—Buenos días.
—No tengo días buenos. ¿Lo sabes?
—¿Quieres que entremos en un bar a tomar un café? Si me tienes que decir algo, quizá es mejor que no sea en la calle. —Intentaba mantener la calma, pero no podía evitar un leve temblor en las manos, que ocultó en el fondo de los bolsillos.
—No me apetece que nos vean tomando un café como dos buenas amigas. Lo entiendes, ¿verdad? Lo que tengo que decirte será breve.
—Entonces, dímelo.
—No te saldrás con la tuya. Ni tú ni el cabrón de mi marido.
—Me habían dicho que eras una mujer educada. Ese tono no es el adecuado. Además, Ignacio no es un cabrón. No creo que pensaras lo mismo cuando le amabas.
—De eso hace muchos años. Ahora sólo sé que nos putea la existencia. Mi vida es un infierno desde que se fue de casa. La de mis hijos también.
—Puedo entender que le eches de menos. —Pensó que se estaba equivocando de discurso. No podía implicarse en el posible padecimiento de aquella mujer. Rectificó en seguida—. En todo caso, ésa no es mi historia. Tendrías que hablar con él. ¿No te parece?
—¿Echarle de menos? Le haremos la vida imposible. Su descrédito será el precio de este estúpido capricho. Mis hijos no quieren saber nada de él. Ha roto una familia feliz.
—¿Familia feliz? No sé de qué me hablas. No es precisamente así como él define la vida contigo. Escucha, Marta, no es un capricho: es amor. Sé que te hace daño escucharme, pero es la verdad. Vivíais una historia acabada; déjale libre.
—Nada ha terminado. Eres tú quien no lo entiende. Nosotros —supuso que incluía a los hijos en aquel plural— no perdemos nunca. Pobrecita, tendrías que darme lástima. Retírate del juego, antes de que sea tarde.
—Adiós.
Continuó andando. Iba deprisa, sin mirar atrás. Tuvo miedo de que aquella mujer, que tenía la determinación de una loca, pudiera perseguirla. Le había dicho que se retirara del juego. Las palabras resonaban en su cerebro. ¿De qué juego le había hablado? Aquello era la vida. No se trataba de una partida de cartas donde es necesario ganar por orgullo. El amor va unido a la generosidad, no tiene nada que ver con la arrogancia que había manifestado la otra. Era consciente de que representaba el papel de la mala de la película, la mujer que rompe una familia, como le había dicho, pero había descubierto que Marta no quería a Ignacio. Quería el lugar que ocupaba en el mundo gracias a él. Ignoraba si le quedaba algo de ternura, la satisfacción por los hijos que utilizaba como instrumento, la rutina de los años. No estaba dispuesta a perder el estatus social, la situación económica. Era una mujer de formalismos, que obviaba los contenidos de las cosas. Acaso se quedaba en un nivel muy superficial de consigna mal entendida.
Habría querido notar una sombra de complicidad. El sentimiento que nos puede hacer entender el dolor que causamos a una persona. En los antiguos episodios bélicos, cuando los guerreros se enfrentaban cuerpo a cuerpo, había seguramente secuencias de acción y de sentimientos, cada una guiada por sus propios ritmos. Desde el miedo al encuentro a la rabia, desde el afán de defenderse para sobrevivir hasta el instante inexplicable de proximidad con el enemigo. Todo debía de suceder en cuestión de segundos. Quienes luchaban tenían que tener las armas a punto, el cuerpo al acecho. En un encuentro por amor, intervenían los mismos factores. El afán de poseer a alguien tiene motivaciones diversas. Surge de razones que pueden llegar a ser contradictorias. El amor o la ambición; los deseos del otro o de las seguridades que nos proporciona; el riesgo de vivir o la comodidad de una vida. Continuó el camino hasta la radio. Hacía una mañana de plomo. Se dijo que las cosas no podían ser tan simples, que las analizaba desde la propia conveniencia. Nunca nada es blanco ni negro por completo. Le invadió la añoranza. Habían pasado siglos desde que se había despedido de Ignacio. Se paró en medio de la calle y marcó su teléfono. Tenía que decirle que le amaba. En un gesto inconsciente, acarició el anillo que llevaba en la mano izquierda. Los dedos no habían perdido aquel sutil temblor.
María siempre había sido de carnes prietas. Cuando era niña, tenía los muslos gorditos y la sonrisa amable; dos hoyuelos en las mejillas, que invitaban a los padres a pregonar que era una niña sana. Durante la adolescencia, tuvo que acostumbrarse a los pellizcos afectuosos, un punto malévolos, de la colección de tíos viudos, solteros o malcasados que había en la familia. La robustez de los brazos y la piel tersa de la criatura invitaban a acariciarla. Era de talante afectuoso, tranquilo. No le resultaba molesta la invasión física de los demás, sino que acogía las manifestaciones de cariño con una alegre naturalidad que transmitía a la gente.
