Entró en unos grandes almacenes. Huía del sol y de la gente. Se decidió por la luz artificial, por la aglomeración de cuerpos que se confunden, que hacen imposible el encuentro, o que ofrecen la solución de simular que no hemos visto a quienes no queríamos ver. Encontró un expositor lleno de medias. Actuaba como si estuviese absorta en la elección. Con las manos apoyadas en la mesa, los nudillos amoratados por el esfuerzo de contenerse, no se atrevía a hacer un solo movimiento. Tenía la sensación de que se caería al suelo. Tenía que fingir que elegir un color era una cuestión de vida o muerte. Mientras removía las piezas, pensaba en la vida, tan frágil como unas medias de seda. ¿Dónde estaban los proyectos, los planes para el futuro? Ignacio no sólo la abandonaba, sino que le robaba los sueños. Farfulló de nuevo que era un hijo de puta, que le gustaría verle muerto, pero en seguida le hizo daño haber sido capaz de pensarlo.
Dio unos pocos pasos. En la sección de perfumería, había rostros amables que la invitaban a probar nuevos perfumes. Eran aromas que anunciaban el buen tiempo. Pasó de largo por delante de las chicas que le sonreían como si la vida fuera muy sencilla. El edificio que le había parecido un refugio se convirtió en un laberinto. ¿Dónde estaba la salida? Hizo algunos recorridos que debieron de dibujar círculos exactos, porque siempre volvía al mismo punto. Tuvo la sensación de que todos los aromas se mezclaban. En uno de los expositores, había un espejo de considerables proporciones. Vio reflejado su propio rostro. Se detuvo. Hizo un esfuerzo por mirarse. ¿Aquel rostro desencajado era el suyo? ¿Eran suyas aquellas facciones tensas, aquella mirada mortecina? ¿La palidez que ningún cosmético podría haber disimulado?
Se llamaba Dana y amaba a un hombre. Él le había jurado amor eterno. La eternidad puede ser muy breve. Hubiera querido morirse, pero estaba paseándose por unos almacenes de su ciudad. Ignoraba por qué razón lo hacía, pero no se le ocurría otro lugar donde refugiarse. No podía responder a ninguna pregunta, darse explicaciones. Tenía miedo. Él acababa de dejarla definitivamente. Así son las cosas: ahora te pertenecen y, acto seguido, están muy lejos. No quería saber nada de su vida. ¿Qué vida, si no la imaginaba sin él? Podía pararse en un bar y beber hasta perder el sentido, como si fuera una adolescente. Podía invitar a alguien y pedirle que follara con ella toda la noche. Podía refugiarse en casa de sus padres, en el sofá del salón, y contarles que quería desaparecer. Podía intentar que él se sintiera culpable: salir a la calle, tirarse debajo de un coche. Si su nombre aparecía al día siguiente en los periódicos, quizá Ignacio regresara. Podía mirarse en un espejo de la sección de perfumería de unos grandes almacenes, contemplarse las facciones que no reconocía, mientras pensaba que era la mujer más imbécil del mundo.
Salió a la calle. Paró un taxi que pasaba, y se metió en él. Se acurrucó en el asiento, mientras miraba la nuca del hombre que lo conducía. Agradecía no verle la cara. Era mejor intuir el perfil. Le observaba a través del espejo retrovisor. Aunque le viera de frente, no lo recordaría. Lo único que buscaba era un lugar tranquilo desde donde pudiera ver el mundo sin ser observada. Le dijo que quería recorrer la ciudad. Una ruta sin rumbo que no tuviera que decidir.
«Tenemos que protegernos —pensó—. Especialmente de lo que más nos importa.» Sus vínculos con la geografía de Palma nunca habían sido confusos. Era un mapa peculiar, que la unía a un espacio, a una gente. Hoy se sentía lejana. Hubiera querido correr, escaparse.
El taxista obedeció sin hacer preguntas. No manifestó sorpresa por la petición, sino que condujo sin prisa, como si también él participara de la misma desidia.
