Authors: Laura Gallego García
Shail volvió a contemplar su nueva pierna artificial. De nuevo aparecía sólidamente unida a su cuerpo. El dolor y la hinchazón habían desaparecido por completo. Flexionó la rodilla y observó cómo la luz del arroyo de lava arrancaba reflejos rojizos de su superficie metálica. Recordó lo bien que se había sentido al volver a caminar. Vaciló. Era una pierna tan hermosa... tan perfecta...
—No quieres desprenderte de ella tan pronto —adivinó Ydeon.
—No —reconoció Shail en voz baja—. Creo que seguiré con ella un poco más. Sé cómo hacer un amuleto de mantenimiento. Probaré a ver qué tal funciona con eso y... —se interrumpió de pronto, recordando que tenía un viaje planeado. Pero si la pierna le daba problemas... no sería buena idea que esos problemas lo sorprendieran lejos de la caverna del forjador de espadas.
Ydeon le dirigió una larga mirada pensativa.
—Creo que, después de todo —dijo finalmente—, va a ser mejor que te acompañe al Oráculo. Por si acaso.
Partieron dos días después, cuando los primeros rayos de Evanor se abrieron paso entre las nieblas de Nanhai y rozaron las blancas cumbres de las montañas. Shail no había pegado ojo en toda la noche, ni tampoco la anterior: temía rendirse al sueño y encontrarse, al despertar, con que su maravillosa pierna artificial no era más que una enorme astilla de metal atravesando su carne, carne llagada, sangrante... destrozada. Ydeon le había conseguido una gema de piedra minea, un mineral de color violáceo con el que los hechiceros elaboraban muchos de sus amuletos, porque era muy receptivo a la energía mágica. Con ella le había forjado un colgante para que pudiera llevar el talismán prendido del cuello. Shail se había encargado de realizar el ritual para convertir la gema de piedra minea en un amuleto de mantenimiento.
Ahora lo llevaba colgado al cuello, una enorme gema cárdena del tamaño de un puño. Habría preferido que fuera algo menos llamativo, pero Ydeon no se sentía cómodo trabajando con cosas pequeñas. De todas formas, poco a poco el amuleto empezaba a hacer efecto, porque se notaba más despierto y perceptivo, a pesar de que llevaba tanto tiempo sin dormir.
Viajaron durante todo el día, deteniéndose sólo para comer. La pierna de Shail no dio ningún problema. Y cuando hicieron un alto para descansar por la noche, en una grieta de las montañas, el joven mago cayó rendido de cansancio, y durmió de un tirón hasta el primer amanecer, sin preocuparse por nada más. Mientras tanto, su amuleto de mantenimiento brillaba tenuemente en la semioscuridad, con una suave luz violeta, conservando su magia tan activa como cuando estaba despierto.
Al levantarse por la mañana y comprobar que todo estaba en orden, Shail se sintió contento y optimista por primera vez en mucho tiempo. Deseó que Zaisei estuviera allí para poder compartir su alegría con ella. Si todo iba bien, pronto volverían a encontrarse.
Zaisei recorría las calles de Rhyrr sin apenas fijarse en lo que sucedía a su alrededor. Era cierto que había echado de menos la Ciudad Celeste, llena de luminosas plazas y amplias calles, bordeadas de edificios de paredes blancas y tejados de cúpulas azules, salpicada de las altas torres-mirador que se elevaban hacia el claro cielo de Celestia y que tanto gustaban a los celestes, porque subiendo a su cúspide se sentían más cerca de su elemento. Había echado de menos la sensación de estar rodeada de su gente, la paz que ello suponía, sin mentiras, sin engaños, sin malos deseos. Convivir con otras razas, especialmente con humanos, resultaba agotador para cualquier celeste, y Zaisei, pese a haber pasado casi toda su vida lejos de Celestia, no era una excepción.
Sin embargo, aquel día deseaba con toda su alma estar en otra parte.
Llegó casi sin aliento a la Biblioteca, uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, con un cuerpo central cubierto por tres cúpulas, una sobre otra, y dos amplios cuerpos laterales que se extendían como las alas de una mariposa. Zaisei había admirado a menudo la delicada y equilibrada belleza de aquel lugar, pero en aquella ocasión no se detuvo a contemplar las enormes paredes acristaladas ni las altas columnas blancas. Subió por las escaleras a toda prisa y recorrió las estancias, en busca de la Venerable Gaedalu.
Tenía una idea bastante aproximada de dónde encontrarla. La Madre y su cortejo habían llegado allí varias semanas atrás, y se habían alojado en una de las grandes casas de Rhyrr, que el alcalde de la ciudad les había cedido con mucho gusto cuando Gaedalu había expresado su deseo de pasar un tiempo allí, consultando los archivos de la biblioteca. La varu solía pasar los días, y a veces también las noches, encerrada en una de las salas más restringidas, aquella en la que se guardaban los documentos más antiguos. Zaisei no sabía qué estaba buscando Gaedalu con tanto afán, pero sí estaba al tanto de que la mayor parte de los textos que examinaba trataban sobre mitología, historia y religión. Aquello, en principio, no tenía nada de particular. Los Oráculos estaban sumidos en el caos, el último unicornio se debatía entre la vida y la muerte y el último dragón había anunciado que se avecinaba una guerra de dioses, una guerra que podría arrasar el continente. Si Gaedalu buscaba respuestas en los textos antiguos, la Biblioteca de Rhyrr era el lugar más indicado. No obstante, había dos cosas que preocupaban a Zaisei. La primera era que ella y Gaedalu llevaban ya mucho tiempo allí, y que las sacerdotisas del Oráculo necesitaban a la Madre en Gantadd. Y la segunda, y más inquietante aún, tenía que ver con los sentimientos de Gaedalu.
