por el pasillo y si trataba de escapar, habría una persecución y dudaba mucho que Madre pudiera seguirlo. No se la imaginaba corriendo a toda prisa por los pasillos y no porque fuese vieja o débil, sino por la enorme dignidad con la que siempre se movía.

¿Por qué no le había dicho: «Yo me quedo, escapa tú, Rigg?» ¿No era eso lo que diría una madre? O, como un ave, ¿por qué no había salido al pasillo para atraerlos lejos de su retoño? Puede que no fuese un auténtico hijo para ella. A fin de cuentas, había sido un desconocido hasta hacía pocos meses. Puede que, al final, sí creyera que tendrían que haberle dado muerte al nacer.

Pero ¿no tendría que estar alejándolos al menos de Param, quien creía que seguía allí, en el cuarto? ¿O acaso contaba con que su invisibilidad la protegiera?

Nada de lo que estaba haciendo Madre —o más bien no haciendo— tenía el menor sentido. Era como si estuviese contenta con la aparición de los desconocidos. Pero ¿cómo podía ser así, si lo primero que habían hecho había sido asesinar a Flacommo? Pasara lo que pasase en la casa al cabo del día, no había ninguna necesidad de matarlo. Flacommo no representaba ningún peligro para nadie.

El espía que había detrás del muro seguía sin moverse. No era natural que el rastro de alguien permaneciera completamente estático. No mostraba ni la más mínima fluctuación provocada por los pequeños movimientos que hace todo el mundo. Por primera vez, a Rigg se le ocurrió que podía estar muerto. Pero no había ningún rastro junto al suyo. ¿Lo habrían envenenado antes de llegar para que muriera allí?

Param avanzaba por los pasadizos secretos siguiendo un camino que llevaba al otro lado del cuarto de Madre, donde había una entrada. Habían encontrado el mecanismo, pero nunca lo habían probado, por miedo a que al abrirse dejara algún rastro —un arañazo en el suelo, una juntura visible en la pared— que revelara a Madre la existencia de la puerta. Una vez más, sin necesidad de hablar sobre ello, ambos habían decidido que era mejor no decirle nada. Rigg había asumido que lo hacían porque los dos querían protegerla de una nueva agresión a su privacidad. Pero ahora se daba cuenta de que lo hacían porque no se fiaban lo bastante de ella.

Madre sabía que se acercaban los desconocidos. Sabía quiénes eran, a quién servían y cuáles eran sus propósitos. Por eso no tenía miedo. Sabía que no iban a hacerle nada.

Pero entonces, ¿por qué no lo decía? «Estamos a salvo, Rigg.» Eran unas palabras bien sencillas, pero no las pronunció.

¿Quizá porque pensaba que él se daría cuenta de que estaba mintiendo?

Rigg inspeccionó el perímetro de la casa y luego más allá, en busca de más intrusos. Si no se trataba de un intento de asesinato vulgar y corriente, tenía que haber más soldados que acudieran a la casa a proteger a la familia real.

Y allí estaban, no en las puertas, ni tampoco en las calles, sino reunidos —varios centenares— en tres casas del otro lado de la calle. Lo más probable es que estuvieran esperando una señal: «Ya tenemos a la familia real, venid.»

El general Ciudadano estaba entre ellos.

—El general Haddamander Ciudadano —dijo Rigg en voz alta.

Madre se volvió hacia él con las cejas enarcadas.

—¿Qué pasa con él?

—Está al mando de los hombres que esperan al otro lado de la calle. Mi pregunta es: ¿viene para rescatarte de esos intrusos? ¿O actúan bajo sus órdenes? ¿O ambas cosas, los ha enviado él, pero luego acudirá para matarlos y culpar a otros por lo sucedido aquí hoy?

—¿Por qué me lo preguntas a mí? —dijo Madre.

—¿Y a quién quieres que se lo pregunte? —replicó Rigg.

Llamaron con suavidad a la puerta. Los intrusos estaban justo al otro lado.

—Pasad —dijo Madre—. Para entrar en este cuarto no hace falta llamar.

La puerta se abrió y entraron seis hombres. Eran fornidos, de aspecto soldadesco, pero vestían como vulgares trabajadores. Y en lugar de armas, empuñaban barras de hierro, casi tan largas como un hombre. Al instante se alinearon a lo largo de la pared de la puerta y sujetaron sus barras en ángulos opuestos, formando una «X» entre cada dos de ellos.

A continuación, comenzaron a avanzar lentamente describiendo un patrón que parecía diseñado para crear una barrera en constante desplazamiento. Un muro de hierro.

—¿Qué están haciendo, Madre? —preguntó Rigg. Pero ya lo sabía.

—Ya puedes salir, Param —dijo Madre—. El hierro apenas te lastimará al pasar a través de ti.

—Se lo has contado… —dijo Rigg—. Les has dicho cómo hacerle daño a Param. Cómo obligarla a hacerse visible.

—Eres un jovencito muy notable —le dijo Madre—. Lo único que ves es el peligro que corre Param, y no el que corres tú.

