Era una tarde de suave claridad. Había tenido dificultades con una frase del libro en el que trabajaba, circunstancia que le ponía nervioso. Habitualmente paciente con la aventura de buscar la palabra adecuada, de encontrar la expresión correcta, podía notar cómo ahora las palabras se le escapaban. Decidió recorrer unas calles que nunca le resultaban inhóspitas, porque se imponía la gracia de las plazas. Andaba sin rumbo fijo, perdiéndose por los lugares conocidos, con el deseo de que le retornaran la calma. A medida que avanzaba entre fachadas ocres, Mónica muerta iba persiguiéndole. Era la última imagen que tenía de ella. Un cuerpo inerte, la ausencia de respuesta a cualquier estímulo. Una mujer sin vida que todavía respiraba porque los aparatos la unían a un mundo que ya no era el suyo. Podía evocar la palidez del rostro amado, el esfuerzo con que intentaba hacerle despertar la antigua emoción por los versos, los monólogos sin respuesta en la cabecera de una cama del hospital. Eran secuencias dolorosas que había rechazado muchas veces. Conseguía librarse, pero volvían con precisión. ¿Quién podía asegurarle que Mónica vivía, si él había sido testigo de una muerte lentísima? Atravesaba calles con balcones llenos de flores, tiendas de sedas, de quesos, de libros. En un alud todopoderoso, surgían nuevas imágenes. Mónica le hablaba. Acercaba el cuerpo a su cuerpo, que nunca había sabido acoplarse mejor a otra piel. Volvía el eco de los paseos por Palma. La risa que no había olvidado, que nunca olvidaría. La cabeza de ella inclinada sobre su hombro; la invasión de un olor perdido. Si cerraba los ojos, todavía podía recuperarlo.
Dio vueltas por una Roma laberíntica. Tomó por la via della Stelletta y sonrió, pensando que el nombre habría hecho sonreír a Mónica. El azar le guiaba por calles asimétricas, a través de curvas inacabables. Se paró en l'Antico Caffè della Pace, un local pequeño con las mesas de mármol. El techo y la barra eran de madera. Había un piano. El ambiente le contagiaba una cierta calma, un simulacro de calidez en el aire, a pesar de sus manos de hielo. Pidió un whisky y se lo bebió. Miraba a la gente que llenaba el local, con la sensación de pertenecer a otra galaxia. Él venía de lejos, de una historia que no se acababa de creer. Los otros seguían con su vida normal, inmersos en una cotidianeidad próxima. Se sacó el móvil y el papel que guardaba en el fondo del bolsillo. Había anotado un número de teléfono. Había tenido el impulso de tirarlo, pero lo había ocultado en la americana. Marcó los dígitos. Una mujer le respondió:
—Dígame. —Era la voz que le perseguía. La reconoció.
—Buenas noches. Soy Marcos.
—Me alegra que quieras hablar conmigo.
—Estoy desconcertado. Disculpa mis reacciones. He sido muy descortés, pero la situación es difícil. Para mí, Mónica está muerta.
—Lo entiendo muy bien. Mi obligación era decirte que vive. Cualquier decisión es cosa tuya.
—¿Dónde está?
—En Mallorca, en el pueblo de sus padres.
—¿En Llubí?
—Sí.
—He reflexionado mucho sobre ello. No puedo pensar en nada más desde que me telefoneaste. ¿Crees que tendría que verla?
—No lo sé. ¿Tú qué crees?
—Hay momentos en que me da miedo pensarlo. En otros momentos, vencería cualquier obstáculo para volver a la isla. Me gustaría.
—Tienes que decidirlo tú.
—¿Cómo está? No puedo imaginarme su reacción si me decidiera a ir.
—Te seré sincera: no sé cómo reaccionaría. Lo único cierto es que ella te recordó. Nadie le había hablado de ti. Pregunta a menudo dónde estás, qué haces. Tengo la impresión de que te espera.
—Gracias.
