SOÑABA QUE VIVÍA CON MI PAPÁ y mi mamá en una casa de nylon en Arica, y aunque había miles de chocolates importados a ella le daba por preparar sopas de pollo, y échale pollos y más pollos, y dale y dale hasta que por fin desperté con odio a los pollos. Y otra vez nos dio hambre.
El tren era una especie de Jett y volaba con un zangoloteo furibundo que me tiraba la guagua encima a cada instante. Junto con el olor a sopa de pollo salían todo el tiempo por la puerta del carro unos mozos con chaqueta casi blanca y montones de platos chorreando guisos ricos. Cada vez creía yo que era para nosotros, pero seguían de largo. Hasta que al fin le pregunté a uno:
—¿A qué hora nos va a servir a nosotros, señor?
—Sirvo al vagón comedor —contestó con cara de león de la Metro, y nos hizo un desprecio.
—Vamos al comedor —le dije a mi hermana.
—Te te te te —me contestó ella amablemente…
—A lo mejor está ahí mamá y los demás… —le dije a la Ji.
—Te te te te.
Lo bueno de la guagua es que entiende todo lo que le dicen, pero contesta siempre lo mismo.
—Ponte de lado para que camines de frente.
—Te te te te. —Pero era inútil, porque el apuro del tren nos hacía chocar y chocar. Llegamos a un vagón con mesitas que tenían pan, mantel, mostaza, florero y aceitero. Pescamos un asiento y ahí nos instalamos perpetuamente; le di un pan a la guagua y se quedó tranquila baboseándolo. En la mesa de nosotros una señora y un caballero comían una chuleta jugosa que me daba tilimbres en las tripas. Por fin se acercó un mozo y preguntó:
—¿Qué le sirvo, joven?
—Lo mismo que al caballero —dije.
—¿Y a la criaturita?
—Ídem —contesté.
El caballero sonrió y se hizo amigo mientras volvía el mozo.
—¿Viajan solitos?—preguntó.
—No, en familia —expliqué— a mi papá lo han trasladado al Norte.
—¿Al Norte? Pero este tren va hacia el sur… —me contradició.
—No digas tonterías —dijo la señora, soltando la chuleta—. Eso depende del pueblo en que viven.
—Pero este tren va al sur —alegó, un poco furioso—. Tú siempre me discutes.
—Sólo cuando dices tonterías —dijo ella y volvió a morder el hueso. Por suerte apareció el mozo con los platos de chuletas. Cuando uno come algo tan sabroso no se oye, y sólo se ven las caras llenas de furia.
La guagua se atoraba porque no tiene dientes, pero tragaba por fin, y cuando llegó el postre y estábamos contentos y sin hambre, se armó el enredo grande. Porque el caballero y la señora se agarraron a pelear con el mozo porque no querían pagar nuestra comida. Pero menos mal que aunque estaban furiosos, ya no peleaban entre ellos.
—Jovencito —me dijo a mí el caballero—. Haga el favor de decirme dónde está su padre…
—No tengo la mayor idea —contesté.
—Es que tendrá que decírmelo. Me debe su almuerzo y el de su hermana… ¿En qué vagón viaja su familia?
—Eso es lo que no sé.
—Explíquese.
—A mi papá lo trasladaron al Norte y hoy fuimos juntos a la estación a tomar el tren. A mí me dejaron con la guagua mientras iban a ver no sé qué enredo de maletas. Cuando vi que el tren se iba, nos subimos y… nada más.
—Vamos viajando hacia el sur —dijo con cara de odio.
Sentí una cosa rara. La guagua y yo íbamos viajando al sur, ¿a qué parte del sur? Menos mal que estábamos en el tren y ahí la cosa era segura. La cuestión era no bajarnos nunca del tren, así tendríamos comida y de todo. Además, mientras más lejos fuera el tren más se demoraba en llegar y más tiempo les daría a mi papá y a mi mamá para alcanzarnos.
—Parece que tomarnos el tren equivocado —le dije a mi hermana.
—Te te te te —me contestó y se rió. Eso bueno tiene, que ni es miedosa ni acomplejada.
La señora seguía alegándole al marido:
—Hay que darle cuenta al conductor —decía.
—Déjate de tonterías. . . ¿Qué sabe el conductor?
—Telegrafiará a Investigaciones. ¿No te das cuenta que son niños chicos y van viajando solos? ¿No comprendes todavía que son niños perdidos?