Zaisei sacudió la cabeza y trató de no pensar en ello. Además, las noticias que había recibido aquella misma mañana lo cambiaban todo y daban un nuevo giro a las pesquisas de la varu.
Al llegar a la estancia halló a la Madre Venerable inclinada, como siempre, ante un enorme volumen que había sacado de una de las estanterías del fondo. Estaba tan concentrada en su estudio que no se había dado cuenta de que su piel empezaba a resecarse.
Zaisei frunció el ceño, inquieta, pero no por el estado de la piel de la Madre. En los últimos tiempos no resultaba agradable acercarse a ella. Cuando lo hacía, Zaisei experimentaba en su interior ecos de un sentimiento sombrío y violento, un rastro de dolor, odio y deseo de venganza que la turbaban y le revolvían el estómago. Aquella sensación era más intensa cuando se reunía con Gaedalu en la biblioteca. Lo que estaba buscando en aquellos documentos antiguos alimentaba aquel odio en el corazón de la varu, eso parecía claro; pero Zaisei no podía deducir nada más, y tampoco se atrevía a preguntar.
Se quedó en el umbral, por tanto, y carraspeó con delicadeza para hacerse notar. Gaedalu alzó la cabeza. Inmediatamente, la sensación desagradable disminuyó, y Zaisei detectó, como de costumbre, el cariño y el orgullo que teñían los sentimientos de la Madre cada vez que la miraba. Zaisei se sentía abrumada y agradecida ante aquel cariño: sabía que Gaedalu la trataba más como a una hija que como a una pupila, porque había sido buena amiga de su madre, y porque al protegerla a ella, de alguna manera, recordaba a Deeva, la hija que había perdido tiempo atrás. Zaisei no había llegado a conocer a Deeva. Ella era una niña de poco más de
cinco
años en la época de la conjunción astral, cuando Deeva, por aquel entonces una poderosa hechicera, había partido al exilio para no volver.
Zaisei, en cambio, se sentía demasiado intimidada por Gaedalu como para poder tratarla con la misma confianza que a una madre, aunque la admiraba y hacía lo posible por no decepcionarla.
«Zaisei», sonrió Gaedalu. «¿Qué pasa? ¿A qué vienen tantas prisas?»
La joven trató de olvidar el rastro de odio que había percibido en la Madre Venerable. Los celestes nunca ocultaban sus sentimientos entre ellos, porque no podían hacerlo, pero eran muy conscientes de que otras razas no poseían esa capacidad de leer en los corazones de los demás y que por eso escondían o disimulaban sus emociones, temerosos de que otros pudieran descubrirlas. Por una cuestión de respeto, los celestes habían aprendido a ser discretos en ese aspecto, y por norma general se guardaban para sí lo que sabían sobre los sentimientos ajenos.
—Ha llegado un mensaje desde Nanhai, Madre Venerable —anunció, y sonrió sin poder evitarlo—. Es de Shail, el hechicero.
Cualquier celeste habría notado sin ninguna dificultad que el corazón de Zaisei se henchía de emoción cada vez que pronunciaba su nombre. Pero Gaedalu no necesitaba ser celeste para saber muy bien, a aquellas alturas, cuál era la relación existente entre los dos jóvenes. Le dirigió una mirada severa.
«No me gusta ese muchacho, Zaisei», decretó. «Dice cosas extrañas y ha estado aliado con el hijo de Ashran».
Cuando Gaedalu mencionó a Kirtash, Zaisei volvió a percibir aquella huella de ira y odio en su alma. Retrocedió un paso, intranquila, pero se obligó a centrarse en el tema que estaban tratando.
—Existe un lazo, Madre Venerable —le recordó con tacto.
«Lazos», repitió Gaedalu. «Los celestes concedéis demasiada importancia a los lazos».
Zaisei sonrió. Había mantenido aquella discusión con muchas personas no celestes.
—Al final resulta —dijo— que los lazos son siempre lo único que importa.
«Lo único que puede hacer cambiar el curso de la historia, o incluso malograr una profecía; la diferencia entre la victoria o la derrota de un dios», se dijo, con un ligero estremecimiento, al recordar la extraña relación entre Jack, Christian y Victoria.
«Bien, existe un lazo entre Shail y tú», suspiró Gaedalu. «De acuerdo. Supongo que ya eres mayorcita para saber lo que estás haciendo».
Zaisei inclinó la cabeza.
—Gracias, Madre Venerable. Pero no os he molestado para hablar de lazos, ni de mi relación con Shail. La carta contiene información importante, que debéis conocer de inmediato.
