Beleúndez y dos hombres más sacaban del avión su carga, se echaban al hombro los pesados sacos y caminaban en fila hacia una carpa que tenía un farol.
Yo con la Ji los seguimos. Era una carpa macanuda con dos carabinas del ladito de adentro, una motoneta y una olla a presión en un anafe. Era el despipe, porque ¿qué más se necesita en este mundo?
Uno de los hombres que tenía regia barba muy crespa nos mandó turiondo:
—A dormir mascotitas que es más de medianoche.
Obedecimos los dos con la Ji y nos acomodamos en un rincón con una frazada que él nos dio. La Ji se durmió al tiro pero yo, mientras más cerraba los ojos, menos sueño tenía, y más oía la conversación.
—Estuve en un pelo de que me alcanzaran —decía Beleúndez— y hasta pensé un momento en botar los sacos… por si me veía obligado a aterrizar. No tuve más remedio que largarme hacia el Sur para despistarlos. Aterricé en un valle cerca de Osorno y ahí esperé el atardecer. Era mi única chance. Pero aún entonces, cuando puse la radio, todavía me buscaban…
—Nosotros temíamos lo peor —dijo el de la pera crespa—, oímos los llamados y hacíamos cálculos de tiempo. Debiste aterrizar aquí a mediodía. TENÍA que haberte sucedido algo. Cuando oscureció y encendimos la seña, lo hicimos sin ninguna esperanza.
—Dame un trago, tengo los nervios muy malos —dijo Beleúndez— y no me siento capaz de pilotear otro vuelo.
Le dieron una botella de algo muy rico, porque a cada trago Beleúndez suspiraba de gusto. Cuando se la terminó, se desató el cinturón y lo dejó caer a mi lado. Tenía una preciosa pistola y una cartuchera de cuero.
—Estírame el saco de dormir que tengo sueño —dijo, y apenas lo desenvolvieron se acomodó en él y empezó a roncar.
—Se ha emborrachado el muy bruto —dijo el de la barba—. No despertará hasta mañana. Tendremos que arreglárnoslas sin él antes de que aclare…
—No es fácil llevar carga en motoneta de noche y sin caminos —dijo el otro.
— No es fácil ninguna cosa —dijo el barbudo—. Pero ahora se trata del pellejo. El avión será localizado apenas amanezca, y linda cosa si nos pillan con todo.
—El rancho del gitano está a cien kilómetros de aquí.
—En dos horas estás allí, y andando —dijo el barbón.
Tal como yo, el otro obedeció. Se echó al hombro uno de los sacos, lo amarró con correas en la motoneta, pescó una carabina y se la terció a la espalda. Echó a andar la motoneta y partió en la noche. El barbudo encendió un cigarro, pescó entre sus manos la otra carabina y se acomodó en la puerta de la carpa. La olla a presión seguía hirviendo y silbando.
Parece que el barbón y yo nos dormimos, porque los dos despertamos con la explosión de la olla, el incendio del anafe y el olor de chicharrones. La Ji y Beleúndez siguieron durmiendo. Era una pena que se hubiera quemado una liebre entera guisada en su propia salsa. Y yo me volví a dormir mascando el olorcito que es mejor que no mascar nada.
Me despertó un dolor y era una garra del hombre que me apretaba un brazo con furia.
—Levántate —me decía—. Está amaneciendo y tendrás que ayudarnos.
Me restregué los ojos porque ni me acordaba de nada y como estaba soñando que iba todavía en el tren, me costó un poco juntarme con mi historia y todas las cosas.
—A ver si puedes con este saco —me dijo, echándome al hombro uno de los que trajimos en el avión. Pero yo no estaba listo y me achaté debajo.
—Lo llevarás de a poco —me dijo, sin desanimarse, y vació en el suelo millones de cajitas.
—Prueba ahora —me dijo. Probé y pude—. Lo harás en cuatro viajes. Ahora ven conmigo. ¿Ves aquel árbol negro contra el cielo? A su pie hay un montón de paja. Apartarás la paja, echarás estas cajas y luego las taparás otra vez con paja. En seguida vuelves con el saco vacío.