—Lo que veo —dijo Rigg— es un monstruo. ¿Por qué le haces esto a tu propia hija? Soy yo quien representa una amenaza para ti. Soy el hijo varón que, según el decreto de Aptica Sessamin, debería morir.

—Rigg, mi querido hijo, mi pobre e ingenuo pequeño, ¿ni siquiera ahora ves la verdad?

—No tiene sentido que nos mates a los dos.

—Antes, hace mucho tiempo, la tribu de los Sessamoto cazaba en las mismas llanuras que los leones. Sentíamos un gran respeto mutuo. Conocíamos sus costumbres y ellos las nuestras. Aprendimos la ley del león.

Padre le había enseñado a Rigg todos los animales que existían, o al menos eso creía él. No habían puesto sus trampas en las llanuras del oeste, sólo en los bosques de las montañas. No obstante, Rigg conocía la conducta de los leones. Sabía que el nuevo macho alfa, tras matar a su antecesor, se quedaba con sus hembras. Pero si ésta tenía algún cachorro, le quitaba la vida.

—¿El general Ciudadano quiere que nos mates a los dos?

—Aún estoy en edad de engendrar, mi querido muchacho —dijo Madre—. Quiere que sus propios hijos puedan heredar la corona… sin complicaciones.

Esto era algo que Rigg nunca había sospechado. Sin embargo, había sido el propio general Ciudadano el que le había hablado sobre las distintas facciones de la ciudad: las que estaban a favor o en contra de la muerte de los herederos varones, las que defendían la ejecución de la familia real entera y las que preferían el mantenimiento del status quo. Pero claro, nunca había mencionado otra posibilidad: la de que alguien se apoderara de la reina, la desposase y matase a sus herederos para fundar una nueva dinastía.

A estas alturas, Rigg había retrocedido hasta la esquina contraria al lugar donde el espía solía sentarse para vigilar. Sin embargo, ahora podía ver finalmente por qué no se movía. La empuñadura de una espada sobresalía de la pared en el sitio donde debía de estar su corazón. La hoja había atravesado la superficie de listones y yeso. Y el rastro que llevaba hasta ella y luego se alejaba era el de Madre.

—Con tus propias manos… —dijo Rigg.

Madre vio adónde apuntaba su mirada.

—No conviene que llegue al pueblo ningún relato de los sucesos de hoy.

—Creía que esos espías servían al general Ciudadano —dijo Rigg.

—Los espías servían al Consejo de la Revolución —dijo Madre—. El general Ciudadano los dirigía en su nombre. No pensarías realmente que ibas a dominar la situación política tras unos pocos meses paseando por la biblioteca y jugando con tu hermana, ¿verdad?

—¿Y tú crees que el general Ciudadano te dejará vivir después de que le hayas dado un heredero? —preguntó Rigg.

—Ahórrame tus desesperados y patéticos intentos de salvarte —dijo Madre—. Me ama devotamente, como Flacommo antes que él. Es más listo y más fuerte que Flacommo, pero por eso merece la pena usarlo como consorte en lugar de como herramienta.

—Y Param y yo… ¿no éramos nada?

—Erais lo único que me importaba en esta vida —dijo Madre—, hasta que cambió la situación. Mi principal responsabilidad es preservar la casa real y luego el reino que creamos. Nuestro destino es gobernar este mundo. ¿Podrías haberlo hecho tú? Ni siquiera querías, con tu escepticismo sobre los privilegios reales. ¿Y Param? Es débil. Si la desposara con alguien, se limitaría a ser una fiel esposa y yo nunca podría controlarla. No, ninguno de vosotros serviría a la causa de la corona. Pero el general Ciudadano… Pertenece a una de las familias más nobles. Ha mamado la política desde la cuna. Sabe cómo hacerse con el poder y cómo conservarlo, y no tiene miedo de llevar a cabo acciones audaces y peligrosas. Es todo lo que no era mi querido Knosso.

—¿Amas realmente a alguien?

—Amo a todo el mundo —dijo Madre—. Amo al reino entero, pero a nadie tanto como para no sacrificarlo por un bien mayor. Así es como debe comportarse una reina, querido. Te he tomado mucho afecto. Me conmovió tu lealtad al hablarme de los espías cuya existencia conozco desde que vivo aquí. Si hubiera podido encargarme de tu educación, tal vez hubiese hecho algo de ti. Pero el destino, en la forma de ese monstruo al que llaman el Santo Vagabundo, te arrebató de mi lado. Eres quien eres y vas a morir en este cuarto dentro de pocos instantes.

Rigg estaba pegado a la esquina del cuarto.

—Tengo planeado derramar lágrimas amargas por ti cuando, más tarde, me informen de que tu hermana y tú habéis muerto. Esas lágrimas serán una necesidad política, pero también serán sinceras.

Rigg asintió.

—Yo también lloraré por ti, Madre —dijo Rigg—. Por lo que habrías podido llegar a ser, si no te hubieran arrancado el corazón cuando eras niña.

Madre le lanzó una mirada interrogativa. Rigg sabía lo que estaba pensando. «¿Por qué piensa Rigg que seguirá vivo para llorar por mí? Y… ¿por qué las barras de hierro no han chocado aún con Param o la han obligado a hacerse visible de nuevo?»

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