Authors: Orson Scott Card
Pero incluso en aquellos campos donde no poseía ni de lejos tan amplia experiencia, logró salvar la cara. Padre lo sometía a constantes preguntas y Rigg respondió a sus examinadores con la misma diligencia que habría utilizado con él, aunque con menos desparpajo. Cuando no sabía la respuesta, lo decía. Cuando la sospechaba, especificaba que se trataba de una especulación y explicaba sus razones para decantarse por ella.
No tardó en darse cuenta de que, de hecho, les interesaban más sus especulaciones que las cosas que sabía. Al comprobar que poseía amplios y profundos conocimientos sobre los vertebrados, dejaron la zoología a un lado. Allí donde descubrían que sabía poco pero aun así utilizaba su capacidad especulativa, incidían inquisitivamente. Y siempre acababan por llevarlo hasta un punto en el que tenía que reconocer:
—No sé lo suficiente sobre eso para dar una respuesta.
—¿Y dónde la buscaríais, en tal caso? —preguntó finalmente el experto en física—. ¿Dónde, dentro de la biblioteca?
—No lo sé —dijo Rigg.
—Si no sabéis dónde buscar la respuesta, ¿de qué os va a servir una biblioteca? —inquirió el físico.
Rigg dejó que su voz transmitiera una leve impaciencia.
—Soy del curso alto del río. No he estado en una biblioteca en toda mi vida. Por eso quiero que se me permita estudiar en la Gran Biblioteca de esta ciudad… para poder averiguar dónde debo buscar las respuestas a preguntas como ésa.
—Había una biblioteca en O —dijo el botánico—. ¿Por qué no fuisteis allí a profundizar en vuestros conocimientos?
—Por entonces no había pensado en dedicarme a estudiar —dijo Rigg—. Aún estaba siguiendo el que creía que era el plan de mi padre… es decir, el hombre al que yo creía mi padre. Al llegar aquí me di cuenta de que, o no tenía plan, o que el que tenía no había funcionado. Así que ahora puedo decidir por mí mismo lo que quiero hacer. Sólo que no poseo suficiente información para tomar una decisión fundada sobre nada. De modo que he decidido complementar lo que me enseñó mi padre, cuyas enseñanzas fueron a todas luces incompletas.
—Toda enseñanza es incompleta —dijo el historiador con tono de impaciencia.
—A pesar de lo cual, el hombre sabio trata de acrecentar sus conocimientos antes de tomar decisiones cruciales —respondió Rigg.
—¿Qué clase de decisiones esperáis tomar? —preguntó el botánico.
—No sé lo suficiente para saber lo que necesito saber para tomar ninguna decisión —dijo Rigg.
Pudo sentir que uno de los sabios de la habitación contigua se había puesto en pie y echaba a andar. Tenía la voz de una anciana.
—Habrá algunos que piensen que vuestra posición aquí… como miembro de la desacreditada familia real…
Algunos de los demás se levantaron y uno se dirigió hacia ella.
—No estoy hablando de traición, sólo digo lo que todo el mundo en esta sala sabe. ¡Así que siéntate y vamos a ver cómo responde!
Rigg trató de recordar quién era la que había hablado, pero al final llegó a la conclusión de que no la había oído hasta entonces.
—Como estaba diciendo, habrá algunos que piensen que vuestras decisiones no tienen el menor valor. Durante el resto de vuestra vida, otros decidirán por vos en todo lo importante, incluido si vivís o morís.
Volvió a sentarse. De nuevo se oyeron murmullos de protesta, pero Rigg habló con voz firme para acallarlos:
—No me da miedo afrontar la situación en la que me encuentro. Soy muy consciente de que mi capacidad de decisión es limitada en este instante y que podría desaparecer definitivamente en cualquier momento. Desde que me arrestaron han intentado asesinarme dos veces… Dos, que yo sepa. En ambos casos logré sobrevivir porque tuve los ojos bien abiertos, pero ¿cuánto tiempo podrá continuar eso? Alguno de vosotros tendrá que escribir sobre esto cuando se conozca la respuesta.
Hubo algunas risillas nerviosas.
—Pero siempre existe la posibilidad de que no muera joven. ¿Cómo voy a ocupar los largos años de esta vida limitada que me ha tocado vivir? He tomado la decisión de dedicarme al estudio. Para ello, tengo que averiguar para qué estoy dotado. Y para ello necesito contar con acceso a la biblioteca. Con el tiempo, podré contribuir a acrecentar los conocimientos de la humanidad. Y si no, al menos habré llevado una vida interesante. Una vida más grande de la que podría llevar en esta casa, donde apenas hay libros.
Hubo más murmullos y luego uno de ellos comenzó a formular una pregunta. Pero Rigg no dejó que saliera una sola palabra de sus labios.
—¡Por favor! Sin duda, unos doctores y filósofos tan eruditos como vosotros podrán tomar una decisión con todas mis respuestas. Dejad que ahora os haga yo una pregunta.