Se sentía cansado. La conversación le había resultado difícil. Ocultó el rostro entre las manos, mientras el ruido de los demás tomaba protagonismo. Se dejó mecer por palabras que pertenecían a historias que no le implicaban. Era grato permitir que le invadiera aquella pereza de vivir. No luchaba contra su propia incapacidad para reaccionar, sino que se dejaba llevar. Le acompañaban las frases simples de la gente: dos amigas que manifestaban alegría por encontrarse; un hombre que insistía para que el camarero le llevara la cuenta; una pareja que decía que se amaba. Observó el perfil de la mujer. El rostro desconocido le recordó el rostro que volvía a revivir. Tenía una forma parecida de inclinar la cabeza mientras insinuaba una sonrisa. Las luces difusas del local acentuaban las coincidencias. Recordó con qué intensidad había llegado a añorarla. Volvió a añorarla con la misma fuerza, quién sabe si con una nueva energía. El desconcierto es capaz de intensificar antiguas sensaciones.
Salió del local y paró un taxi. Le dio la dirección de la piazza della Pigna, porque no quería volver a pie. El trayecto por la ciudad se le habría hecho interminable. Deseaba hundirse en el asiento mientras las fachadas pasaban por su lado. No tenía ninguna prisa. Era fácil imaginarse las facciones tensas de Antonia, los reproches a flor de piel. Estaba cansado de las desavenencias perpetuas. Ya no le hacían gracia unos combates dialécticos que antes le divertían. Quizá porque ya no eran sólo simulacros. El taxista intentó un par de veces iniciar la charla. Desistió pronto cuando se dio cuenta de que estaba lejos. Tenía el pensamiento perdido. Miraba las casas, los peatones. Pese a las ganas de retrasar el encuentro, llegaron. Con un gesto de fatiga, Marcos pagó el importe de la carrera. Abrió la puerta del coche y se inclinó hacia el mundo. Allí le esperaban Antonia y la vida que conocía, que había querido defender. Volvió a cerrarla. Su voz resonó fuerte ante la propia indecisión, frente a una voluntad demasiado débil. Dijo:
—Lléveme al aeropuerto. Deprisa.
Ir a Mallorca significaba recuperar antiguas percepciones. Los acontecimientos se sucedían con una naturalidad prodigiosa. El regreso tenía visos de plan bien definido. Las rutas que no se planifican se perfilan con más contundencia. El azar fue como un viento que sopla a favor del retorno. Tuvo que esperar algunas horas para poder volar hacia la isla, pero no le importó. Amanecía cuando subió al avión. El viaje, que había hecho diez años atrás, se repetía. No era el hombre que se fue, lleno de tristeza. Habían transcurrido los días, las historias. Aun así, todavía pensaba en la misma mujer. La evocaba con nitidez como si la memoria sustituyera el olvido. Miró por la ventanilla. «¿Habrá algún lugar en que el cielo sea del mismo azul?», se preguntó. Cuando optó por vivir en otra tierra, alejó la nostalgia. No se permitía flaquezas inútiles. A la hora de volver, no podía evitar un sentimiento de gratitud. Volvería a encontrarse con su entorno. La cita se producía de una forma calmada; no había aspavientos. Las emociones pueden manifestarse con sutileza, convertidas en gotas minúsculas de agua en los cristales, polvo dorado en el aire o turbación en el pensamiento.
Alquiló un coche en el mismo aeropuerto. Condujo hasta Inca, donde se paró a comer algo. Tenía que tomar el desvío hacia Santa Margalida. Nueve kilómetros de distancia le alejaban del pueblo. Llubí aparecía tras las curvas de una carretera bordeada por árboles. Destacaba el campanario de la iglesia, en uno de los cerros que configuraban el paisaje. Había dos plazas, calles empinadas, gente que observaba el mundo. Buscó la calle Son Bordoi, número 2. Allí vivía la familia de Mónica. En la parte de atrás, había un pequeño huerto donde cultivaban verduras y algunos árboles, y tenían gallinas. Lo recordaba vagamente. Hacía mucho tiempo, fue con ella por primera vez. Eran dos jóvenes enamorados, que proclamaban una ilusión de vivir que se le hacía insólita. Todo le parecía extraño al contemplarlo: las fachadas grises, las cuestas ondulantes, las persianas de un verde carruaje. El entorno no tenía nada que ver con el que acababa de abandonar. La gracia esplendorosa de Roma era sustituida por un encanto mucho menos obvio, hecho de sutilezas y de recuerdos. Llegó hasta el portal, pulsó el timbre. Desde fuera no podía vislumbrar ni una rendija de luz.
