Authors: Ken Follett
No era corriente celebrar por la tarde una reunión con el editor. El editor decía a veces:
—Las mañanas son diversión, las tardes trabajo.
Hasta la hora del almuerzo sus esfuerzos se dedicaban a la producción de un periódico. Hacia las dos de la tarde ya no quedaba tiempo para nada significativo; el contenido del periódico ya estaba más o menos decidido, la mayoría de las ediciones se habían impreso y distribuido, y el editor dedicaba su cerebro a lo que él calificaba como barro administrativo. Pero tenía que estar presente, por si surgía algo que requiriera una decisión de alto nivel. Arthur Cole creía que ese momento había llegado.
Cole, el subdirector y redactor—jefe, estaba sentado al otro lado del gran despacho blanco del editor. A la izquierda de Cole estaba el periodista Kevin Hart; a su derecha, Mervyn Glazier, el redactor de la City.
El editor acabó de firmar un montón de cartas y alzó la mirada:
—¿Qué es lo que tenemos?
—Tim Fitzpeterson vivirá —dijo Cole—, la declaración del permiso del petróleo ha sido pospuesta, la furgoneta con el dinero y los asaltantes ha conseguido escapar con más de un millón e Inglaterra ha perdido por 79.
—¿Algo más?
—Y se está cociendo algo.
El editor encendió un cigarro. A decir verdad, le encantaba que su barro administrativo fuese interrumpido por algo excitante como una buena noticia.
—Adelante.
—Recordará —dijo Cole— que Kevin entró durante nuestra conferencia de la mañana, algo excitado por una llamada telefónica que se suponía había hecho Tim Fitzpeterson.
El editor sonrió con indulgencia.
—Si los periodistas jóvenes no se excitan, ¿cómo demonios serán cuando sean viejos?
—Bueno, pues es posible que Kevin tuviera razón al decir que era algo gordo. ¿Recuerda los nombres de los que se suponía que le hacían chantaje a Fitzpeterson? Cox y Laski. —Cole se volvió hacia Kevin—. Vamos, Kevin.
Hart descruzó las piernas y se inclinó hacia delante.
—Otra llamada, esta vez de una mujer que ha dado su nombre y su dirección. Ha dicho que su marido, William Johnson, había estado en el asalto de la furgoneta del dinero, y que le habían disparado y que le habían dejado ciego, y ha dicho que era un trabajo de Tony Cox.
El editor exclamó:
—¡Tony Cox! ¿Has investigado?
—En el hospital hay un tal William Johnson con heridas de bala en la cara. Y junto a su cama hay un detective esperando a que recupere el conocimiento. He ido a ver a la mujer, pero no ha querido hablar.
El editor, que en otro tiempo había sido reportero de crímenes, le dijo:
—Tony Cox es un pez gordo. Creería cualquier cosa de él. No es un hombre agradable. Sigue.
—Lo que sigue es de Mervyn —dijo Cole.
—Un Banco tiene problemas —dijo el especialista de la City—. El «Cotton Bank» de Jamaica; es un Banco extranjero con sucursal en Londres. Realiza muchos negocios con el Reino Unido. Como sea, su propietario es un tipo llamado Felix Laski.
—¿Cómo lo sabemos? —preguntó el editor—. Quiero decir, que tiene problemas.
—Bueno, un contacto me ha dado el soplo. He llamado a la calle Threadneedle para comprobarlo. Naturalmente, ellos no dan una respuesta concreta, pero las medias palabras parecen confirmar la noticia.
—Dime exactamente lo que te han dicho.
Glazier sacó su bloc de notas. Escribía taquigrafía a razón de ciento cincuenta palabras por minuto y sus apuntes eran siempre inmaculados.
—He hablado con un tipo llamado Ley, que seguramente es el que trata con ese asunto. Resulta que le conozco, porque…
—Pasa por alto la propaganda, Mervyn —dijo el editor, interrumpiéndole—. Todos sabemos lo buenos que son tus contactos.