—No estamos aquí para ser examinados —dijo el botánico, tenso—. Y no sois vos el que decide cuándo…
—Pues claro que estáis aquí para ser examinados —dijo Rigg—. Todos habéis formulado vuestras preguntas con el máximo cuidado, para impresionaros unos a otros con vuestra profundidad. A mí me habéis impresionado, desde luego. Así que quiero preguntaros a todos: ¿qué esperáis de un niño de mi edad? No soy más que un potencial sin cristalizar. Si fuese pupilo vuestro, ¿me encontraríais prometedor? ¿Me confiaríais un libro? ¿Merece mi mente que se la instruya? Mi padre pensaba que sí, porque dedicaba a ello todas las horas del día, y luego ponía a prueba mis conocimientos… con el mismo tipo de pruebas que habéis utilizado aquí, llevándome más allá de los límites de mi educación para ver lo que podía deducir por mí mismo. Murió sin decirme si había conseguido colmar sus esperanzas. Nunca dijo ni insinuó que hubiera llegado a aprender lo suficiente sobre nada. Pero por otro lado, nunca dejó de enseñarme. ¿Tenía razón mi padre? ¿Merece la pena enseñarme? Y si no, ¿por qué demonios habéis pasado todas estas horas interrogándome e interrogándome? ¿Se puede extraer algún conocimiento útil evaluando la profundidad de la inutilidad de una mente?
—El examen ha terminado —dijo el botánico.
Rigg se levantó con cuidado del banco. Le dolía la espalda como si hubiera dormido sobre un suelo duro y frío. Probablemente hubiese ofendido a todo el mundo con su última intervención, pero a partir de un punto determinado, continuar con el examen era una pérdida de tiempo para todos.
Para su sorpresa, los sabios no se dirigieron a la puerta del jardín. En su lugar, la mayoría de ellos entraron directamente en la habitación donde él estaba estirándose en aquel momento. Algunos de ellos caminaban con gran dignidad, pero otros entraron con cierta precipitación y con los brazos extendidos. Al principio no dijeron nada. Pero todos ellos le ofrecieron la mano. Rigg se las estrechó a todos y las tuvo un instante en la suya mientras los miraba a los ojos.
El mensaje en todos los rostros era el mismo, si se atrevía a darle crédito. Todos los hombres y las mujeres que habían entrado en la habitación lo miraban con simpatía. Incluso, o al menos eso le pareció, con afecto.
Mientras le estrechaban la mano, cada uno de ellos le dijo su campo de especialidad. No la disciplina general, como la botánica o la física, sino el estudio concreto al que debían su reputación. «Mutación de las plantas por polinización de especies ajenas.» «Propulsión mecánica por medio de la liberación controlada del vapor.» «Desarrollo de las declinaciones del sustantivo a través de la acreción de partículas en la transición del umik medio al moderno.» «Estudio del vapor que forma las colas de los cometas por evaporación del hielo que contienen.»
Cada uno de ellos, tras soltarle la mano, retrocedió un paso para dejar sitio al siguiente. Al final formaron dos líneas, y en el espacio que las separaba se acercaron los dos últimos sabios desde la otra sala. El botánico era uno de ellos y el otro la mujer que había formulado la pregunta peligrosa hacia el final. Tenía una expresión impasible y dura. Era muy posible que el botánico le hubiera ordenado que guardara silencio. No obstante, se retrasó un instante y dejó que el botánico hablara con Rigg antes que ella.
Éste le cogió la mano y dijo:
—Alteración de las especies por inyección directa de núcleos celulares de especies con un rasgo deseado. —Y luego se retiró.
La anciana se acercó la última. Lo tomó de la mano, como todos los demás antes que ella, pero no dijo nada.
—Adelante —dijo el botánico.
La anciana ladeó ligeramente la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa.
—La teoría de los dos orígenes distintos para la fauna y la flora de este cercado.
Aquello era algo de lo que Rigg nunca había oído hablar, algo que Padre nunca había mencionado.
—¿Cómo es posible? —preguntó—. ¿Acaso la vida comenzó dos veces?
La mujer le guiñó un ojo mientras algunos de sus colegas comenzaban a murmurar con evidente desagrado.
—Ése no es el tema de su trabajo más importante —dijo el botánico—. Es la excentricidad que saca a la luz siempre que encuentra a alguien dispuesto a prestarle atención. Sus estudios sobre ese tema nunca llegaron a publicarse.
—¿Os veré en la biblioteca? —preguntó Rigg a la mujer.
Ella sonrió.
—¿La pregunta no debería ser si yo os veré a vos? —Dicho esto, le soltó la mano y salió al jardín.
Flacommo debía de estar esperando fuera, porque Rigg le oyó protestar diciendo que no podía marcharse sin participar en el banquete que habían preparado sus cocineros para tan distinguida compañía.
—En su día fue muy importante —dijo el botánico.
Rigg lo miró. La estaba observando a través de la puerta, aún abierta.
—¿Quién es? —preguntó.
—Bleht. Prácticamente inventó la ciencia de la microbiología. O la reinventó, al menos. Pero le entró esa extraña obsesión por dos corrientes separadas de la evolución que convergieron sólo hace once mil años. Desvaríos místicos. ¿Qué tiene que ver un antiguo calendario religioso con la ciencia? Me gustaría saberlo —dijo el botánico.