Matilde era su mejor amiga. Aunque tenían la misma edad, le inspiraba una mezcla de ternura y de sentimiento protector. Eran el día y la noche: a María no le gustaban los cambios, nunca se precipitaba al tomar una decisión. En cambio, Matilde era impulsiva, capaz de improvisar. Ella tenía un carácter alegre, pero la prudencia predominaba en cada uno de sus actos. Matilde se reía a menudo, aunque también lloraba mucho. Podía experimentar la alegría y el dolor en parecidos grados de intensidad. Una no se arriesgaba demasiado; la otra amaba la aventura. Curiosamente, nunca rechazaron una forma de ser que no reflejaba su propio carácter. Se respetaban y se entendían, aunque no acabaran de comprenderse. Eran fieles a la amistad que tenía orígenes remotos en la memoria. Se sabían incondicionales, sinceras, confidentes. Compartían secretos que no habrían desvelado en la vida. María sonreía ante las incoherencias de una Matilde demasiado visceral. Matilde levantaba las cejas al intuir las inseguridades de su amiga, aquel curarse en salud antes de dar un paso. Expresaban disconformidad sin reproches; discutían con ganas de convencer a la otra, pero no para transformarla.
Las diferencias en sus respectivos caracteres estaban en clara correlación con unas considerables diferencias físicas.
—Nadie creerá que somos hermanas —decía María, muerta de risa.
—Seguro que no nos hicieron con el mismo molde —añadía Matilde, con malicia.
Matilde era menuda. Daba la impresión de que un soplo de viento se la podía llevar lejos. Tenía la cintura de avispa, las manos delgadas, con los huesos marcados. En los pies, las venas dibujaban rutas azuladas. María estaba hecha de redondeces, como si tuviera el cuerpo de musgo, el vientre parecido a un melón maduro. Era alta, con los hombros cuadrados. Tenía unos pechos que se adivinaban turgentes debajo de la ropa. En una tienda del barrio, compraban telas para hacerse vestidos. Les gustaban los estampados de flores: las margaritas de una falda plisada favorecían la graciosa figura de Matilde. Un campo de amapolas se ceñía a los muslos de María. Eran jóvenes y estaban siempre de buen humor.
—Privilegios de la edad —decía Matilde años más tarde, cuando lo recordaban—. La pena es que no éramos conscientes. Éramos felices sin saberlo, como dos estúpidas. Nos habían dicho que la felicidad eran grandes proezas, momentos supremos que no vivimos. Nos creímos unas mentiras que nos hacían vivir a la expectativa, mientras dejábamos pasar de largo una felicidad de días dulces.
Matilde era enamoradiza. María sólo se enamoró una vez, y fue para toda la vida. Se conocían como si fueran almas gemelas. Habían crecido juntas en un rincón del mundo que no ofrecía sorpresas. Cada una de ellas se habría creído capaz de augurar el futuro de la otra. Tenían una base sólida de datos, toda la información posible, pero no consideraban los elementos ajenos que nos marcan la vida; aspectos como el azar, la suerte, los encuentros desafortunados. Ignoraban que hay situaciones que cambian el destino. Ninguna de las dos habría acertado en la predicción de la otra. Los años tuvieron que demostrárselo, con la combinación de sorpresa y dolor que nos acompaña cuando nos hacemos mayores. María aceptó el margen de distancia que hay entre lo que hemos previsto y lo que sucede. Dejó de ser la adolescente que se conforma con todo, pero se convirtió en una mujer que se reconocía en la mirada de los perros apaleados. Matilde entendió el error con estupefacción.
Tiempo antes de esas constataciones, María sorprendió a Matilde con el único acto de vehemencia que protagonizó: el del amor. Cuando alguien no es apasionado, se apasiona por casualidad, sin quererlo. Como llega por caminos imprevisibles, lo hace con una fuerza inesperada. Una energía surgida de un aspecto desconocido de su persona. No hay reservas en los actos que nacen de la espontaneidad. Si intuyes que puedes rodar pendiente abajo, te agarras a las rocas, clavas las uñas de las manos, apoyas los pies. Caminas muy despacio. Eres cauto, prudente. Si desconoces la posibilidad de caerte, saltas por los matojos como una cabra salvaje. No experimentas el miedo protector que nos impide convertirnos en improvisados saltimbanquis condenados a la agonía. Ignoraba que amar era despeñarse vida abajo, a favor de la vida del otro. Convertir su gozo en tu gozo; sus tristezas en las propias tristezas. Nadie le avisó de aquel delirio, de la pérdida de voluntad, de las ganas de irse hasta el fin del mundo con alguien que acababa de conocer. Se enamoró como una loca, pero se comportó con la constancia y la lealtad que la caracterizaban. El resultado era una suma peligrosa. A Antonio, el hombre que se dejaba querer por María, le resultaba una buena combinación.
—El amor te hace tener cordura en la casa, como antes —se burlaba Matilde—, y ser una loca en la cama, cosa inimaginable.