Le abrió la madre de Mónica. Era la mujer vestida de negro del hospital. Constató que los años no habían sido benévolos con ella. El paso del tiempo no le había suavizado la expresión. Rictus de fatiga le marcaban la piel. Se preguntó si le había identificado, porque no manifestó que le reconociera. Él gesticuló mucho, como si quisiera hacerse entender sin palabras. Se dio cuenta de que sí sabía quién era cuando le instó a que entrara, tras mirar a la calle, temerosa de que algún vecino descubriera quién los visitaba. La entrada era amplia, con muebles de madera oscura. No le invitó a sentarse, sino que fue directa al grano:
—¿Qué has venido a buscar?
—No lo sé. Me imagino que no me esperaba, después de tanto tiempo. Puedo entender que me reciba con desconfianza. Me telefoneó la psicóloga de Mónica y me dijo que está viva. No podía dejar de pensar… Querría verla.
—¿Habías llegado a creer que estaba muerta? —Había reproche en la voz, que hablaba muy bajito.
—¡Naturalmente! Cuando me fui del hospital, estaba seguro de que se moría. Los médicos me lo aseguraron.
—No pudiste esperar ni una hora, ni un minuto más.
—No, señora, no podía sentarme a verla morir.
—Se salvó.
—Me lo han dicho. Por eso he venido.
—Tendría que echarte de esta casa. Quién sabe si sería lo mejor para ella. Es lo que querría mi marido.
En un extraño juego de coincidencias, se oyeron los pasos de alguien que bajaba la escalera del comedor. Una voz de hombre se impuso:
—¿Quién es? ¿Tenemos visita?
La mujer se apresuró a contestar:
—No, no. Vete tranquilo al huertecito. Estoy hablando con la vecina. En seguida iré contigo.
Marcos la miró, extrañado.
—¿Por qué no se lo ha dicho?
—No quiero que haya peleas.
—Nadie lo quiere.
—Ella nunca nos habla de ti. Intuye que nos haría daño, que no lo permitiríamos, pero puedo adivinar su tristeza. Pienso en ello todas las noches, antes de dormirme. Esa pobre hija mía, que ha perdido tanta vida, merece ser feliz. No puedes imaginarte lo lento que ha sido su regreso. No se murió, pero la perdimos porque era otra persona. Desde que te recuerda, vuelve a ser la misma. Lo sé.
—Yo también he cambiado.
—Todos cambiamos. Es el paso del tiempo. Su transformación fue mucho más dura. En casa no hablamos mucho: mi marido padece del corazón y se altera fácilmente; por esa razón no he querido que os encontrarais. Se lo diré después. Si le digo las cosas con calma, llega a entenderme. Es un buen hombre que ha padecido mucho. Nunca hiciste ningún esfuerzo por acercarte a él. Mónica y tú erais tan jóvenes. Estabais convencidos de que todos los vientos os irían a favor. Mira por dónde… No es un reproche. Cuando se es joven, la vida parece muy sencilla. ¿Quieres verla?
—Sí.
—Está en la ermita. Va muchos días para andar un rato. Le gusta sentarse a leer versos a la sombra de los pinos. ¿Recuerdas el camino?
—Hay dos.
—Ella siempre va por el más estrecho.
—Iré a buscarla.
—Hazlo con cuidado. Piensa que todo es nuevo para ella. Cuando te vayas, sabré si he hecho bien ayudándote a encontrarla. Este pensamiento me torturará, aunque sé que no podría actuar de otra forma. No hagas que tenga que arrepentirme.
