Authors: Ken Follett
Transcurrido un rato, Mervyn Glazier cruzó su pequeño reino. Llevaba la camisa colgando por fuera. Se sentó junto a Kevin, encendió una pipa con boquilla de acero y apoyó un gastado zapato en el borde de la papelera.
—El «Cotton Bank» de Jamaica —dijo a modo de preámbulo. Hablaba suavemente.
Kevin sonrió.
—¿Tú también has sido un chico travieso?
Mervyn encogió los hombros.
—No puedo evitarlo si la gente me llama y me da información. De todos modos, si el Banco estaba en peligro, ya lo ha solucionado.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi contacto confidencial en la calle Threadneedle. «He examinado más de cerca el asunto del «Cotton Bank» desde que me has llamado, y sé que está en excelentes condiciones financieras.» Termino la cita. En otras palabras, ha sido sigilosamente rescatado.
Kevin acabó el té y aplastó ruidosamente el vaso de plástico.
—Se acabó ese asunto.
—También he oído decir, de una fuente distinta no muy lejana del Consejo del Intercambio de Valores, que Felix Laski ha comprado acciones para controlar «Hamilton Holdings».
—En ese caso no puede ser un asunto de unas cuantas libras. ¿Está interesado el Consejo?
—No. Lo saben y no les importa.
—¿Crees que hemos armado un gran jaleo por nada? Mervyn sacudió lentamente la cabeza.
—De ninguna manera.
—Tampoco lo creo yo.
La pipa de Mervyn se había apagado. Dio unos golpecitos en la papelera. Los dos periodistas se miraron desanimados un momento; después, Mervyn se levantó y se marchó.
Kevin volvió a dedicar su atención a la gacetilla, pero no podía concentrarse. Leyó cuatro veces un párrafo sin entenderlo, y después renunció. Hoy se había producido alguna especie de trampa gorda, y sentía gran curiosidad por saber qué era; tanto más porque se sentía tan cerca de la verdad.
Arthur le llamó.
—Siéntate aquí atrás mientras voy al lavabo, ¿quieres?
Kevin dio la vuelta a la mesa de redacción y se sentó detrás de la hilera de teléfonos e interruptores. No le produjo ninguna emoción; le habían dado ese quehacer porque a esa hora del día casi no importaba. Sencillamente, era el hombre más a mano que no tenía nada que hacer.
El ocio era inevitable en los periódicos, pensó Kevin. El personal tenía que ser el suficiente para hacer frente a un día importante, de modo que inevitablemente eran demasiados en un día normal. En algunos periódicos le daban a uno trabajos inútiles, simplemente para tenerle ocupado: escribir noticias publicitarias e informes de Prensa de gobiernos locales, cosas que nunca saldrían en el periódico. Era desmoralizador, trabajo para perder el tiempo, y únicamente lo exigían los ejecutivos más inseguros de los periódicos.
Del cuarto del télex llegó un muchacho con una noticia de la Asociación de Prensa en una larga tira de papel. Kevin la cogió y le echó una ojeada.
La leyó con una creciente sensación de sorpresa y regocijo.
Un sindicato encabezado por «Hamilton Holdings» ha conseguido hoy el permiso para explotar el petróleo en el último campo petrolífero del mar del Norte, «Shield».
El secretario del Departamento de Energía, Mister Carl Wrightment, ha anunciado el nombre del ganador en una conferencia de Prensa sustituyendo a Mr. Tim Fitzpeterson, que ha sufrido una repentina enfermedad.
Se esperaba que esta declaración prestaría un gran refuerzo a las acciones en baja del grupo impresor Hamilton, cuyos resultados del semestre, publicados ayer, eran desalentadores.
Se calcula que «Shield» tiene unas reservas de petróleo que podrían alcanzar al medio millón de barriles semanales.
Los socios del grupo «Hamilton» en el sindicato incluyen «Scan», el gigante de la ingeniería, y «British Organic Chemicals».
Después de haber dado a conocer la decisión, Mister Wrighment añadió: «Tengo que comunicarles con tristeza la repentina enfermedad de Tim Fitzpeterson, cuya tarea en la política petrolífera del Gobierno ha sido tan valiosa.»
Kevin leyó la noticia tres veces, casi incapaz de creer en sus derivaciones. Fitzpeterson, Cox, Laski, el robo, la crisis del Banco, la apropiación, todo conducente, en un grande y espantoso círculo, a Tim Fitzpeterson.
—No puede ser —dijo en voz alta.
—¿Qué tienes ahí? —La voz de Arthur llegó desde la espalda de Kevin—. ¿Merece una parada?
Kevin le pasó la historia y dejó libre el asiento.
—Creo —dijo con lentitud— que la noticia convencerá al editor para que cambie de opinión.
Arthur se sentó a leer. Kevin le observó ansiosamente. Deseaba que aquel hombre veterano reaccionara; que se levantara de un salto y gritase: «¡Reservad la primera plana!» o algo así; pero Arthur se mantuvo indiferente.
Dejó caer por fin la hoja de papel sobre el escritorio. Miró con frialdad a Kevin.