¡Dios mío! Éramos igual que la tía Erna. Lo que yo no había querido ni pensar… PERDIDOS… No en un teatro, no en la calle: ¡En una tierra extraña! Recé: «San Antonio, haz que alguien te haga una promesa y nos encuentren. Te ofrezco que mi mamá vaya de rodillas a alguna parte y mi papá dé todo lo que tiene a los pobres… ¡Pero haz que aparezcamos pronto!»
No sé qué cara puse ni sé por qué me dio tanto romadizo (de esos que dan sin pañuelo), pero la cuestión es que de repente la señora y el caballero se volvieron como tíos, de esos tíos que vienen de Europa en avión, y nos empezaron a decir: «Mijito y mijita», y como a cuidarnos y a mostrarnos el paisaje y a decirnos que ligerito íbamos a encontrar a nuestra mamá y a nuestro papá.
Y me compraron una revista de historietas y me fui a sentar bien lejos para poder leer y leer y no pensar más.
LA JIMENA SE HABÍA DORMIDO con su boca abierta, acurrucada entre un desconocido y yo. El tren veloz y supersónico esquiaba por los campos patriarcales y yo leía otra historieta, del diario del desconocido cuando su cara reemplazó a los monos.
—Voy a volver la página —me dijo con voz áspera.
—Espere un poco —le repliqué, mientras leía el final.
En ese momento se acercó el inspector.
—¿Los niños viajan con el señor diputado? —preguntó al desconocido.
—Así parece —respondió él con ojos picarescos. El inspector hizo un saludito a la gorra y partió. Entonces me fijé que el diputado era un señor igual que cualquiera, pero un poquito más gordo solamente.
—¿Usted también va al Norte? —le pregunté.
—¿Al Norte en flecha? —exclamó—. ¡Vamos al Sur, hijo!
En ese momento me acordé de todo otra vez. Íbamos en viaje al Sur mientras que mi mamá y los demás iban al Norte. Cada minuto y cada vuelta de rueda de los dos trenes nos separaba más. Mientras el tren que llevaba a mi mamá subía por el mapa, el de nosotros bajaba con violencia.
¿Qué hacer? Había que parar el tren, había que decirle al maquinista que pusiera marcha atrás. Pensé a chorro.
—¿Usted es diputado de nacimiento? —le pregunté al señor. Yo sabía que no.
—No, hijo: —¡Fui elegido por el pueblo!
—¿Para qué?
—Para estudiar las leyes, para gobernar en el Congreso.
—¿Usted puede mandar entonces? ¿Por qué no hace el favor de decirle al maquinista que ponga marcha atrás? Queremos ir al Norte a juntarnos con mi papá. Si sigue andando este tren nos vamos perdiendo más y más…
—Comprendo —dijo con carraspera—. Sin embargo no es posible llevar al Norte a toda esta gente que ha tomado pasaje para el Sur. ¿No te parece?
Yo comprendí y me dio hipo.
—En Osorno me preocuparé de ti —dijo.
—¿Falta mucho para llegar a Osorno?
—Un par de horas. ¿Por qué no duermes como tu hermanita?
Cerré los ojos para no ver más estaciones, porque esta flecha fatal pasaba de largo en todas, despreciándolas. Los ojos se me abrían. Había que hacer algo. Yo me desesperaba, y cuando uno se desespera dan ganas de que venga un temblor para que la desesperación se remezca y cambie. Pero en un tren ni hay caso porque uno va remecido perpetuo. Y cuando uno no quiere perderse y se va perdiendo a cada minuto más y por la obligación de un estúpido tren… ¿Qué hacer para atajarlo?
Cuando yo sea diputado haré trenes que los manejen los pasajeros desde su propio asiento, a retro-impulso y con vagones de emergencia, o sea, cápsulas de arrepentimiento para que se puedan volver los equivocados y seguir los demás. Y así pensando y pensando se me ocurrió de repente que mi papá tendría que darse cuenta de que yo y su única hija Jimena estaban en el sur y era lógico que nos viniera a buscar. Y tal vez le convenga más trabajar en el Sur que en el Norte, al menos, a mi mamá, que siempre anda peleando con la Domi y todas las empleadas son del sur. Con esto me consolé y parece que me dormí. Y apenitas me había dormido y estaba soñando que el flecha como flecha flechaba por los rieles su camino al Sur, cuando una inmensa montaña se le puso en el camino. El tren paró violento y el maquinista saltó afuera furioso:
—¡Con qué derecho me ataja! —le gritó al cerro.