Transcurrió un rato. Tenía la sensación de que el hombre y ella permanecían quietos, mientras el mundo pasaba con rapidez por su lado. Eran la roca en medio de un mar de olas. Dana miraba a los peatones, las fachadas, los semáforos. Se preguntaba por qué todo seguía como si no hubiera pasado nada, cuando la vida acababa de romperse. Él le dijo:
—No se imagina las historias que podría contarle. Hoy en día, los taxistas somos confesores. La gente nos cuenta la vida. A mí, a menudo, me piden consejo.
—¿Consejo? —No le importaban las vidas de los demás. Ni siquiera le interesaba demasiado la suya propia.
—Sí. Hay gente que se ahoga en un vaso de agua. Necesitan decir lo que les pasa. Los problemas, cuando se cuentan, no son tan terribles.
—A veces cuesta contarlos.
—Disculpe el comentario, pero parece asustada.
—Es posible. Hace días que no duermo bien.
—Descansar es importante. Cuando llega la noche, yo duermo como un lirón. Pero algún día me cuesta hacerlo. He escuchado demasiadas historias y me rondan por la cabeza. Las vidas de los demás me pesan. Me acuerdo de una…
—No me cuente las vidas de gente que no conozco. Cada uno lleva su propia cruz.
—Perdóneme.
—Estoy nerviosa.
—No tiene importancia. Recuerdo a una mujer… Hace tiempo que la llevé al aeropuerto. Se iba en un viaje organizado. Llegaba con el tiempo justo. Encontramos retenciones en la vía rápida, semáforos en rojo. He olvidado cuál era el destino de su viaje.
—Los viajes son una forma de escapar.
—Me contó que había tenido tres maridos. No le quedaba ninguno. Estaban muertos.
—Hay personas que tienen mala suerte.
—Me lo contó con voz temblorosa. Tenía un aspecto frágil, pero había algo en ella que me hizo pensar que saldría adelante. Me pregunto cómo debe de haberle ido. No he vuelto a saber nada más. Me acuerdo de su nombre.
—Algunos nombres no se olvidan.
—Se llamaba Matilde.
—Yo también he perdido a un hombre.
—Me lo imaginaba. Lleva la tristeza reflejada en los ojos, como aquella mujer. Me la ha recordado. Todas las historias se repiten.
—Sinceramente, las demás no me importan nada.
—¿Ha visto qué cielo tan azul?
—No me había fijado. ¿Hace buen día?
—Fíjese, una mañana espléndida.
Se acordó del móvil que llevaba en el bolso. Hacía días que no lo utilizaba. Lo conectó con un afán absurdo, pero inevitable. La esperanza que nos hace soñar lo imposible. Quién sabe si Ignacio había cambiado de opinión. Tal vez la buscaba mientras ella daba vueltas por la ciudad. Pulsó las teclas que la conectaban con el buzón de voz. Esperó conteniendo la respiración. No había mensajes. Lo volvió a intentar con nerviosismo. Una voz femenina, casi metalizada, le recordó que no había nada que esperar. Antes, le llenaba el buzón de palabras. ¿Cuántas veces le había dicho que la amaba? Pensó que no tendría que haber borrado aquellas frases. Le habrían hecho compañía, aunque fueran mentira. Cualquier falsedad era mejor que el silencio. Se sintió muy sola, con el aparato en la mano. Miró por la ventanilla del coche. La gente hablaba por teléfono. ¿Cuántos debían de estar pronunciando palabras de amor? Sintió rabia contra quienes se amaban. El mundo se había convertido en un lugar hostil. El hombre le dijo:
—La mayoría de las personas no saben qué tienen que hacer, pero todo el mundo sale adelante.
—No me diga que el tiempo lo cura todo.
—No se lo diré, pero es la verdad. Como mínimo, pone las cosas en su lugar. Estoy acostumbrado a vivir la vida de los demás. La mía es muy simple: estoy casado desde hace muchos años. Tengo un hijo que hace su vida. No se acuerda demasiado de sus padres. Nosotros vivimos tranquilos. De casa al trabajo; del trabajo a casa. Cuando se canse de dar vueltas, me tendrá que dar unas señas.
—No quiero regresar.
—Cualquier dirección. Siempre tenemos un lugar adonde ir.
—¿Está seguro?
