Han pasado tres meses de añoranza. Empieza a reconciliarse con el ciclo del tiempo. Ha aprendido a vivir sin la indignación pueril que podían provocarle una mañana soleada o una noche con estrellas. Cuando ha sabido aceptar que la rueda del tiempo continúa, se ha impuesto la razón. Contempla la vida sin grandes sorpresas. No hace reproches silenciosos a quienes la rodean. Sabe que el mundo está hecho de movimientos, de idas y venidas. Vive una tristeza que no se confunde con la furia. No está resignada; tan sólo más tranquila. Habita una calma que es estupor, incredulidad, conciencia adormecida, pero que no le permite volver a ser como antes. Matilde, que ha vivido este proceso de aceptación de la existencia, conoce bien su melancolía. Es un estadio de la vida que puede prolongarse. Cuando le pone el obsequio en la mano, muestra una sonrisa que es fugaz.
Un hombre baja del taxi en la piazza della Pigna. Llega del aeropuerto. Es una mañana que subraya los perfiles con contundencia: el contorno de las fachadas, de quienes pasan, de Ignacio. No ha tenido que recorrer la Roma laberíntica tras la fotografía de una mujer. Sabe la dirección exacta. Se fue a Palma después de algunas semanas en el hospital. No tiene secuelas del accidente en el cuerpo, pero le quedan en la memoria. Tendrá que convivir con ellas. Se siente como un condenado que tiene que aprender a compartir el espacio de la celda con otro preso. Se despierta con el eco de las últimas palabras de Gabriele. Se duerme oyendo el estrépito del coche cuando chocó, antes de perder la conciencia. Es un ruido que en su mente se multiplica. Regresó a Mallorca, donde borró a Marta de su vida. Entonces dejó que pasara el tiempo. Sin verla, podía sentir a Dana muy adentro en su tristeza. La evocaba con una añoranza profunda, pero intuía que tenía que ser paciente.
Llega a Roma con una actitud distinta. No es el hombre seguro, que se comía el mundo, deseoso de recuperar lo imposible. Ha entendido que el azar doblega las voluntades. Sabe que no es fácil, pero ama a la mujer con quien hizo el amor en los campos romanos. Ha venido a decírselo. Contempla la plaza. Ha pensado en ella todos los días. Sorprende saber hasta qué punto la memoria conserva un recuerdo. Una imagen puede quedarnos grabada en la retina. Somos capaces de reproducirla mil veces, sin distorsionarla un milímetro. Camina hasta el edificio donde vive Dana. Sube a su piso. Durante el trayecto en el ascensor, procura no pensar. Siente los latidos de su propio corazón, que le flagelan por dentro. Cuando llega a la puerta, respira profundamente. Deja que pasen uno, dos… treinta segundos. Medio minuto de eternidad, con una pregunta sin respuesta. Llama al timbre, y espera.
Los sábados por la mañana no suele recibir visitas. Lleva unos pantalones anchos, un jersey gris. Va a abrir, mientras se ordena los cabellos con un gesto de la mano. Tiene el aire ausente de quien no espera nada. Estaba sentaba en una butaca, con un álbum de fotografías, preguntándose si iría al mercado. Va poco, porque le da pereza mezclarse con el barullo de la gente. Al atardecer, espera a Matilde y a María. Verán una película, compartirán un plato exquisito que ella no habrá cocinado. La vida está hecha de minúsculos momentos, que pasan sin dejar huella. No busca nada más. En el umbral de la puerta ve a Ignacio. La figura toma forma real ante sus ojos. No hay claroscuros benévolos que le permitan el margen de la duda, el paréntesis de un instante de incertidumbre. Es él, pero no sabe qué tiene que decirle.