—¡Con mi derecho de DIPUTADO! —contestó el cerro con una voz muy conocida.
Y entonces me di cuenta de que era la voz de mi papá y el cerro era mi propio papá. Lo malo fue que desperté porque en ese momento era inmensamente feliz. Y desperté porque la gente alborotada recogía sus maletas y se bajaba en una estación. Era Osorno.
Desperté a la Ji y nos bajamos los dos. Yo ya no estaba triste sino que muy feliz y sentía como una agüita en el alma y como un cariño tremendo de grande por mi papá. Ni me había dado cuenta de que lo quería tanto antes.
¿Sería un sueño profético?
—¡Hola, Papelucho! —sentí una voz a mi lado. Pero no era mi papá, sino el diputado. No sé por qué sentí como si fuera algo de mi papá, y me dio un feroz gusto verlo.
Venía acompañado de una señora el doble de gorda que él, pero con cara de tía. Tenía unos hoyitos en los cachetes y otro en la pera y un montón de arruguitas en los ojos. El diputado le explicaba lo del Norte y del Sur y nosotros, y la señora se iba poniendo cada vez más blanda y más tiritona y le brillaban los ojitos azules.
—Llevémoslos a casa, Braulio —le dijo tierna al Dipu—. Necesitan un buen desayuno y en seguida nos preocuparemos de sus padres.
Subimos en un Jeep inglés tapado de barro duro. La señora tenía olor a peluquería y se remecía entera igual que el motor. Eran de esa gente de libro de lectura, que no discuten, que todo les parece bien. El Jeep tenía escape libre y la señora mil pulseras hundidas en su brazo gordo que sólo aparecían en las curvas.
Llegamos a una casa macanuda, con todo, copas de Campeonato, paragüera, radio, espuelas, sopapo, extinguidor de incendio, estiladera, molino de agua y de café y montones de cosas nunca vistas. La señora Bebé a cada rato decía »mijito« y yo creía que era a mí, porque cómo iba a pensar que a ese tremendo diputado le iba a decir así, ni tampoco creía que él necesitaba comer esas cosas para el desayuno. Porque nos dieron: huevos fritos, queque, choclos con mantequilla, mortadela, café con leche y una cuestión que se llama Natre y ciruelas con crema de postre. Yo habría querido ser del porte del Dipu para comer tanto como él. Tal vez porque tengo las orejas tan supersónicas de paradas me chillaban adentro con la radio tan fuerte.
Por fin le entendí esto al diputado: —¿Tienes la dirección de tu padre?
—No, mijito —contesté, sin querer.
El Dipu hizo una carraspera de mil toneladas.
Pero con la comida se me abrió la memoria y me acordé de que el papá del Casi vivía en el propio Osorno.
—Tengo un amigo en Osorno —clamé con violencia—. Usted lo debe conocer, porque tiene un Diario. Mi amigo es Casimiro Silva.
—En Osorno, amiguito, hay noventa y siete Silvas.
—Sí, pero el papá del Casi es uno solo —alegué—, y tampoco tendrán todos un Diario…
—Ninguno tiene Diario, Papelucho. Puede ser repórter, redactor, fotógrafo o simplemente colaborador… En los diarios de Osorno hay lo menos seis Silva en cada uno.
—Entonces es muy fácil averiguarlo. No cuesta mucho ir a sus casas a ver cuál es la de mi amigo
La señora del diputado se atoró con el queso, pero tosiendo y todo me apretó la mano.
—Yo te llevaré a verlos. Mi marido es un hombre muy ocupado —dijo desconsoladamente.
Total que la señora bañó a la Jimena del Carmen, la vistió con unos trapos raros y la acostó a dormir. Yo me peiné y me lavé las manos y nos subimos otra vez al Jeep inglés. Había que ver cómo hacía sonar los cambios la señora y cómo le tiritaba el cuerpo pasando los hoyos.
En fin, que hicimos doce visitas y encontramos a cuatro Silvas, pero ninguno era el papá del Casi. Los otros ocho estaban fuera de casa en su trabajo, y algunos tenían sólo hijas mujeres y otros ningún hijo.
—Iremos a los diarios a averiguar más —dijo ella apasionadamente—. Y entretanto, quiero que te sientas en tu casa. Mi marido es diputado de la zona y yo presidenta del Club »Avance«.