Pero Rigg comprendió al instante lo que quería decir la mujer. Había despellejado y destripado muchas de las «criaturas anómalas» (como las llamaba Padre) y sabía bien que su anatomía difería de los patrones exhibidos por la mayoría de los animales. También había aprendido a reconocer las «plantas anómalas», llamadas así por la muy justificada opinión de que los humanos no podían digerirlas y a veces tenían efectos tóxicos.
En aquel momento, al pensar en sus palabras, se le ocurrió que quizá, en lugar de considerar a aquellas bestias y plantas anómalas como productos de la casualidad, podían estar relacionadas. En lugar de un gran árbol de la vida con variaciones inexplicables, ¿podía ser que hubiera dos árboles de la vida, cada uno de ellos coherente en sí mismo?
—Veo que os tomáis en serio sus teorías —dijo el botánico.
—Es joven —dijo la física, posiblemente la más joven de todos ellos. Rigg calculó que debía de tener unos treinta años—. Claro que está intrigado.
Estaba más que intrigado. Había comenzado a pensar en lo que había descubierto al destripar ebecos y guosos. ¿Había alguna relación entre ellos? ¿Y qué carroñeros devoraban los cuerpos después de que Rigg les arrancara las pieles? ¿También eran anomalías? Sintió deseos de regresar —acompañado por Umbo— para poder estudiar los rastros de las criaturas anómalas y comprobar si su dieta estaba formada únicamente por plantas anómalas y si los depredadores de especies extrañas se alimentaban sólo de presas extrañas.
«Seguramente, si existiera un patrón detrás de eso, Padre me lo habría dicho.»
Aunque puede que Padre estuviera esperando que se diera cuenta por sí mismo.
Ahora se había dado cuenta. No había realizado un estudio, así que no podía estar seguro, pero lo que recordaba en aquel momento no contradecía la teoría.
Los sabios cenaron todos juntos —excepto Bleht— y conversaron amablemente con Rigg. Éste pensó que no habrían estado tan cómodos hablando con él si fueran a emitir un informe negativo sobre su examen.
Y así fue. A la mañana siguiente, cuatro hombres con la librea de la guardia urbana lo escoltaron desde la casa de Flacommo a la biblioteca.
Rigg tenía la esperanza de poder ver un poco la ciudad de Aressa Sessamo, pero quedó decepcionado. Podía oír los ruidos de una gran ciudad, pero desde lejos. La casa de Flacommo estaba rodeada en tres de sus lados por otras tantas mansiones de similar diseño: muros elevados alrededor de un jardín central, sin ventanas orientadas hacia el exterior. En las calles sólo había criados que iban a hacer algún recado, gente de buena posición paseando a pie o a caballo y algunas madres —¿o nodrizas?— con sus niños.
Y en el cuarto lado —justo enfrente de la amplia avenida jalonada de árboles que daba a la casa de Flacommo— se encontraban los jardines de la biblioteca.
Cada uno de los edificios de la Gran Biblioteca de Aressa Sessamo poseía una impresionante personalidad arquitectónica, en el estilo que estaba en boga en el momento de su construcción. Se levantaban sobre un altozano artificial, pues no había lomas naturales en la región del delta. Justo al otro lado de la avenida, se encontraban los minúsculos aposentos donde los estudiosos que iban de visita podían alojarse gratuitamente mientras llevaban a cabo sus investigaciones. En cuanto a los bibliotecarios, vivían en cuartos situados sobre las salas de lectura.
Rigg suponía que Umbo y Hogaza tratarían de llegar a Aressa Sessamo tan pronto como Umbo hubiera descubierto cómo enviar mensajes hacia el pasado. Había albergado la esperanza de que la biblioteca fuese un buen lugar para encontrarse con ellos, pero ahora estaba claro que tendría que idear otro modo de hacerlo. No era muy probable que pudieran hacerse pasar por sabios y si paseaban por aquella zona de la ciudad, no tardarían en reconocerlos como intrusos y nunca podrían volver a acercarse a él.
El primer día lo llevaron a la Biblioteca de la Vida, donde confiaba en encontrarse con Bleht. Pero lo dejaron al cuidado de una joven ayudante que, seguida por los guardias, le enseñó el edificio. Se trataba de una mujer de no más de veinte años, que no escatimó esfuerzos para demostrar lo aburrida y molesta que estaba por tener que mostrarle el lugar a un niño. Incluso comentó con los centinelas lo paradójico que resultaba que el Consejo de la Revolución aún distinguiera con un trato especial a los miembros de la realeza.
Rigg no dejó que su actitud lo molestara. No intentó mantener una conversación con ella, ni tampoco con los guardias, después de lo aprendido durante el tiempo pasado con el Gritos. Pero cuando quería algo de información, se la pedía a ella, y como en realidad a la mujer le encantaba el lugar, las preguntas desembocaban a veces en alguna que otra demostración de entusiasmo que, sin embargo, no tardaba en contener para readoptar su actitud fría. No obstante, con el paso de las horas, dicha frialdad fue remitiendo.