Papelucho soy dix-leso (3 page)

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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

BOOK: Papelucho soy dix-leso
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Justo entonces se revolvieron las alas un momento. Y otra vez el silencio. ¿Pana de batería? pensé y entonces me cayó la teja: no era un portaángeles sino apenas un helicóptero. ¡Y mi teniente y yo estábamos vivos!

Yo creo que habíamos resucitado, que es como nacer. Total uno llora de la pura alegría.

Alguien trató de nuevo de dar vueltas las alas. Se oyeron garabatos y se abrió una puerta. Dos gallos saltaron fuera. Era noche y había luz de luna. Vi alejarse sus sombras por el infinito.

—¿Qué te pasa? —oí una voz a mi lado. Era mi teniente sentado en camilla y con los pies en el suelo.

—Creí que estábamos muertos —hipé—. ¿Dónde estamos?

—Ya lo averiguaremos…

Trató de levantarse pero cayó sentado en la camilla. Tenía la cara un poco rara en la oscuridad.

—¿Estamos secuestrados? —pregunté.

—Podría ser. ¿Es millonario tu padre?

—Ni siquiera jubilado… —dije desprecioso.

—¡Claro! Ahora recuerdo. Tú eres ladrón de automóviles.

—¡No, señor! —clamé furiondo—. Yo estaba cuidando un auto, que es distinto. Y no porque Ud. es teniente me va a insultar. Soy muy rabioso.

Mis manos se apretaron con ganas de apuñetearlo, pero el teniente estaba herido y con la nariz fallecida. Le di una mirada terrorista y nada más.

—¿Qué haremos? —trató de levantarse otra vez y se quedó afirmado en su camilla.

—Si Ud. no sabe, menos lo sé yo. Porque lo que yo pienso fijo que es equivocado. ¿No ve que soy dix-leso?

—¿Y eso qué es?

—Una cuestión especial.

—¿Eres chistoso?

—Ahí es donde está lo malo: creen que soy chistoso cuando hablo en serio.

Nos miramos en la oscuridad.

—Me parece que tu enfermedad no es del cuerpo —dijo.

Oiga, mi cabeza es de mi cuerpo y no porque yo pienso más ligero que mi carrocería voy a ser leso. Dix quiere decir no en otro idioma. Ud. me entiende ¿no?

—Sí —dijo pensaroso—, y creo que vale la pena que tratemos de dormir. Nos han pasado muchas cosas, estoy machucado y es plena noche…

Se recostó otra vez en la camilla y yo me acomodé en un rincón entre unos sacos bastan te duros…

Una sirena de buque me sacó de mi sueño. Ese sueño tremendo en que éramos náufragos en el fondo del mar, un mar muerto, yo creo. Aunque el submarino hundido no se movía, resoplaba su sirena angustiosa pidiendo socorro.

Abrí los ojos y vi que era día claro. Sin mar rugente ni pulpos terroristas. Poco a poco el submarino se convirtió en el viejo helicóptero desfallecido y su motor tormentoso eran los puros ronquidos de mi teniente.

Pero otra vez sonaba la sirena de buque en alta mar…

Miré afuera. Por la ventana empañada asomaban unos tremendos ojos maquiavélicos, estupidizados de odio. No pestañeaban jamás.

Salté y me levanté. Remecí a mi teniente.

—¡Hay un monstruo marciano! —clamé triunfante—. ¡Nos espía!

—¿Qué? —su cara hinchada no estaba aún despierta.

—¡Ahí! —le apunté todo entero tartamudo—. ¡Dispare, por favor!

Mi teniente buscó su metralleta, pero no la tenía. Se la habrían robado. Ahora él era un cualquiera, tan tarado como yo, pero con menos susto.

Se acercó al ventanal y entonces soltó una risotada churumbélica. No se había reído nunca antes, así que me tilimbré.

—¿Qué qué qué pasa? —seguía tartamudo.

—Es una vaca —contestó calmante.

—¿Una vaca? ¿Una vaca marina? —yo estaba todavía enredado en mi sueño.

—Estamos en un potrero… Aterrizamos anoche ¿no te acuerdas?

Claro, ahora me acordaba. Y también me convencía de que lo otro era sueño. Uno no tiene confianza en lo que piensa cuando dicen que es dix-leso.

Cuando se pasa el susto, viene el hambre. Mis tripas sulfurosas sonaron como trompetas del juicio final.

—De lo que me acuerdo es que hace tiempo que no como —clamé furiondo.