Glazier sonrió.
—Lo siento. Primero le he preguntado si sabía algo sobre el «Cotton Bank» de Jamaica. Y me ha dicho: «El "Banco de Inglaterra" sabe muchas cosas sobre todos los Bancos de Londres.» Yo le he respondido entonces: «Pues conocerás la situación del "Cotton Bank" en estos momentos.» Y él me ha respondido: «Claro que sí. Pero eso no significa que vaya a decírtelo.» Yo he seguido: «Están a punto de caer, ¿verdad o mentira?» Y él me ha dicho: «Paso.» Y yo he continuado: «Vamos, Donald, que esto no es el Mastermind; se trata del dinero de la gente.» Y me ha respondido: «Ya sabes que no puedo hablar de esas cosas. Los Bancos son nuestros clientes. Y respetamos su confianza.» Yo he dicho: «Voy a publicar una noticia diciendo que el «Cotton Bank» está a punto de hundirse. ¿Vas a decirme si esta noticia es o no es falsa?» Y me ha respondido: «Lo que te digo es que primero compruebes los hechos.» Y eso es todo. —Glazier cerró su bloc de notas—. Si el Banco estuviera bien, él me lo habría dicho.
El editor asintió.
—Nunca me ha gustado ese tipo de razonamiento, pero en este caso probablemente tienes razón. —Sacudió la ceniza de su cigarro dentro de un gran cenicero—. ¿Y adónde nos lleva?
Cole hizo un resumen.
—Cox y Laski le hacen chantaje a Fitzpeterson. Fitzpeterson intenta matarse. Cox realiza un asalto. Laski está hundido. —Se encogió de hombros—. Se está cociendo algo.
—¿Qué quieres hacer?
—Descubrir qué sucede. ¿No estamos aquí para eso?
El editor se levantó y se acercó a la ventana como si quisiera ganar tiempo para meditar. Corrió ligeramente los visillos y la sala se iluminó un poco más. Sobre la alfombra de color azul vivo aparecieron unos rayos de sol, destacando el dibujo. Volvió a su despacho y se sentó.
—No —dijo—. Vamos a dejarlo y os diré por qué. Primero: no podemos predecir el colapso de un Banco, porque nuestra predicción por sí sola bastaría para producir ese colapso. El solo hecho de hacer preguntas sobre la viabilidad del Banco podría poner en conmoción a la City.
»Segundo: no podemos intentar detectar a los asaltantes de un robo de dinero. Eso es trabajo de la Policía. De todos modos, cualquier cosa que descubriésemos no puede imprimirse por temor a influir en un juicio. Quiero decir, si sabemos que es Tony Cox, la Policía ha de saberlo; y la ley dicta que si sabemos que puede producirse un arresto o ya es inminente, la noticia se convierte en sub judice.
»Tercero: Tim Fitzpeterson no morirá. Si andamos por Londres investigando sobre su vida sexual, antes de que nos demos cuenta habrá preguntas en el Parlamento sobre los reporteros del Evening Post que andan por ahí hurgando para descubrir suciedad en los políticos. Dejaremos ese tipo de cosas para los periodicuchos domingueros.
Colocó las palmas de las manos sobre su despacho. —Lo siento, chicos.
Cole se levantó.
—De acuerdo, volvamos al trabajo.
Los tres periodistas salieron. Cuando estuvieron de nuevo en la sala de redacción, Kevin Hart dijo:
—Si todavía fuese editor del Washington Post, Nixon estaría ganando aún las elecciones con una oferta de ley—yorden.
Nadie le rió la gracia
—«Smith y Bernstein» al teléfono, Mr. Laski.
—Gracias, Carol, Pásamelo. Hola ¿George?
—Felix, ¿cómo estás?
Laski puso animación en su voz. No era fácil.
—No podría estar mejor. ¿Has progresado en tu saque? —George Bernstein jugaba al tenis.