Obedecí otra vez. Es tremendo encontrarse con esa clase de gente. Anduve mucho rato antes de encontrar el árbol porque en la noche los caminos son más largos. Me senté en el montón de paja a descansar, abrí el saco y examiné la cajita por si eran municiones, oro o chocolate. En todo caso era algo valioso. Me eché una al bolsillo, y escondí las demás entre la paja. Luego volví con el saco.
Hice cuatro viajes, pero en el último aclaraba ya, y ver amanecer es súper súper. Uno siente lo que sintió Dios cuando hizo el mundo, algo genial.
—¿Has oído el ruido de la motoneta? —fue todo lo que me preguntó el barbón en vez de darme las gracias.
—No señor.
—Ahora te llevas el otro saco de la misma manera —ordenó—. Yo te prepararé un buen desayuno a ti y a tu hermana mientras tanto. Pero esta vez dejas el saco allá escondido, ¿entiendes?
Partí casi con medio saco. El barbón me hizo trampa y resultó muy pesado. Pero ahora de día, con el sol allá en los cerros y pájaros despertando, la cosa era más fácil. Enterré el saco y me guardé cuatro cajitas en el bolsillo. Yo me pagaba una por cada viaje. Pero en esto me dio miedo de que me pillara el bulto y decidí llevarme solamente lo que tenían dentro. Era una gota de polvito en un sobrecito plástico. Seguramente era Uranio, aunque la caja decía Coca. Algún día me podría servir para algún invento. Hice dos viajes más aunque el olorcito a desayuno me llegaba a dar tilimbre.
Por fin se acabaron los sacos y el barbón me sirvió una taza de café con leche. La Ji vino a acompañarnos, pero el señor Beleúndez prefirió seguir durmiendo. El pan era duro, pero el barbón lo remojaba en la leche y yo lo imité y es rico.
En esto estábamos cuando se oyó un avión. Como un autógrafo saltó Beleúndez de su sueño y se puso el cinturón con balas. El barbón se lo quitó y lo metió entero en la olla a presión. Tapó la carabina con el saco de dormir.
El avión bajaba suavemente y antes que me acabara mi pan, había aterrizado. Era de la Fuerza Aérea. Saltó el piloto a tierra y Beleúndez V el barbón corrieron a recibirlo.
—Mi Teniente, ¡qué felicidad! —decía Beleúndez—. Me quedé sin gasolina y sin radio. Aterrizamos sin novedad… Era un vuelo local con mi cuñado y los niños.
Se rió mostrándonos a nosotros. El Teniente le estrechó la mano y le regaló un tarro grande de gasolina, me tiró de la oreja y le dio un caramelo a la Ji. Después se elevó y se fue.
Desde ese momento le cambió el carácter a Beleúndez y al barbón v se reían y hacían bromas y más bromas. De repente no sé qué me dio por hablar y dije:
—¿Ya qué hora vuelve el de la motoneta?
Dicho y hecho. Se acabaron ¡as risas, se enfurruñaron las frentes y estos caballeros se pusieron furiondos. Era que estaban NERVIOSOS.
—¿Dónde se habrá metido ese animal?
—Tú también eres un animal —dijo Beleúndez—, te olvidaste de sacar la señal de las antorchas. El Teniente la habrá visto y…
—No compliques más. Basta con que Ordúñez no haya vuelto. ¡En qué manos estará la carga!
Ni había terminado la frase cuando se ovó en lontananza un ruido de moto. Se ablandaron las arrugas de las caras furiosas que miraban el más allá, pero de pronto esas caras se fueron poniendo cada vez más raras y más raras.
Allá lejos se divisaba no una moto, sino que dos, tres, cuatro, por lo menos. Beleúndez dio un grito: —¡A bordo, zarpe! y pescando el gran tarro de gasolina echó a correr al avión y se trepó. El barbón recogió la carabina y llegó un poco después, justo cuando Beleúndez despegaba del suelo. Los dos con la Ji nos quedamos perpetuos hasta que los vimos perderse en el cielo.
RESULTA QUE EL RUGIDO de motores era como trueno y cinco regias motos alemanas en perfecto estado y de su único dueño nos rodearon a los dos con la Ji.
—A ver si me dices donde está tu padre —me habló el policía más gordo.