Una parte del mensaje de Shail también era personal. El mago no había podido resistir la tentación de decirle en la carta lo mucho que la quería y cuánto la echaba de menos. Zaisei sonrió para sus adentros. A Shail le había costado mucho sincerarse con ella en su día, pero, una vez lo había hecho, solía reiterar sus sentimientos muy a menudo, sin tener en cuenta que Zaisei ya los conocía. «Supongo que es difícil para él, para todos los humanos en general», pensaba la joven a veces, «puesto que no son capaces de ver los lazos que existen entre las personas y van a ciegas en cualquier relación».
Se saltó aquellos párrafos y leyó en voz alta la parte referente a los descubrimientos de Shail en Nanhai. Como la primera vez que sus ojos habían paseado sobre aquellas líneas, Zaisei no pudo evitar que se le encogiera el corazón de angustia al imaginar la cordillera sacudida por una fuerza destructora que Shail asociaba con el dios Karevan.
«¿Cómo se atreve a insinuar semejante cosa?», dijo Gaedalu, perpleja, y hasta Zaisei llegó una pequeña oleada de disgusto.
—El sacerdote Ymur parecía estar de acuerdo con esta teoría, Madre Venerable.
«Pasemos eso por alto. Sigue leyendo, por favor».
—«Lo que más me preocupa es que, si este extraño fenómeno se debe a la acción del dios Karevan, puede que algo semejante suceda en otros lugares de Idhún. Y, si los otros dioses son tan destructivos como este, tendremos que encontrar la manera de detenerlos o de evacuar a los habitantes de los lugares donde se manifiesten, si es que se manifiestan todos de forma similar. Ymur ya ha escrito al Venerable Ha-Din para contarle todo lo que estamos viendo estos días en Nanhai. Yo voy a quedarme un poco más para ver si averiguo más cosas, pero no veo la hora de regresar y...» —Zaisei se saltó lo que seguía, ligeramente ruborizada—. «Los magos también estarán sobre aviso. Parece ser que Victoria ha despertado de su trance, aunque esto no he podido comprobarlo por mí mismo, y por tanto te agradecería que averiguaras si es verdad. Lo he sabido a través de Kirtash, que en estos momentos viaja hacia Kazlunn...»
«¿Kirtash?», estalló Gaedalu. La palabra sonó con tanta fuerza en la mente de Zaisei que la muchacha dejó escapar un grito y se llevó las manos a las sienes. «¿Insinúas que tu mago ha estado con ese monstruo todo este tiempo? ¿Cómo te atreves a venir a contarme esas historias de dioses destructores, sabiendo que han salido de la lengua envenenada de un shek?».
Zaisei retrocedió un par de pasos, asustada por la violencia de los sentimientos que percibía en Gaedalu. Se irguió, no obstante, para responder con firmeza:
—Lo que se cuenta en esta carta lo vio Shail con sus propios ojos, y varios gigantes corroboran sus palabras, entre ellos el sacerdote Ymur, del Gran Oráculo.
«Es evidente que ese shek los ha engañado a todos», gruñó Gaedalu. «Vete con tu carta, hija, y reza a Irial para que ilumine tu entendimiento y te haga ver que todas estas mentiras no son sino otra artimaña de las serpientes para hacernos dudar de nuestros dioses».
—Entonces, ¿por qué los Oráculos nos hablan a gritos, Madre?
Gaedalu dejó escapar una suave risa gutural.
«Puede que se hayan dado cuenta de que últimamente nos hemos vuelto un poco sordos. Vete en paz, hija, y no dejes que te confundan con esas historias».
Zaisei no discutió. Salió de la habitación, aún con la carta de Shail entre las manos, y después abandonó la biblioteca, pensativa y muy preocupada. No dudaba de las palabras del mago, pero estaba de acuerdo con Gaedalu en que Kirtash era un ser retorcido e imprevisible, con una inteligencia perversa. Sin embargo, otras personas, entre ellas Jack, habían corroborado la historia de la próxima llegada de los dioses. A Gaedalu la cegaba el odio hacia Kirtash, y tal vez eso podía impedirle ver la verdad.
La tranquilizaba saber que al menos Ha-Din estaba sobre aviso. Tal vez él sí se tomara en serio la alerta que llegaba desde Nanhai; tal vez lograra convencer a Gaedalu...
Pero, entretanto, ¿qué podía hacer ella? ¿Qué debía hacer? ¿Acudir a Kazlunn para comprobar cuál era el estado de Victoria? ¿Regresar al Oráculo? ¿Ir al encuentro de Ha-Din? ¿O permanecer con Gaedalu? Estaba empezando a pensar que había algo extraño en todo aquello, en el modo en que la Madre Venerable bebía de aquellos antiguos libros, con ansia, como si estuviera buscando algo que fuera más allá de una información teórica o un conocimiento olvidado.
Reprimió un estremecimiento. Comprendía que Gaedalu odiase a Kirtash, porque el shek se había ganado muchos enemigos y era difícil sentir aprecio hacia él, después de todo lo que había hecho.