—Ni un ápice. ¿Recuerdas que estaba enseñando a jugar a George hijo?
—Sí.
—Pues ahora ya me gana.
Laski se echó a reír.
—¿Y cómo está Rachel?
—No está más delgada. Anoche hablábamos de ti. Ella decía que deberías casarte. Y yo respondí: «¿Es que no lo sabes? Felix es gay.» Y ella me dijo: «¿Gay? ¿Y por qué no puede casarse la gente feliz?» Y yo respondí: «No, quiero decir que es homosexual, Rachel.» Ella dejó caer la labor. ¡Me creyó, Félix! ¿No te parece increíble?
Laski forzó otra risa. No estaba seguro de cuánto rato podría seguir fingiendo.
—Estoy pensando en ello, George.
—¿En el matrimonio? ¡No lo hagas! ¿Es por eso por lo que me has llamado?
—Es sólo una idea que me anda revoloteando por el cerebro.
—Bueno, ¿qué quieres de mí, entonces?
—Es algo sin importancia. Necesito un millón de libras durante veinticuatro horas, y he creído que podía hablar contigo del asunto. —Laski contuvo la respiración.
Siguió un corto silencio.
—Un millón. ¿Desde cuándo ha estado Felix Laski en el mercado del dinero?
—Desde que descubrí cómo ganar unos beneficios de verdad en una noche.
—Déjame participar del secreto, ¿quieres?
—De acuerdo. Después de que me prestes el dinero. Sin bromas, George: ¿puedes hacerlo?
—Claro que puedo. ¿Quién es tu garantía?
—Ejem… ¿Seguramente no se piden garantías para una suma durante veinticuatro horas? —El puño de Laski estaba apretando el teléfono hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Tienes razón. Y nosotros no solemos prestar sumas como ésta a Bancos como el tuyo.
—De acuerdo. Mi garantía son quinientas diez mil acciones de «Hamilton Holdings».
—Un momento.
Hubo un silencio. Laski imaginaba a George Bernstein: un hombre corpulento, con una cabeza grande, gran nariz y una amplia sonrisa permanente; sentado en un viejo escritorio, en una oficina pequeña con vista a la catedral de San Pablo; comprobando cifras en The Financial Times, y sus dedos jugueteando ligeramente con las teclas de un ordenador de sobremesa.
Bernstein volvió a la línea.
—Al precio de hoy, Felix, no es bastante.
—Oh, vamos, esto es una formalidad. Ya sabes que no voy a estafarte. Soy yo, Felix, tu amigo. —Se enjugó la frente con la manga.
—Me gustaría complacerte, pero tengo un socio.
—Tu socio está durmiendo tan pesadamente que se dice por ahí que está muerto.
—Un trato como éste le despertaría aunque estuviera en la tumba. Inténtalo con Larry Wakely, Felix. Él podría hacer algo por ti.
Laski ya lo había intentado con Larry Wakely, pero no se lo dijo.
—Lo haré. ¿Qué te parece un partido este fin de semana?
—¡Espléndido! —Era obvio el alivio en la voz de Bernstein—. ¿El sábado por la mañana en el club?
—¿Diez libras la partida?
—Me romperá el corazón quedarme con tu dinero.
—Así lo espero. Adiós, George.
—Ten cuidado.
Laski cerró los ojos un momento, manteniendo el teléfono colgando de la mano. Había supuesto que Bernstein no le prestaría el dinero; pero ahora estaba intentando cualquier cosa. Se frotó la cara con los dedos. Todavía no estaba vencido.
Apretó el soporte y le llegó el tono ronroneante. Marcó los números con un lápiz mordido.
El número marcado sonó largo rato. Laski iba a marcar de nuevo cuando le respondieron.
—Departamento de Energía.
—Oficina de Prensa —dijo Laski.
—Voy a ponerle.
Otra voz femenina.
—Oficina de Prensa.
—Buenas tardes —dijo Laski—. ¿Podría usted decirme cuándo piensa el Secretario de Estado anunciar lo concerniente al petróleo…?