Con un gesto de impotencia, volvió a coger el móvil. Marcó, una vez más, las tres cifras del buzón. Se repitió la misma circunstancia: la falta de mensajes, la evidencia de lo que ya sabía, la soledad.
En voz baja le dio el nombre de una calle. El taxista tuvo que esforzarse para entender las señas. Se dirigió hacia allí sin hacer comentarios. Cuando llegaron, Dana pagó el importe que marcaba el taxímetro. Habría deseado darle las gracias, pero no supo. Se despidió con un gesto del hombre que no tenía rostro: una nuca ancha, la espalda inclinada, la camisa de cuadros.
Entró en la farmacia. Había mucha gente que hacía cola. Esperaban que fuera su turno con una expresión de indiferencia que envidió. Nunca volvería a ver a Ignacio. Tampoco escucharía su voz. Pensarlo le provocaba un dolor intenso. El aire era casi irrespirable. Tras el mostrador, reconoció la figura de Luisa. Llevaba puesta la bata blanca. Le sonrió, al verla:
—¿Qué haces por aquí?
—No me encontraba bien. He pensado que podía venir a verte. No sabía si estarías.
La otra se movió con rapidez. La hizo sentar a una mesa, en un extremo del local, lejos de miradas curiosas. Le dio un vaso de agua, mientras despedía a los últimos clientes. Se le acercó preocupada:
—¿Qué ha pasado?
La pregunta era fácil de responder, pero se quedó muda. Intentaba hablar y las palabras se perdían. Miró a su amiga con un sentimiento de desolación. Tenía el rostro transformado, como si lo ocultara tras una máscara. Parecía venir de muy lejos, arrastrando todo el cansancio del mundo. Luisa le preguntó:
—¿De dónde vienes?
—He venido en taxi. Es el mismo que tomó una mujer que se llamaba Matilde. Había perdido a tres maridos. ¿Te lo puedes imaginar?
—¿De qué me hablas?
—Me ha dejado. Es un hijo de puta, y ha regresado con Marta.
—¿Cómo?
—Ignacio ha vuelto con su mujer. Dice que sus hijos le necesitan.
—¡Dana!
—Te doy pena. Me doy lástima a mí misma. Hace semanas que le espero. Días y noches de mentiras que me hacen odiarle, pero que echaré de menos. Incluso añoraré sus mentiras. ¿No es gracioso? Tendríamos que reírnos. Me decía que me amaba.
Luisa cerró la farmacia. Bajó la persiana y echó el cerrojo a la puerta. Apagó las luces generales. Sólo dejó un pequeño foco que iluminaba la mesa donde estaban sentadas. Dana apoyó la cabeza, incapaz de moverse. La otra la abrazó sin decir nada. Pasaron algunos minutos en silencio. Hacía frío. Pensó que desaparecer debía de ser dulce, cuando el aire nos hiela el aliento. Tener el corazón helado es una forma como otra cualquiera de empezar a morirse.
Se llamaba Antonia. La frente ancha y la nariz pronunciada, los cabellos cortos. Se vestía con trajes sastre de corte impecable, americanas que le marcaban la cintura, pantalones rectos. Era una mujer moderna, que andaba por ahí con la agenda en una mano y el móvil conectado. Seguía la actualidad y opinaba sobre política. Manifestaba preocupación por los temas sociales, aun cuando era lo bastante lúcida para saber que no podía intervenir en profundidad. Era independiente económicamente desde hacía años. Vivía en un piso decorado con muebles de diseño minimalista, en el centro de la ciudad. En las paredes, cuadros de pintores cotizados que parecían reproducciones de Kandinsky. Odiaba a los figurativos, pero adoraba las formas vagas, imprecisas. Se declaraba urbanita, y ejercía ese estilo de vida. En el frigorífico, algunos yogures a menudo caducados, zumos de fruta, algo de jamón, y poca cosa más. Comía fuera de casa: «No tomaré postre, un café con sacarina.» La cafetera a punto a cualquier hora. Las sesiones en el gimnasio que procuraba seguir con un ritmo regular, pero que compromisos de última hora le hacían cancelar con frecuencia. Una masajista que la devolvía a la vida, tras muchas jornadas de tensión. Tenía algunas debilidades que no confesaba a nadie: la pasión por el chocolate y la necesidad, reprimida a menudo, de robar libros en los grandes almacenes. Lo hacía de vez en cuando, desde que era una adolescente. Le gustaba leer.