Había imaginado que se encontraban. Siempre sucedía por casualidad. Eran encuentros fortuitos, que vivía con alarma. Improvisaba un choque de contrarios: el hombre que no murió y ella. Uno frente al otro. En cada nueva secuencia de la misma historia, reinventaba los reproches. Le preguntaba si no le daba vergüenza vivir, mientras Gabriele estaba muerto. Le gritaba con ira o lloraba sin palabras. Los sentimientos que había aprendido a contener se desbordaban. Surgían libres, como el aire o el vuelo de los pájaros. Abandonaba el disimulo que había convertido en consigna para sobrevivir. Desaparecía la contención con que se dirigía a los demás. Le decía que habría querido verle metido en un ataúd. Lo repetía, marcando cada sílaba. Tendría que habérselo imaginado; la historia nunca es como habíamos intentado escribirla. Quién sabe si, en el fondo, lo intuía. Verle sólo le causa tristeza.
Ignacio le pregunta:
—¿Puedo entrar?
—Entra.
Le guía por el pasillo, hasta el salón. Él percibe el alejamiento, la ausencia que se adivina en los ojos. Algo definitivo ha cambiado. La mujer fuerte a quien se encontró hace pocos meses tiene la mirada líquida. Por una asociación inesperada de pensamientos, recuerda el castillo de Lavardens. La imagen de Camille Claudel se impone desde la oscuridad de la memoria. Se sientan cada uno en una butaca, mirándose. No puede evitar decirle:
—Al verte, he pensado en Camille Claudel. ¿Te acuerdas de aquel viaje al sur de Francia?
—Sí. Durante una época, lo recordé muy a menudo. Hace tiempo que he procurado olvidarlo.
—Tras visitar la exposición, me pediste que te llamara Camille. Entonces no te entendí. No lo he comprendido hasta ahora.
—Siempre has sido algo lento en tus reacciones. —No hay reproches ni ironía, sólo lo constata—. ¿Qué es lo que entiendes, por fin?
—Hablamos de Camille, de su historia. Tenía tu mirada. Cuando te he visto en la puerta, me ha parecido reconocerla.
—Es una lástima que lo descubras tan tarde.
—Tienes razón: siempre he llegado tarde. Cuando me he decidido a actuar, ha sido para crear el caos. No sabes cuánto me duele. En todos estos meses, he intentado pensar cómo explicarlo. Quería encontrar el tono exacto, las palabras adecuadas. ¿Qué puedo decirte?
—No podemos decir nada. Él está muerto. Nosotros estamos vivos. Me parece una gran injusticia.
—No es una cuestión de justicia. ¿Muere primero quien merece morir? Nadie se lo merece. La vida es una suma de casualidades. El azar nos llevó hasta aquel maldito coche.
—No te engañes: os llevé yo.
—¿Cómo puedes pensar eso?
—También he imaginado nuestro encuentro. Era un encuentro lleno de rabia. En algunos momentos te he odiado.
—Me lo imagino.
—Ahora estoy tranquila. Soy una mujer extraña, que se sorprende a sí misma. Nunca llegaré a conocerme. —Se hace un silencio—. Mira, son las últimas fotografías que nos hicimos. Gabriele y yo en Ferrara, pocos días antes de que vinieras. Éramos felices.
—Lo sé. Yo no había podido olvidarte.
—Habías tenido tu momento, pero lo dejaste pasar. Las cosas son así de sencillas.
—Cuando nos encontramos, mientras hacíamos el amor, creí que me amabas.
—Es probable. Quién sabe si te amé. No lo sé. Aquel episodio me queda muy lejano. No quiero hablar de ello. Mira la fotografía, me había regalado una rosa. Hacía viento. El aire nos empujaba, junto a las murallas de la ciudad. Nos reíamos. No he vuelto a reír.
—¿Cómo puedo encontrar palabras de consuelo que no te suenen a mentira? Te hablo con el corazón: no quieras quedarte anclada en el pasado. Puedo entender tus sentimientos. Sé que estás triste, que todavía le añoras.
—El pasado es él.
—Tendrás que hacer un esfuerzo. Seré paciente. La vida me ha enseñado a serlo.