—El Secretario de Estado se ha retrasado —le interrumpió la mujer—Ya se ha informado a su oficina y se da una amplia explicación por cable PA. —Y colgó.
Laski volvió a sentarse. Se estaba asustando, y eso no le gustaba. Lo suyo era dominar ese tipo de situaciones. Le gustaba ser el único en el ajo, el manipulador que les hacía correr a todos intentando imaginar lo que estaba ocurriendo. Acercarse a los prestamistas de dinero con la gorra en la mano no era su estilo.
Sonó nuevamente el teléfono.
—Un tal Mr. Hart en la línea —le dijo Carol.
—¿Conozco a ese hombre?
—No, pero ha dicho que tiene relación con el dinero que necesita el «Cotton Bank».
—Pásamelo. Hola, aquí Laski.
—Buenas tardes, Mr. Laski. —Era la voz de un hombre joven—. Soy Kevin Hart, del Evening Post.
Laski se sobresaltó.
—Me pareció que me habían dicho… No importa.
—Es sobre el dinero que necesita el «Cotton Bank». Sí, bueno, cuando un Banco tiene problemas necesita dinero, ¿no es así?
—Me parece, joven —dijo Laski—, que no tengo deseos de hablar con usted.
Antes de que Laski pudiera colgar, Hart le dijo:
—Tim Fitzpeterson.
Laski palideció.
—¿Qué?
—Los problemas del «Cotton Bank», ¿no tendrán nada que ver con el intento de suicidio de Tim Fitzpeterson?
¿Cómo demonios lo sabían? La mente de Laski se precipitaba. Quizá no lo sabían. Podían estar adivinando: levantar una liebre, lo llamaban; fingían saber algo para descubrir si la gente lo negaba.
—¿Sabe su director —dijo Laski— que usted está haciendo esta llamada?
—Hum…, claro que no.
Algo en la voz del reportero le dijo a Laski que había tocado una fibra sensible al miedo. Y presionó en su réplica.
—No sé qué tipo de juego es el que usted se lleva entre manos, joven, pero si escucho algo más sobre esta necedad, ya sabré dónde se han originado los rumores.
—¿Cuál es su relación —continuó Hart— con Tony Cox?
—¿Quién? Adiós, joven. —Laski dejó el teléfono. Miró su reloj de pulsera: eran las tres y cuarto. No tenía manera de conseguir un millón de libras en quince minutos. Todo había terminado, según parecía.
El Banco iba a hundirse; la reputación de Laski se arruinaría; y probablemente él se encontraría envuelto en un proceso criminal. Pensó en salir del país aquella misma tarde. No podría llevarse nada. Empezar de nuevo. ¿En Nueva York o en Beirut? Era demasiado viejo. Si se quedaba podría salvar lo suficiente de su imperio para vivir el resto de su vida. Pero, ¿qué infernal vida sería la suya?
Hizo girar su butaca y miró por la ventana. El día se estaba enfriando; después de todo no estaban en verano. Los altos edificios de la City proyectaban sombras alargadas y en ambos lados de la calle había oscuridad. Laski observó el tránsito y pensó en Ellen Hamilton.
Hoy, precisamente, había decidido casarse con ella. Era una penosa ironía. Durante veinte años hubiera podido escoger la mujer que quisiera: modelos, actrices, debutantes, incluso princesas. Y, cuando finalmente había escogido una, se arruinaba. Un hombre supersticioso tomaría aquello como una señal de que no debía casarse.
Quizás esa posibilidad ya no se le brindaría en el futuro. Felix Laski, playboy millonario, era una cosa; Felix Laski, ex convicto insolvente, era algo muy distinto. Estaba seguro de que su relación con Ellen no era el tipo de amor que pudiera sobrevivir a ese nivel de desastre. Su amor era algo sensual, autoindulgente, hedonista, muy diferente de la devoción eterna del Book of Common Prayer.