—También yo estoy muerto de hambre —dijo el teni. Pero en los helicópteros hay siempre una sanguchera…

Me acordé de mi invento y chorreando jugos sabrosos de esperanza me largué a escarbar en los rincones. Había una sanguchera, pero uno sabe que los piratas aéreos siempre disfrazan sus cosas, así que la desprecié. Había una bomba de fabricación cocinera que olía a queso y arrollado, y pensé al tiro que ahí estaba lo bueno. La tomé, la olí y me chorrearon los jugos hasta el cogote. Y me largué tenebroso a escarbar la sanguchera disfrazada.

Justo cuando había pescado el resortito abridor, una mano inmensa me arrebató el tesoro y antes que pudiera defenderlo, mi teniente Albornoz lo disparaba lejos por la ventanilla de la vaca curiosa.

Habríamos quedado atómicos si no lo hubiera hecho…

Volamos por el cielo revueltos con cuestiones sulfurosas, repuestos y bujías que no se encuentran ni en el mercado más negro. Vi pasar la gorra de mi teniente, vi a Dios de pasadita pero El no me reconoció. Vi también lo chico que es el mundo cuando uno lo mira desde el cielo.

Pero bajamos. Yo venía montado en mi teniente, agarrado a su cogote y aterrizamos bastante lejos de la fogata, que se había convertido el maldito helicóptero. Llamas y humo y explosioncitas volcánicas seguían disparando repuestos y dejando la crema. El pasto ardía por aquí y por allá, y entonces me acordé de la pobre vaca.

Pero apenitas había pensado en ella la divisé corriendo a todo chancho por la llanura. ¡Se había salvado! Aunque encontré ahí cerca uno de sus cachos…

Con el humo y los olores reventosos se había pasado el hambre. Me desmonté del teniente y los dos apretamos a correr para alejarnos del fuego.

No habíamos corrido mucho cuando se oyó otro estallido más rotundo y voló la hélice gigante, neumáticos y fierros retorcidos como cachirulos.

A la vaca le había caído de collar un neumático y sus ojos miraban con envidia la mano con que yo había recogido su cacho. Sentí como un mandato y corrí donde ella y con saliva le pegué su cacho. Yo sabía que los injertos pegan bien cuando están frescos. Y así supe que voy a ser doctor porque sentí por dentro algo como radiante. También la vaca me tomó ese amor de "muchas gracias" que le toman a uno los animales cuando uno los entiende.

Y no tengo que estudiar demasiado porque seré famoso a los quince años. Hay tantos animales en los que puedo hacer práctica y hasta puedo pegarle las patas a las moscas cojas, que son muchas.

Con la cuestión de lo agradecida que estaba la vaca, aproveché para sacarle leche en un tubo. Mi teniente chupaba la punta del tubo y se servía así su buen desayuno. Y yo me serví el mío con la ayuda de mi teni.

Nos habíamos hecho tremendamente amigos y nos contábamos cosas de la vida y hasta secretos. Hay que ver lo entretenida que es la vida de un teniente de treinta años enteros.

Caminábamos por aquí y por allá esperando que se acabara el incendio, porque mi teni decía que bien valía la pena registrar las cenizas para encontrar alguna pista de los piratas que nos secuestraron.

—Total no nos hicieron nada —dije yo—. ¿Para qué nos traerían aquí?

—Por equivocación —explicó mi teni—. Algo les falló en su programa o "alguien" se adelantó y cambió las cosas…

—¿Ese alguien soy yo?

—Naturalmente. ¿Quién te mandaba subirme a la terraza de emergencia de la posta central?

—Así que Ud. se dio cuenta de todo lo que pasó. Yo lo creía aturdido.

—Aturdido a medias. Pero no tenía fuerza para hablarte… —dijo.

—¿Entonces Ud. cree que iban a secuestrar a otro?

—¡Por supuesto! Estaba todo arreglado. Como el secuestrado no les habló, decidieron dejarnos abandonados. Se estaban enredando demasiado…

Quedé pensaroso. Pero entretanto se había apagado el incendio y hasta el humo. Nadie había venido a curiosear el incendio. Éramos dueños de las ruinas y sus valiosos fierros retorcidos.

—La escabadura fue larga. Había muchas metralletas chuecas y mi teni iba diciendo: "¡Hum!" cada vez que apartaba una. Tirábamos a un montón lo que podía servir, y entre ellas mi teniente casi no pudo tirar una marmicoc repesada y negrita de humo. Al tirarla se abrió explosionosa y vomitó una cuestión como crema espesa amarilla y brillante.