—¿Paciente? ¿De qué me hablas? No entiendo qué esperas.
—Te espero a ti. No importa cuánto tiempo. Da igual si tiene que ser desde la distancia. Respetaré tu dolor hasta que sobrevivas a la pena. Cuando llegue el momento, te pediré que vuelvas conmigo a Mallorca.
—No me esperes. La respuesta es no.
—¿Con tanta rotundidad?
—No volveré contigo.
—Algún día tendrás que regresar a Palma. ¿Podría telefonearte? Me gustaría conversar, tener noticias tuyas.
—Es mejor que no me llames. Gracias.
—¿Y escribirte? Las cartas son mejores que el teléfono. Podrás leerlas cuando quieras. Aunque sólo sean algunas frases.
—Sería inútil. No leeré las cartas. ¿Pretendes que traicione su memoria, que olvide por qué murió? Déjame tranquila. Que tengas un buen viaje.
Matilde está sentada en el sofá mientras se toma un café. Es una costumbre que repite como si fuera un ritual. No se sorprende cuando le anuncian que tiene visita. Hace semanas que le espera. Desde que supo que había salido del hospital, sospechó que tenían una conversación pendiente. Se imaginó que volvería a la isla, dispuesto a dejar que pasaran los días. El tiempo que todo lo calma tenía que abrir camino. Sabe que su presentimiento fue acertado, pero intuye que le resulta difícil visitarla. Debe de haberle costado recuperarse del accidente. Puede entender la contradicción en que vive. La añoranza, la culpa, el desconcierto. Han sido adversarios, casi enemigos. Es una mujer perspicaz. Le resulta sencillo ponerse en el lugar de los demás, comprender las situaciones que les toca vivir. Lo reconocería ante todo el mundo: hizo lo imposible para que no se encontraran. No fue un capricho, sino el deseo de ser leal. El compromiso con la felicidad de Dana, que todavía es la muchacha perdida que llegó al Trastevere. Habría hecho cualquier esfuerzo para protegerla de la desdicha, pero fue una ingenua. Es absurdo creer que se puede controlar la vida. La existencia se convierte en un laberinto, donde la gente que Matilde quiere avanza a oscuras. María, Dana, ella misma. Incluso Gabriele. Recuerda la sonrisa del hombre joven, lleno de vida. Evoca la intensidad con que amaba la belleza. Junto a la tumba de los Piletti, mientras sufría por la amiga, también lloró por él. La juventud y la muerte forman una pareja incomprensible.
Ignacio ha acudido a visitarla. Cuando le mira, se imagina el encuentro vivido. Tiene los rasgos del rostro desencajados, aun cuando intenta contener las emociones. Piensa que es un hombre acostumbrado a reprimir demasiadas cosas. Habría querido decírselo. Se calla, porque se imagina que él lo sabe. Nunca ha pretendido caer en redundancias. Le mira, está de pie, en el salón de una pensión donde nunca se habría imaginado que iría a parar. Cambió de rumbo por la atracción de una fotografía. Lo recuerda, mientras le observa. Hay objetos que nos transforman todos los paisajes; los de la vida y los de la mente. Hace un gesto, invitándole a sentarse. Aunque el rostro de Matilde ha envejecido desde la última vez que se vieron, tiene una expresión amable. Respira, aliviado, cuando se da cuenta de que es bien recibido. No sabe qué va a decirle. Si no fuera por todo lo que ha ocurrido, se sentiría ridículo. El flemático abogado es incapaz de sostener la mirada de una mujer menuda, que le observa con curiosidad. Murmura:
—No quiere saber nada de mí.
—¿Te extraña? —le pregunta ella con un tono suave que actúa como un bálsamo.
—No tendría que sorprenderme, pero no dejaré nunca de ser un cretino. Esperaba convencerla. Iniciar, por lo menos, un proceso de aproximación. No pido milagros. Sé que, al fin y al cabo, es duro, difícil.