—De acuerdo.
A menos de dos kilómetros del pueblo, sobre una colina, estaba la ermita del Santo Cristo del Remedio. Dos caminos serpenteantes llegaban hasta allí. Uno de ellos, La Canastreta, era peatonal, angosto, y tenía una gran pendiente. El otro era el camino Ancho. Allí, la inclinación se hacía más suave, y podían circular los coches. Los caminos se unían en el puente del torrente, donde nacía una subida que llegaba hasta la ermita. Delante del portal de la entrada, rodeada de pinos, había una cisterna. Al fondo, podía contemplarse la silueta de Llubí. Marcos fue al encuentro de Mónica. Cuando se dio cuenta de que estaba corriendo pendiente arriba, intentó contenerse. Se preguntó a quién buscaba. Tras hablar con la psicóloga, había intuido que era una mujer distinta. Las palabras de su madre se lo confirmaron. ¿Cómo podía no serlo, si había vivido en la desmemoria más profunda? Sería un encuentro curioso: el hombre que quiso olvidar una historia; la mujer que la olvidó sin quererlo. Sus ritmos eran antagónicos, porque mientras él se había esforzado en borrar los recuerdos, ella iniciaba la aventura de redibujarlos. El miedo nos hace sentir absurdos, poca cosa. Se paró de golpe, a punto de dar la vuelta. Podía hacerlo: retroceder unos metros, entrar en el coche y marcharse. Sería fácil desandar el camino hacia el aeropuerto. Volvería a Roma sin haber padecido el dolor de una nueva pérdida. Se refugiaría en los textos que tenía que traducir, en el esfuerzo de volver a la realidad. Miró el azul del cielo, las colinas, las casas. Era capaz de negar que hubiera existido ese día, la hora absurda en que volvió a ser vulnerable. Se lo negaría incluso a sí mismo. «Las cosas acaban siendo como nos dicta la voluntad —se dijo—. Si no lo contamos a nadie, nuestro secreto va perdiéndose entre las arrugas de la piel, a medida que el tiempo nos transforma.»
La vio. Estaba en medio del paisaje. No era una evocación ni un sueño, sino una mujer real. Las contradicciones le habían nublado la vista para que no pudiera reconocerla; habían evitado que se diera cuenta de la proximidad de Mónica, unos cincuenta pasos por delante de él. Vestía una falda oscura y un jersey azul, con las mangas remangadas hasta los codos. Llevaba un libro bajo el brazo. Tenía la figura esbelta de antes, andaba como antes. Reconoció los movimientos, el gesto al inclinar la cabeza hacia la derecha. Imaginaba su respiración, alterada por el paseo. La percibía, aunque no fuera objetivamente posible. Se preguntó por qué había ido allí. Eran los recuerdos que no había sabido borrar. Se dijo que quizá tendría bastante con una conversación. ¿Se reconocerían con las palabras o no sabrían? Decidió controlar el miedo, recorrer el espacio que los separaba. Tan cerca y tan lejos a la vez. Ignoraba cuál era la distancia real donde tenía que situar a Mónica, porque kilómetros de olvido llegan a transformarse en un océano.
La alcanzó. Puso el brazo en la mano de la mujer, mientras susurraba su nombre. Sintió la repentina rigidez de los músculos bajo los dedos, la tensión en el aire. Ella giró la cabeza muy lentamente. Cuando se miraron, el libro que llevaba rodó sobre el camino pedregoso, manchado de hierbas. Iniciaron un movimiento simultáneo para recogerlo. El objeto perdido era una buena excusa para ocultar el desconcierto. El gesto retrasaba el encuentro definitivo, aquel mirarse a la cara, después de diez años. Le había adivinado el miedo en los ojos, pero también que le reconocía. Se preguntó si los recuerdos que habían compartido sólo eran patrimonio suyo. No podía saber qué había reconstruido de la vida pasada. Le conmovió la fragilidad de un pensamiento quebradizo. Le preguntó: