El dormitorio estaba lleno de periódicos. Todos los días pasaba por un quiosco del paseo Mallorca, donde compraba la prensa. Entretenía el insomnio leyendo los anuncios que ofrecían pisos de alquiler. Hacía una lectura a menudo minuciosa, a veces frenética, porque pensaba que nunca encontraría el que buscaba. Con un rotulador rojo ponía un círculo a los que le podían interesar. Tenía que calcular muchos factores: la distancia del piso al trabajo, la situación, los metros cuadrados útiles de vivienda, el estado de la casa, si necesitaba reformas, etc. Llamó a unos cuantos agentes inmobiliarios y les pidió que iniciasen una exhaustiva búsqueda. Había empezado la primavera en un hotel, quería acabarla en un piso que pudiera considerar propio. Un espacio que fuera de Dana y de él, donde poder amarse entre sábanas que no hubiera usado otra pareja, donde no tuvieran que oír los gemidos que se filtran por las paredes. El placer de los desconocidos puede resultarnos una intrusión. Un lugar que ella, que había vivido el amor en habitaciones alquiladas por un rato, alegraría con plantas de hojas verdes.
Se habían citado bajo los soportales de la plaza Mayor, en un bar lleno de extranjeros. Era una mañana de incipiente primavera, cuando las calles son una fiesta de idas y venidas. La gente añora el sol: se sientan en las terrazas buscando con el rostro un rayo amable. El calor alegra los ánimos, diluye las nostalgias. Todo el mundo se apresura a recibir esa claridad que alimenta como un buen vino. Dana llegó antes. Llevaba un vestido crudo, casi arena, con una chaqueta oscura. Andaba empujada por el deseo de encontrarle. Avanzaba titubeando entre la marea de cuerpos que venían de la calle Sant Miquel. Tenía ganas de verle, de descubrir su rostro entre todos los demás. Sentía también una cierta inseguridad, porque no dominaba la situación. Estaban poco acostumbrados a los encuentros diurnos en una céntrica plaza de Palma. Se preguntaba cómo tenía que comportarse. Le sonreiría. Había recibido la llamada hacía un rato. Fue breve, preciso; le insistió para que no llegara tarde; se inventó una excusa en la radio y se marchó, sin demasiadas explicaciones. Corría por la calle, casi volaba. No tenía motivos, pero necesitaba andar con rapidez. Tenía que recorrer la distancia lo más velozmente posible.
Se encontraron y los transeúntes desaparecieron de su vista. No oían el murmullo de las conversaciones, ni había rastro alguno de presencias poco oportunas. Se miraron a los ojos. A Dana le pareció descubrir una sombra de fatiga. Él leyó entusiasmo, una entrega sin reservas que resultaba reconfortante, porque no es muy frecuente. Se sentaron a una mesa que estaba algo alejada del resto. Él le dijo:
—He encontrado un piso.
—¿En serio? ¿Lo has visitado ya?
—Me gusta mucho. Creo que podremos estar bien en él.
—Me siento feliz sólo con imaginarlo. ¿Dónde está?
—En la calle Sant Jaume. Es un piso antiguo, pero no necesita reformas… Puede que algunos detalles sin importancia que pueden solucionarse en un par de semanas. Sólo tienes que visitarlo y decidirte.
—No, no, si a ti te gusta…
—De ningún modo, quiero que sea una elección de los dos. Aquí tienes las llaves. No tengo que devolverlas hasta mañana. Puedes ir esta tarde.
—¿Sola?
—Sí. Es una primera visita. Tengo mucho trabajo en el despacho. Si te gusta, haremos la siguiente juntos.
—De acuerdo.
La calle Sant Jaume es estrecha. Desde la iglesia de Santa Magdalena, llega hasta el inicio de Jaume III. Es sombría, con casas de fachadas altas. Da la impresión de que la piedra se impone, que gana al espacio. Siempre le había gustado su aspecto tranquilo, señorial, la calma que se respiraba, justo en el centro de la ciudad. Fue a primera hora de la tarde. La curiosidad le empujaba a visitarla sin acabar de creerse que fuera posible. Se lo repetía bajito, como quien murmura una letanía: iba a ver el piso que Ignacio había elegido para ellos, la casa donde vivirían juntos. Tenía que hacer un esfuerzo para medir el ritmo de los pasos, para contener la alegría que la desbordaba. No podía ponerse a correr, ni saltar entre los coches. Los demás peatones habrían creído que era una loca, una mujer que había perdido el juicio. Debía de ser verdad, porque la prisa la vencía, el impulso de convertirse en un soplo de aire.
Era un ático con una terraza acristalada. Estaba reformado con buen gusto: vigas de madera en el techo, ladrillos de cerámica, un salón con chimenea que tenía las paredes de estuco veneciano, era de un tono que oscilaba entre el rosa y el naranja. El dormitorio era grande; la cocina, moderna. Había una sala con estanterías para libros. Entró y sintió una calidez inesperada, la sensación de reconocerse en el espacio. Había una bañera antigua, con cuatro minúsculos pies, que parecía salida de una película de Fellini. El resto era de una desnudez rotunda, excesiva, que invitaba a imaginar rincones decorados con delicadeza. Recorrió el piso tres, cuatro, cinco veces. Se imaginó la terraza llena de macetas. Haría un jardín secreto, para que en él creciera el amor. Se imaginó una mesa con butacas de madera. Un zumo de naranja por las mañanas, un combinado los atardeceres, cuando volvieran de trabajar, música de fondo. Tendrían todo el espacio y todo el tiempo para amarse. No se sorprendió: Ignacio había acertado en la elección. El piso era, desde aquel instante, su casa.
Oyó ruido de pasos. Alguien se movía con precaución a pocos metros de donde se encontraba. ¿Eran los movimientos cautelosos de una persona que pretende esconderse? ¿O el disimulo buscado de quien nos quiere sorprender? ¿Había un ladrón en el piso? Era una sombra que la había perseguido por la calle, que observó sus movimientos, hasta que comprobó que estaba sola. Tuvo el tiempo justo de percibirlo, antes de que le taparan la boca, mientras unos brazos la arrastraban al suelo. No tuvo que ahogar los gritos bajo la mano que le cubría la boca, ni opuso resistencia al abrazo. Oyó una voz conocida que le murmuraba:
—¿Creías que no iba a acompañarte a ver nuestra casa?
—¡Me has asustado! —Reía ella.
—Quería observarte. Nunca te había espiado y me gusta. He seguido tus pensamientos mirándote.
—¿Y qué pensaba?
—Pensabas que he hecho una buena elección para nosotros. Igual que a mí, te han encantado estos espacios. Crees que aquí seremos muy felices.
—Sí. —Continuaba riendo.
—Has pensado que es una casa llena de magníficos rincones para amarse.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Es lo mismo que pensé yo al verla.
Se rieron los dos. Se abrazaron sobre una alfombra hecha de ropa: el vestido, la chaqueta, la camisa y los pantalones. Había una mezcla de colores, de aromas, de pieles. Sus cuerpos eran un solo cuerpo.
El tercer marido de Matilde cantaba boleros en un tugurio de mala muerte. Era un bar desvencijado que ocupaba los bajos de una casa antigua, en un callejón del barrio de la Lonja. Tenía la gracia de aquellos antros que han crecido improvisadamente, a partir de una acumulación de objetos. Había mesas redondas, que recordaban los cafés parisinos. Las butacas estaban tapizadas de terciopelo. Se servían copas de cava y combinados. Todo sucedía en una dulce penumbra que suavizaba las conversaciones y las facciones de la gente.
Se llamaba Julián. Si le mirabas de lejos, tenía un aire que recordaba al protagonista de
Esplendor en la hierba
. Un Warren Beatty de mirada perdida, de ademán indolente con cierta ternura en los gestos. No era un retrato exacto, sino una versión deformada por los años. Un círculo de grasa le rodeaba la cintura, los hombros se inclinaban bajo una joroba imperceptible, las arrugas le marcaban el rostro. Toda la vida había querido ser un profesional de la música. Subir a un escenario y despertar la ovación del público con sus canciones. Tenía una voz profunda, que el tabaco y el alcohol habían roto en el punto justo para que recordara la cuerda destemplada de un instrumento demasiado usado. Sabía modularla, mientras la adaptaba a los movimientos del cuerpo. Era un auténtico escenógrafo: dominaba la expresión de la cara, el movimiento de los brazos, que parecían querer perseguir lo que decía, apesadumbrado por haber dejado escapar tantos sentimientos entre sus labios. Era un actor acostumbrado a interpretar su papel, pese a las circunstancias desfavorables o al desinterés de quienes tendrían que haberle escuchado pero se entretenían en conversaciones absurdas, bromas groseras o confidencias. Se sentía muy solo, un artista incomprendido a quien el público rechaza. Cada noche era como si fuese la primera. Volvía a ponerse el traje negro, de codos desgastados, el corbatín que heredó de un tío suyo que había actuado con la orquesta de Antonio Machín y que fue su precursor familiar en el oficio. Saludaba a una docena de personas que se sentaban en el café con una inclinación que tenía algo de tristeza y empezaba a cantar boleros, que relatan historias de derrotas.
Matilde nunca salía de noche. Desde la muerte de Justo, se había resignado a una vida tranquila. No buscaba nada más. Se levantaba temprano, terminaba los trabajos de la casa y se arreglaba frente al espejo. Un toque azul en los párpados le recordaba que todavía estaba en este mundo. Solía ir al mercado para encontrarse con María. Compraba fruta, legumbres. El objetivo era la conversación. Hablaban de todo y de nada, en una secuencia hecha de exclamaciones, de interrogantes, de murmullos junto al oído. Se sucedían expresiones como «No te puedes ni imaginar», «¿Sabes lo que dicen? Yo no lo creo, pero me lo han contado». Acumulaban chismes, que eran la crónica de los conocidos de siempre, la constatación de que la existencia seguía, pese a la adversidad. Matilde no solía hablar de los maridos muertos. Joaquín la liberó yéndose. Justo la traicionó, muriéndose sin previo aviso, cuando empezaban a saborear el amor. Los dos formaban parte de una oscura memoria, que no quería rescatar para los demás. María lo entendía. Era una mujer respetuosa, consciente de que hay temas que resultan inconvenientes. No hace falta abrir las heridas, cuando todavía no se han cerrado. Ella era risueña, como Matilde antes de aquella doble viudedad que le amargaba la vida. Se encontraban bien juntas. Habían compartido demasiada historia para que no se entendieran sin mediar palabras. Con una mirada tenían suficiente para adivinar el pensamiento. Resultaba cómodo, porque, cuando hay mucho que decir, los sobreentendidos nos permiten avanzar sin errores.
María llevaba el pelo corto, con las puntas rizadas. Tenía la frente alta y una sonrisa con la que se ganaba el corazón de la gente. Era la misma sonrisa de aquella adolescente que saboreaba la vida con curiosidad, cuando vivían cerca. La había conservado como un milagro. Se burlaba del colorete, porque tenía las mejillas encendidas. Empezó a usar pintalabios cuando se lo pidió el marido. Estaba contenta si podía hacerle feliz, pero prefería ir con la cara lavada. Matilde le aconsejaba el tono que tenía que ponerse para iluminarlos. Los encuentros matinales le hacían compañía. La animaban a salir de casa. Gracias a las citas del mercado, venció la tentación de no moverse de la butaca, observando el mundo desde la ventana.
Una noche salieron a cenar. El marido de María estaba de viaje y aprovecharon para encontrarse en un restaurante donde se servía buen pescado y mejor vino. Estaba en el paseo Marítimo de Palma. A María no le hacía demasiada gracia salir sin su marido. Estaba acostumbrada a su compañía, a aquel acoplamiento del cuerpo del uno al cuerpo del otro. Había convertido los hábitos de él en los suyos propios. Ya no sabía qué decisiones nacían de una voluntad personal ni cuáles eran el resultado de la influencia de un carácter decidido. Tampoco se paraba a analizarlo. Era feliz cuando vivía pendiente de sus deseos, de las reacciones que intuía antes de producirse. A veces, pensaba: ¿no se lo había dicho el cura de la parroquia de Santa Catalina, cuando los casó, que empezaba un tiempo en que formarían una sola carne, una única vida? Le gustaba recordarlo, aunque nunca se lo decía a él.
Tenía buen corazón y quería a Matilde. Era su amiga, la confidente en la adolescencia, la cómplice en la edad adulta. Habría querido que tuviera mejor suerte, porque creía que cada uno tenía que recibir de la existencia lo que correspondía a su bondad. Como si la fortuna tuviera que depender de una cuestión de méritos. Era un pensamiento infantil, de una inocencia que formaba parte de su carácter y que conmovía a Matilde, mucho más escéptica con ese tipo de repartos. Ella habría comparado la suerte con una lotería. Como María sabía que estaba sola, se alegraba al verla aparecer por las mañanas en el mercado. Le elegía la fruta jugosa, la que se deshace en la boca. Le contaba los últimos chismes con buen humor, deseosa de verla sonreír. Por eso decidió salir a cenar. Sabía que Matilde apenas se movía de casa, y estaba dispuesta a acompañarla en una noche de inesperada libertad.
Se vistió de fiesta. María, sin su bata de flores, parecía otra mujer. Llevaba el vestido azul marino que tenía las mangas abrochadas en el puño, y zapatos de tacón. Matilde llevaba una falda gris y una blusa blanca. Se había puesto un collar de coral. Andaba con la gracia de siempre. Se movía por el mundo con aires de criatura alada. Nunca supieron cómo acabaron en el bar que había detrás de la Lonja. Habían compartido una botella de vino. María hablaba de su marido con el entusiasmo de una adolescente que ha descubierto el amor. La otra la escuchaba sorprendida. Se mezclaban la admiración por un sentimiento incondicional con un poco de duda. Él no le parecía digno de una idolatría tan intensa, pero nunca se lo habría confesado. Le envidiaba que fuera capaz de mantener el entusiasmo, la devoción por alguien. Los años suelen poner a prueba las fidelidades. Comprobar su fortaleza le devolvía la fe en la gente.
Cuando entraron en el bar, Julián cantaba
Tatuaje
. Hablaba de un extranjero que había llegado en un barco. Llevaba en el pecho un tatuaje con el nombre de la mujer que había amado. Otra mujer, a quien contó su historia, le perseguía de mostrador en mostrador:
—Hay amores que matan —suspiró María, que era una seguidora de las telenovelas, mientras ocupaban una mesa en un extremo de la sala.
—No debes de hablar por ti. —No pudo evitar la ironía—. En todo caso, debes de decirlo por mí. Pero tendrías que corregirte: mis amores casi me matan, pero ellos siempre se mueren.
—Ay, querida, ¡cuánto lo siento! —María era incapaz de captar el tono burlón de la otra—. No me refería a tu vida. Ya sabes cómo me duele.