—¿Por qué has venido a verme? No he sido nunca tu cómplice.
—Tienes razón. Todo lo contrario: intentaste alejarme de ella. Tendría que haber seguido tu consejo y marcharme de Roma. ¿Sabes?, la mayoría de las veces no hago caso de lo que me dicen los demás. En el fondo, siempre he hecho lo que me ha dado la gana. No sé por qué te lo cuento. Tampoco sé qué impulso me ha traído a visitarte.
—Te esperaba.
—¿Qué dices? Ni yo mismo sabía que vendría.
—Soy un gato viejo. Además, puedo leer las manos de la gente. No. —Sonríe—. Esto es una broma, poco conveniente en estas circunstancias. Cuando Dana llegó al Trastevere, jugábamos a leer la mano de los huéspedes de la pensión. Le divertía que inventara historias. Lo hacía para que se alegrara. En aquel momento ella vivía muy triste; casi tanto como ahora.
—Lo sé. Le he causado mucho dolor. Es curioso, a la persona a quien más he querido, sólo he sabido hacerla sufrir. Había soñado con hacerla feliz, y ya lo ves.
—Cuando las cosas no se pueden cambiar, no hay que hacerse reproches. No es verdad que pueda leer las manos. En cambio, sé lo que hay escrito en una mirada. Tus ojos me dicen cómo te sientes.
—No quiere llamadas ni cartas. Me habría gustado escribirle. Describirle en un papel mi vida en Mallorca, cómo pasaba los días pensando en ella.
—No está preparada para recibir tus cartas. No las leería.
—Me lo ha dicho. Nunca podré hacerle llegar mis escritos.
—Quién sabe.
El pensamiento de Matilde vuela. Recuerda la carta que María le mandó, y que se perdió. Dio vueltas inciertas durante meses. No supo intuir que su amiga la necesitaba, mientras las palabras escritas viajaban perdidas. Palabras vagabundas, de la bolsa del cartero a bolsillos indiferentes, a cajones olvidados. Siente un pinchazo en el fondo del corazón. No tendría que ser posible que lo que escribimos para alguien no llegue a su destinatario. Las palabras no son guijarros que tiramos en aguas profundas. Si no se leen, pierden su fuerza. Se mueren en un papel ajado. Las historias vividas se difuminan; aquellas que quizá nunca volveremos a vivir. La rebeldía de la mujer que fue se despierta. Hay olvidos que no permitirá. Piensa en Dana, sola con los recuerdos. Mira a ese hombre, que viene de la isla, deseoso de escribirle. Intuye que vivirá triste. Tragarse las ganas de ser feliz es terrible.
«Voy a darle la oportunidad de convertir los sentimientos en palabras. Así no morirán», piensa. Se esforzará para evitar la muerte. Le dice:
—Escríbele. Dile palabras tiernas, las que te dicte el corazón.
—No quiere leerlas.
—No puede hacerlo. Envíalas a la dirección de la pensión, a mi nombre. Guardaré las cartas. No se perderá ninguna. Te lo juro.
—¿Por qué ibas a hacer eso por mí?
—Tengo paciencia. Sé que el paso del tiempo es el único remedio para el mal de amores. Supongo que pasarán meses, quizá años. No sé cuánto tiempo.
—¿Y qué sucederá?
—Un día se acabará el luto. Dana abrirá los ojos a la vida. Mirará por la ventana sin sufrir.
—¿Cuándo llegará ese momento?
—No puedo decírtelo. Pueden rodar muchas estaciones. Si eres capaz de esperarla, si eres constante, paciente, guardaré tus cartas. Docenas, centenares… no importa. Cuando llegue el momento, se las daré a Dana.
—¿Harías eso por mí?
—Lo haré por vosotros, si tú quieres.
—Le escribiré todos los días. Le hablaré de la isla, de nuestro amor, de mí. Le contaré cómo vivo esperándola.