Tenía un rostro de líneas regulares, de facciones cinceladas como si fueran la obra de un escultor barroco, que no deja que el aire aligere la fuerza del mármol. La mirada aportaba al conjunto un aire malicioso. Atenuaba la rigidez de la escultura y le concedía el toque de una vida inquieta, la gracia de la carne. Pese a la rigidez en el ademán, era una criatura inquieta. Desde la mañana a la noche, vivía pendiente del reloj. Sus manecillas le marcaban las pautas de la existencia. No podría haber existido sin situarse en el segundo exacto que correspondía al presente, un presente que se le escapaba. Las horas volaban entre compromisos y comidas de trabajo, encuentros sociales relacionados con la empresa donde trabajaba. Los fines de semana eran la otra cara de la moneda.
Si prestamos atención, hay contrastes que nos colapsan la vida. Antonia procuraba no hacerlo. Vivía entre la prisa y la quietud, escindida en dos historias que eran el blanco y el negro. Durante los días laborales, el móvil no paraba de sonar. Eran llamadas sobre asuntos urgentes, citas inaplazables, temas que tenía que cerrar. La mañana del sábado, el aparato enmudecía. Tenía la impresión de que el mundo se detenía. Inmersa en su vorágine, había conseguido no pensar demasiado. Dejaba de lado las reflexiones y los interrogantes, sumergida en un trabajo que concentraba toda su capacidad de atención. Cuando llegaban los días de fiesta, se encontraba sola, como si la vida fuese un objeto que nos quema en las manos, mientras ignoramos la suerte que le espera. Se desorientaba. Las tardes de los domingos se convertían en jornadas inacabables de tristeza. Eran largas, siempre idénticas. Le recordaban las tardes de cine de la infancia. Por el precio de una entrada, dos películas y una bolsa de palomitas. Iba con su madre, después de comer. Llevaba una falda de cretona, ropa de gente con un gusto dudoso y escaso dinero. Salían cuando el anochecer ganaba terreno al cielo. Ahora vivía: una nostalgia inexplicable en un refugio hecho de almohadones, chocolate y suplementos de periódicos. El deseo de perderse en el sofá de su casa como si estuviera en una butaca de cine, rodeada de desconocidos o sin nadie, que, al fin y al cabo, viene a ser lo mismo.
Tiempo atrás, había odiado los fines de semana: los ratos de televisión, las salidas con algún conocido —era realista y el ámbito de los amigos le resultaba tan escaso que no se atrevía a incluir a demasiada gente—, las cenas con su hermana, o con algún hombre a quien ocasionalmente conocía en el trabajo, y que a menudo resultaba decepcionante. Estaba harta de escuchar dramas personales, de convertirse en un contenedor donde el otro escupía todas las miserias. Le resultaban patéticos los relatos sobre matrimonios que no funcionaban, pero que él no se atrevía a romper por el peso de la inercia, de la comodidad, o del absurdo. Eran narraciones repetidas que había oído docenas de veces de labios diferentes. Se aburría escuchando historias de desamor o de desencuentros. Consideraba ofensivas las invitaciones para practicar sexo furtivo, que supliera las carencias en la cama con la pareja estable. Cuando, vencida por la necesidad de compañía o de un orgasmo, había aceptado una propuesta, siempre se había sentido estafada. La aventura resultaba un fraude, y el orgasmo una falsa ilusión. Mientras el amante de turno se vaciaba dentro de ella, Antonia se quedaba con las ganas. El otro se dormía en seguida —nunca había entendido la facilidad que tienen los hombres de conciliar el sueño después de eyacular—, y ella miraba al techo haciéndose preguntas que no tenían respuesta. Insatisfecha, intentaba masturbarse. A veces, con timidez; a menudo, con indiferencia hacia el que tenía a su lado. No llegaba al clímax. Era incapaz de dejarse llevar, castigada por un cerebro que le negaba los espasmos del gozo.