Se casó con un ramo de mimosas en las manos. Decía que eran rayos de sol que había aprisionado, porque se sentía feliz. Llevaba una falda cosida con muchos metros de tela, hecho que no tenía demasiado mérito si tenemos en cuenta las considerables proporciones de su silueta, pero que le daba un aire majestuoso. Una magnificencia que duró el tiempo de la ceremonia, pero que perdió casi inmediatamente y no volvió a recuperar. Fue sustituida por un aspecto inofensivo de ama de casa. Se fue sin dolor del barrio en el que había crecido. Acaso con una cierta tristeza por la tristeza que no sentía. Estaba sorprendida de la ruidosa alegría con la que se despedía de la adolescencia. Era muy joven. Tenía las caderas firmes, los brazos fuertes. El marido estaba convencido de que pariría hijos sanos, de que trabajaría con entusiasmo en el puesto de venta del mercado. Se cumplió la segunda parte del oráculo. Se levantaba al amanecer para cargar el camión con cajas de hortalizas, verduras, frutas. Atendía a los clientes con la sonrisa en los labios. Su carácter apacible favorecía el trato con la gente. Era generosa a la hora de pesar, añadía siempre alguna golosina para los pequeños: un racimo de uva moscatel, unas cerezas para que las niñas se hiciesen unos pendientes, un albaricoque madurado al sol. Se dio a conocer en el mercado. Todo el mundo la saludaba con simpatía, porque no sabía qué era la envidia. Los brazos se le redondearon algo más. Tenía unos pechos generosos, que asomaban por el escote de la bata cuando se agachaba. Aquellas turgencias habrían hecho las delicias de un Rubens. Era gordita y ágil, como si la alegría de vivir se le contagiara al cuerpo.
El marido era un hombre corriente. Matilde habría dicho que vulgar. María le consideraba extraordinario. El desacuerdo a la hora de juzgarlo surgía de la diferencia de afectos que inspiraba a ambas mujeres. Para Antonio, la vida era un negocio sin demasiadas ambiciones: el ahorro mínimo, contar el dinero ganado en el puesto de venta mientras hacía sonar las monedas en la mesa de la cocina; era un vaso de vino y unos huevos en el plato; era dormirse delante de la televisión, mientras seguía el hilo de una película; era penetrarla con una avidez que los años fueron apagando; era una partida de cartas en el bar con los amigos, un cortado con un poco de ron, una camisa limpia que la mujer planchaba con esmero.
Hay amores desproporcionados. María habría dado la vida por él sin pensarlo. Le echaba de menos cuando no le veía. No podía dormirse si él no estaba junto a ella entre las sábanas. Le preparaba comidas sabrosas: pechugas de pollo en salsa, berenjenas rellenas de carne, pescado al horno con verduras. Se imaginaba que cada receta era un filtro de amor. Tenía que medir los ingredientes, para que nadie pudiera robarle el corazón de su marido, y siempre fuera suyo. Hay amores desequilibrados, parejas que se aman con intensidades descompensadas. Los sentimientos pueden parecerse a músicas que se unen: una es muy grave, la otra es aguda. La combinación suena poco armoniosa; hay un desajuste que provoca el rechazo. Antonio nunca se preocupó de hacer feliz a su mujer. Ella imaginaba fórmulas para alegrarle, momentos de deleite que él no valoraba, porque eran demasiado conocidos. Instantes de felicidad que pueden ser raros, como joyas magníficas que la vida no ofrece fácilmente, pero que se desaprovechan si quien los recibe no sabe reconocerlos.
María y Matilde se encontraban los sábados en el puesto de venta del mercado. Entre el alboroto de los compradores, buscaban un rato para las confidencias. El ruido servía para ocultar sus palabras, susurradas al oído. A medida que la vida pasaba, corrían a contársela. La vida se vive apresuradamente. La vida contada permite la reflexión, el pensamiento tranquilo. Cualquier anécdota servía para hacerles entender el mundo de la otra. Les daba pistas sobre inquietudes, deseos, temores. Cuando se murió Joaquín, María compartió la sensación de incredulidad de su amiga. En un mimetismo inconfesable, también ella le había deseado la muerte. Cuando Matilde le enseñó el estilete del rastrillo, simuló una consternación que no acababa de sentir. Creía que no tenía que darle alas, porque era capaz de matarle. Estaba convencida de que tenía suficiente coraje para librarse de la vida que no quería. Fue intencionadamente prudente. Adoptó el papel de mujer que contiene las impetuosidades de la otra. Después compartió la viudedad de Matilde. Con Justo, suspiró aliviada. El camionero era un hombre que inspiraba afecto. Le habría gustado que hubiera encontrado en él al compañero definitivo. Justo fue breve como su nombre. Se murió en una carretera, pocas noches después de su boda. Se sintieron estafadas.
Abrió los brazos para consolar el cuerpo de Matilde. Volcó toda la ternura, la generosidad de la que era capaz. Se indignó contra el cielo por una muerte injusta. Pensó que su amiga no saldría de ese bache, hasta que fueron a cenar una noche cualquiera. Los boleros de Julián la salvaron de nuevo. Fue un amor como una de aquellas canciones que él cantaba en el tugurio.