—¡Lo encontramos! clamó glorioso y me sujetó fuertemente, porque se me iban las manos a probar lo que me parecía una mermelada.

—¡Es oro! Pero está fundido y caliente —su voz, era de padre eterno—. Tenemos que esperar hasta que se enfríe —y me siguió sujetando.

—¿Hemos hallado un tesoro? —pregunté.

—Más bien un problema —dijo con voz funeral.

—El oro siempre sirve —traté de soltarme—. ¿Cuál es el problema?

—El problema es pillar a los ladrones y devolver el oro a su dueño. Como tú ves la marmicoc guardaba oro que derritió el fuego. Pero los que lo habían guardado ahí van a venir por él. No se atrevieron a sacarlo anoche, por no despertarnos…

—Total es un tesoro ajeno… Podemos dejarlo tirado —dije aburrido.

—Un carabinero tiene obligaciones, Papelucho —dijo mi teni abotonando su chaqueta y poniéndose duro. Pero le dolió algo al enderezarse.

Yo también me puse duro. Un teniente necesita alguien a quien mandar. Apreté mis talones y me achaté las manos en el popí.

—¡Mande mi teniente! —dije esperando órdenes.

—¡Descansa! Ya te diré mi plan cuando lo tenga pensado…

Y se sentó, en una piedra. Poco a poco se le iba deshinchando la nariz. Yo y la vaca lo mirábamos y veíamos unas pocas ideas que le hacían cosquillas sin convertirse en "plan". El sol subió hasta arriba y comenzó a bajar.

—¡Ya! —dijo de repente y se levantó poco a poco.

Yo también me levanté y lo seguí.

Nos acercamos al problema, o sea a la olla con su oro derretido y él lo levantó limpiecito en sus manos. Era una cuestión como "brazo de reina" medio chueco para un lado pero brillante que dolían los ojos. Se había puesto duro como piedra.

—Tendremos que esconder nuestro "problema" hasta llegar donde el juez.

Entonces se sacó los pantalones y yo miré a otro lado, con respeto. ¿Qué iría a hacer desnudo? ¿O se estaría volviendo un poco loco?

Lo aguaité con disimulo y vi que se había sacado la camisa. La estaba haciendo tiras, lo que se llama tiras, largas, raras… ¿Qué diría su señora cuando viera esa camisa? Nunca más la podría componer.

Fue añadiendo las tiras, hizo un rollo con ellas y entonces tomó la cuestión de oro y se la empezó a probar por todos lados: primero en la rodilla, después debajo de ella, en la pantorrilla, en la cintura…

"¡Pobre esposa del teniente con su marido loco" —pensé yo.

Y dale con ajustarse el tesoro en cada parte del cuerpo. Después volvió a probarlo detrás de la rodilla y comenzó a vendarlo firme con las tiras de la camisa. Quedó como enyesado, con la pierna bien tiesa y mucho más gorda. Apenitas le entró la pierna del pantalón. Yo lo miraba sin preguntarle nada.

Ensayó de caminar y cojeaba bastante. Pero por fin pudo dar unos pasos más ligero y se rió. Yo me alegré por su señora, porque entendí lo que él estaba haciendo.

Levantó la marmicoc y le probó la tapa.

—Ahora echaremos aquí lo más pesado que encontremos —dijo y comenzó a elegir los repuestos que cabían en la olla. Cuando apenas se la podía, la cerró y fue a dejarla entre las ruinas quemadas, medio escondida.

—El ladrón vendrá luego a buscarla —dijo sonrisoso—. Le estamos poniendo una trampa igual que a un ratón y si viene, lo pillaremos igual que al ratón…

Era chora la idea y me reí de gusto por mí, por la señora del teni y por la genial trampa.

—Ahora —dijo— tenemos que fabricarnos algún arma para defendernos cuando llegue el momento. A ver cuál de los dos discurre mejor.

—¿Es un concurso? —pregunté.

—Es más que eso. Nos va la vida si no sabemos cómo defendernos.

Y los dos nos sentamos en el pasto a pensar…

No sé lo que estaría pensando mi teni. Sé puramente lo que pensaba yo.

—Las metralletas están chuecas y cachirulientas. No sirven —me decía—. La bomba ya estalló. No hay flechas ni lanzas. No hay ni siquiera escopetas…

Había que inventar algo, y eso es lo que cuesta. Cada vez que se me ocurría un invento, ya estaba inventado y tampoco había materiales para fabricar lo que inventaron otros. Yo me estaba gastando los sesos por las puras…

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