—Bueno, y ¿qué? —dijo.
—¿No resulta obvio? —dijo Kevin excitado.
—No. Dímelo tú.
—Mira. Laski y Cox le hacen chantaje a Fitzpeterson para que les diga quién ha ganado la licencia «Shield». Cox, quizá con la ayuda de Laski, roba la furgoneta del dinero y se lleva un millón de libras. Cox le da el dinero a Laski, quien lo utiliza para comprar la empresa que ha conseguido el permiso de explotación.
—Bueno, ¿y qué quieres que hagamos nosotros con todo eso?
—¡Por amor de Dios! Podríamos hacer insinuaciones, o iniciar una investigación, o contárselo a la Policía… ¡por lo menos decírselo a la Policía! Somos los únicos que lo sabemos todo… ¡No podemos dejar que esos bastardos se salgan con la suya!
—¿Es que no sabes nada? —dijo Arthur amargamente.
—¿Qué quieres decir?
La voz de Arthur era tan sombría como una tumba.
—«Hamilton Holding» es la empresa madre del Evening Post. —Hizo una pausa y después miró fijamente a Kevin—. Felix Laski es tu nuevo jefe.
Se sentaron en el comedor pequeño, uno frente a otro en la pequeña mesa circular, y él dijo:
—He vendido la empresa.
Ella sonrió y dijo con calma.
—Derek, estoy muy contenta.
Después, contra su voluntad, los ojos se le llenaron de lágrimas, sintió que se entibiaba la frialdad de su autocontrol y se derrumbó, por primera vez desde el nacimiento de Andrew. A través de las lágrimas vio el asombro en la expresión de Derek al comprobar él cuánto significaba su decisión para ella. Ella se levantó y abrió un armario mientras decía:
—Creo que esto merece una copa.
—Me han dado un millón de libras por la empresa —dijo Derek, sabiendo que a ella no le interesaba.
—¿Es una buena venta?
—Tal como está ahora, sí. Pero lo que es más importante es que nos permitirá vivir confortablemente lo que nos queda de vida.
Ella preparó una tónica con ginebra.
—¿Quieres tomar algo?
—«Perrier», por favor. He decidido no beber durante algún tiempo.
Ella le dio la bebida y se sentó de nuevo frente a él.
—¿Qué te ha hecho decidir la venta?
—Nada en especial. Hablar contigo, hablar con Nathaniel… —Bebió a pequeños sorbos el agua mineral—. Principalmente la conversación contigo. Las cosas que me has dicho sobre nuestro estilo de vida.
—¿Cuándo será efectiva la venta?
—Ya lo es. No volveré nunca a la oficina. —Aplastó la mirada de ella o la dirigió a lo lejos, a través de las puertas—ventana, más allá del prado—. He dimitido a las doce en punto, y desde ese momento no he notado la úlcera. ¿No es maravilloso?
—Sí. —Ella siguió la mirada de él y vio el sol que resplandecía enrojecido entre las ramas de su árbol favorito, el pino escocés—. ¿Has hecho planes?
—He pensado que podemos hacerlos juntos. —Le sonrió directamente a su mujer—. Pero me levantaré tarde; y haré tres comidas ligeras al día, siempre a la misma hora; y veré la televisión; y procuraré recordar cómo se pinta.
Ella asintió. Se sentía torpe; ambos se sentían así. De pronto había entre ellos una nueva relación, y estaban tanteando el camino, inseguros de qué decir o cómo comportarse. Para él la situación era sencilla: había hecho el sacrificio que ella le había pedido, le había dado su alma; y ahora quería que ella lo reconociese, que aceptase el regalo con algún gesto. Pero para ella ese gesto significaba dejar que Felix desapareciera de su vida. No puedo hacerlo, pensó; y las palabras resonaban en su cabeza como el eco de las sílabas de una maldición.
—¿Qué te gustaría que hiciésemos? —preguntó él.
Era como si conociera el dilema de Ellen y quisiera obligarla a decidir, hacerle hablar de ellos dos como una unidad.
—Me gustaría que lo pensásemos ampliamente —dijo ella.
—Buena idea. —Se levantó. Cogió su bebida y le siguió.
Derek pareció sorprendido, y, a decir verdad, también ella estaba un poco asombrada: habían transcurrido treinta años desde que habían perdido la costumbre de verse mientras se desvestían.
Cruzaron el vestíbulo y subieron juntos la escalera. Él jadeaba con el esfuerzo y dijo:
—Dentro de seis meses subiré corriendo esta escalera.
Contemplaba el futuro con inmenso placer; y ella con tanto temor. Para él la vida empezaba de nuevo. ¡Si Derek lo hubiese hecho antes de que ella conociera a Felix!
Derek mantuvo abierta la puerta del dormitorio para dejarla pasar, y a ella le dio un vuelco el corazón. En otro tiempo esto había sido un rito; una señal entre ellos; el código de los amantes. Había comenzado así cuando eran jóvenes. Ella había observado que él mostraba una cortesía casi embarazosa cuando se sentía excitado y ella solía decirle en broma:
—Solamente me abres las puertas cuando quieres hacer el amor.
Después, naturalmente, pensaban en el sexo cada vez que él le abría una puerta, y eso se convirtió en la manera en que Derek le comunicaba a Ellen su deseo. Uno necesitaba señales semejantes en aquellos tiempos. Actualmente, ella se sentía muy feliz diciéndole a Felix:
—Hagámoslo en el suelo.
¿Se acordaba Derek? ¿Estaba acaso diciéndole que éste era el reconocimiento que deseaba? Habían pasado años; y él era tan vulgar. ¿Sería posible?
Derek entró en el cuarto de baño y abrió los grifos. Ella se sentó delante de su tocador y se cepilló el cabello. Por el espejo observó a Derek salir del cuarto de baño y comenzar a desnudarse. Él seguía haciéndolo de la misma manera: primero los zapatos, después los pantalones y luego la chaqueta. Él le había dicho en una ocasión que así debía hacerse; ya que los pantalones se colgaban antes que la chaqueta, y los zapatos tenían que quitarse antes que los pantalones. Ella le había respondido diciéndole lo peculiar que resultaba un hombre en camisa, corbata y calcetines. Y los dos habían reído.
Derek se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa con un suspiro de alivio. Quizá no tendría que llevarlo abotonado nunca más.
Se quitó la camisa, y después los calcetines, luego la camiseta y finalmente los calzoncillos. Entonces vio que ella le miraba por el espejo. Había algo parecido al desafío en la mirada de él, como si estuviera diciéndole a Ellen: «Este es el aspecto que tiene un hombre viejo, de modo que es mejor que te acostumbres a ello.» Ella se encontró con la mirada de Derek un momento, y después miró a otro lado. El entró en el cuarto de baño, y ella oyó el movimiento del agua cuando él se metió en la bañera.
Ahora que no tenía delante a Derek, Ellen se sentía más libre para pensar, como si antes él hubiera podido oírle los pensamientos. El dilema estaba ante ella de la manera más brutal: ¿podía o no podía hacer frente a la idea del acto sexual con Derek? Algunos meses antes, hubiera podido; y no podido, sino que lo hubiera hecho y ansiosamente; pero desde entonces había tocado el cuerpo firme y musculoso de Felix, y había redescubierto su propio cuerpo en una relación puramente física.
Se esforzó por imaginar el cuerpo desnudo de Derek: el cuello grueso, sus pechos gordos con mechones de vello gris—blanquecino en los pezones, su barriga gruesa con la flecha de vello que se ensanchaba en la ingle y allí… bueno, por lo menos Derek y Felix eran muy parecidos en ese aspecto.
Se imaginó a sí misma en la cama con Derek, y pensó cómo la tocaría él, y la besaría y lo que ella le haría a él… y de pronto se dio cuenta de que podía hacerlo, y sentir placer al hacerlo, a causa de lo que significaba; los dedos de Felix podían ser hábiles y conocedores, pero las manos de Derek eran las que ella había aceptado durante muchos años; podía arañar apasionadamente los hombros de Felix, pero sabía que podía apoyarse en los de Derek; Felix era tremendamente atractivo, pero en la cara de Derek había años de bondad y de consuelo, de comprensión y compasión.
Quizás amaba a Derek. Y quizás era ya demasiado vieja para cambiar.
Le oyó que se ponía en pie dentro de la bañera y sintió pánico. No había tenido tiempo suficiente; todavía no estaba dispuesta para tomar una decisión irrevocable. No le era posible, en aquel momento preciso, aceptar el pensamiento de no tener nunca más a Felix dentro de ella. Era demasiado precipitado.
Tenía que hablar con Derek. Tenía que cambiar de tema; romper la disposición del ánimo de los dos. ¿Qué podía decir?
Derek salió de la bañera: ahora se estaría secando y dentro de un momento entraría.
Ella le preguntó en voz alta:
—¿Quién ha comprado la compañía?
La respuesta de Derek fue inaudible; y en aquel momento sonó el teléfono.
Mientras cruzaba el dormitorio para responder, ella repitió:
—¿Quién ha comprado la compañía? —Y alzó el receptor.
Derek alzó la voz:
—Un hombre llamado Felix Laski. Ya le conoces. ¿Lo recuerdas?
Ella se quedó inmóvil, con el teléfono en el oído, sin decir nada. Ya era demasiado: las implicaciones, la ironía, la traición.
La voz del teléfono le decía al oído: —Oiga, oiga…
Era Felix.
—Oh, Dios mío, no —murmuró ella.
—¿Ellen? —preguntó él—. ¿Eres tú?
—Sí.
—Tengo muchas cosas que contarte. ¿Podemos vernos? Ella balbuceó:
—Pues… me parece que no.
—No seas así. —La voz de Felix, shakespeariana y profunda, era como la música de un violoncelo—. Quiero que te cases conmigo.
—Oh, ¡Dios mío!
Ellen, dime algo. ¿Te casarás conmigo?
De súbito, Ellen supo lo que quería, y con ese descubrimiento se inició el sosiego. Aspiró profundamente.