—Eso es lo que no sé —le respondí—. Hace días que yo lo ando buscando…
—Escúchame, vivo. Si hablas, no tendrás que cantar… ¿Está el Jefe?
—El Jefe ha salido —repliqué.
—¿Te refieres al avión? ¿Ha salido en el avión?
—Usted también lo vio —dije.
—¿A dónde ha ido?
—No dijeron más que »a bordo zarpe« y volaron dejándonos abandonados.
—¿Son hijos de ellos, la niña y tú?
—No señor. Nos trajeron de mascota desde Osorno con otra compañera que ahora se perdió.
—No entiendo nada. Tendrás que acompañarnos.
—¿Vamos a la Comisaría? Tengo amigos allá…
—No lo dudo. Súbete atrás con tu hermana, allá hablaremos. De modo que quieres hacerme creer que no conoces al piloto que acaba de zarpar.
—Yo no he dicho eso. De conocerlo lo conozco, y se llama Beleúndez. Pero no es mi papá.
—¿Y su acompañante?
—A ése le obedezco pero ni sé cómo se llama.
Echó a rugir la moto y no le oí nada más. Corríamos por los campos a mil por hora y el motor era prepotente. Cuando pasamos por la parva de paja y el árbol le conté que ahí había un tesoro, pero el policía ni me oyó, y seguimos de largo, como si tal. La Ji me rasguñaba con sus uñas filudas pescadas a mi cintura. El avión de Beleúndez ni se divisaba.
Llegamos a un Retén de Policía. Era de esas casitas blancas con ventanas y puertas verdes, un escudo, un arbolito, un collar de piedras en el suelo y una grada para entrar. Adentro estaba el corralito, la mesa, el tintero, el libro y el Teniente. En el cuartucho de al lado, el amigo del barbón durmiendo.
—Nombre —dijo el Teniente.
—Papelucho.
—¿Dirección?
—Desconocida.
—¿Cómo desconocida?
—Desconocida porque no la conozco y también porque nunca la supe…
—A ver, a ver. ¿Cómo es eso?
Empecé a contarle mi historia y me enredé. También él era mal entendido porque me confundía mucho. Hasta que por fin me preguntó:
—¿Sabes escribir?
—Soy escritor —le dije.
—En ese caso, aquí tienes un cuaderno y ¡a ver si me escribes toda esa historia que tratas de contarme. ¡Mientras no esté escrita, quedas detenido!
Me metieron en el cuartucho donde dormía el de la motoneta, me entregaron un lápiz de pasta y un cuaderno y se mandaron mudar, cerrando la puerta. La Ji estaba muy feliz porque ni se da cuenta cuando uno está detenido. Pero yo me sentía tremendamente furioso, porque tenía mucho que hacer, y lo primero era encontrar a mi mamá y papá.
Golpeé en la puerta con furia y nadie me abrió. Abrí la ventana verde y tenía barrotes de fierro. Entonces me di cuenta de que estaba PRESO. ¿Preso por qué? Nadie explica nada. Asomé la cabeza entre los barrotes y vi las cinco motos en hilera brillando al sol. Miré hacia el otro lado, y ahí estaba la Fortuna amarrada a un árbol… ¿Presa también? Pensé: si mi cabeza cabe entre los barrotes, la Ji, que es chica, cabe, y cupo; embutí a la guagua hacia afuera, y la largué. Se levantó corriendo y voló a tomar su mamadera. Yo la miraba desde mi prisión con el cogote estirado, pero cuando quise entrar mi cabeza de nuevo, se me quedó afuera por culpa de mis orejas. Era atroz quedarse entre barrotes para toda una vida. Me puse de perfil, y salté afuera. ¡Estaba libre!
Había que arrancar, antes que se dieran cuenta los policías. Dominé la tremenda tentación de subirme a una moto y preferí correr en silencio con la Ji y la Fortuna. Era una especie de pueblo, con sus calles y todo, hasta su Feria Libre. Ahí, entre repollos, limones, patos y sacos era refácil confundirse con los mirones y perderse de la pista. Porque nadie compraba.
Llegamos a una farmacia y aproveché para preguntar cómo se llamaba el pueblo.
—¿Eres recién llegado? —me preguntó la boticaria.