Authors: Laura Gallego García
En Kazlunn se sabía que había habido allí una tercera persona. Se sabía que Kirtash, el shek, había acompañado al dragón y al unicornio en su lucha contra el Nigromante. Se sabía que, por alguna razón desconocida, el dragón protegía al hijo de Ashran. Pero poco más.
Los rumores en torno al extraño trío eran oscuros y desconcertantes. Todo el mundo estaba enterado de que ninguno de los tres había apoyado a la Resistencia y los Nuevos Dragones en Awa. Tras la caída de los sheks, no se había tardado en encontrar el dragón de Kimara en el bosque, hecho pedazos; el dragón dorado al que muchos habían tomado por Yandrak. Pero eso no era todo: peores incluso que la extraña alianza del último dragón con un shek eran las habladurías que ligaban a Kirtash a la propia Lunnaris. A unos pocos les parecía una historia bellamente trágica, pero la mayoría encontraba la idea demasiado repugnante como para ser cierta.
No; ciertamente, aquellos tres jóvenes no eran unos héroes al uso. Resultaba infinitamente más sencillo y menos perturbador cantar las hazañas del príncipe Alsan de Vanissar, del mago Shail, de Aile, la poderosa hechicera feérica, de Hor-Dulkar, el señor de los Nueve Clanes, de los feroces feéricos del bosque de Awa, de Tanawe y sus dragones, de Denyal, Covan, Kestra y todos los demás, incluso de la propia Kimara, la semiyan, antes que hablar del dragón, del unicornio... y del shek.
Los héroes aclamados por todos eran los Nuevos Dragones. Docenas de dragones artificiales surcaban los cielos de Nandelt, persiguiendo a las serpientes donde quiera que se ocultaran. Se sabía que Denyal y Tanawe estaban preparando una escuadra de dragones para enviarla a Kash-Tar, en ayuda de los rebeldes que se habían alzado contra Sussh. Qaydar estaba al tanto de que Kimara quería ir con ellos y volver a pilotar un dragón, como ya había hecho en la batalla de Awa.
—No sabes lo que estás diciendo. Jack sigue siendo un dragón, el último dragón. Y, por perfectas que sean esas máquinas, no dejan de ser máquinas. Alguien como tú, por cuyas venas corre el fuego de Aldún, debería conocer la diferencia.
Kimara bajó la cabeza, temblando. Desde la primera vez que sus ojos se habían cruzado con los de Jack, en el desierto, había tenido una fe inquebrantable en él, había sabido que aquel dragón los salvaría a todos. Pero después había muerto, o eso le habían dicho. Y habían tenido que librar solos la última batalla. Ahora, Jack había regresado, pero no se comportaba en modo alguno como un dragón. «Nosotros somos los Nuevos Dragones», había dicho Kestra en una ocasión. «Triunfaremos allá donde los Viejos Dragones fueron derrotados». Kimara estaba empezando a creer que tenía razón.
—No vas a ir a Kash-Tar, Kimara —concluyó Qaydar—. Lo quieras o no, tu vida pertenece a la Orden Mágica.
—Mi vida solo me pertenece a mí —se rebeló ella, con sus ojos de fuego reluciendo furiosamente—. Si quiero regresar a Kash-Tar nadie va a poder impedírmelo.
Qaydar avanzó un paso hacia ella.
—No me desafíes, niña —dijo con calma—. Todavía sigo siendo tu maestro.
Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. Y entonces, en aquel breve silencio, alguien llamó a la puerta.
—Pasa, Jack —suspiró Qaydar, volviéndose hacia la entrada. Kimara no lo admitiría nunca, pero, cuando rompieron el contacto visual, se sintió mucho mejor.
La puerta se abrió, y el joven dragón entró en la estancia. Kimara desvió la mirada. Todavía se sentía confusa con respecto a Jack. Desaprobaba su actitud, sí, y prefería al Jack que había conocido en el desierto; pero no era menos cierto que el nuevo Jack parecía más adulto, más poderoso y más seguro de sí mismo. Y había algo en él que la intimidaba.
El apenas la miró, lo cual era otra señal de lo mucho que había cambiado. No era que ya no la apreciara como amiga: si ella lo saludaba, si se acercaba a él, la trataba con el cariño y la confianza de siempre. Pero la mayor parte del tiempo actuaba como si no se acordara de que ella existía. Y no lo hacía a propósito. Simplemente, estaba distante, en alguna dimensión extraña y lejana, en un mundo propio en el que se sentía más cómodo... en un mundo menos humano. «¿Eran así todos los dragones?», se preguntó la semiyan. «Con esa aura de poder, con esa mirada tan intensa, con esa forma de ver el mundo, desde lo alto, como si todos los demás fuésemos muy pequeños en comparación con ellos». No era una idea agradable y, sin embargo... no podía negar que, a pesar de todo, Jack seguía pareciéndole muy atractivo, incluso más que antes.
—Qaydar —dijo el chico—. Te estaba buscando.
Aquel día estaba distinto, apreció Kimara. Tenía los ojos húmedos y estaba temblando. Y, aun así, seguía intimidándola con su mera presencia.
—¿Qué pasa, muchacho? ¿Es...?
—Victoria —asintió él—. Victoria se ha despertado.
Kimara dejó escapar una exclamación de sorpresa, y Jack se volvió hacia ella por primera vez.
—Hola —saludó, con una sonrisa.
«No me había visto», pensó ella. No era la primera vez que ocurría.
—Alabados sean los Seis —dijo Qaydar—. ¿Cómo está?
—No puede moverse. Está tan débil que apenas puede hablar, pero está... está viva, y consciente.
—Alabados sean los Seis —repitió Qaydar—. Voy a verla inmediatamente. Avisaré a...
—No —cortó Jack—. Está aturdida, no quiero confundirla más llenando su habitación de gente. No le digas nada a nadie. Todavía no. Tiene que recuperar fuerzas.
«Ha vuelto a olvidarse de que estoy aquí», comprendió Kimara.
—De acuerdo —accedió Qaydar—. Vayamos a verla. Seguiremos luego con la lección —le dijo a su discípula.
Eso no era cierto, y ella lo sabía. Todos estarían demasiado pendientes de Victoria como para acordarse de una aprendiza de hechicera. Cuando los dos hubieron abandonado la estancia, Kimara suspiró y volvió a asomarse a la ventana. Vio entonces que el dragón anaranjado ya había aterrizado en el mirador, y corrió a reunirse con él.
—Muchacha —dijo Qaydar con dulzura—. ¿Me recuerdas?
Victoria movió la cabeza con dificultad y le devolvió una mirada cansada. Se fijó en el rostro lampiño del hechicero, en su largo cabello, de tonalidades verdes, recogido en una trenza, en aquellos rasgos que hacían parecer a su propietario mucho más joven de lo que era en realidad.
—Qay... dar —dijo ella con esfuerzo.
—Eso es —asintió el Archimago, satisfecho—. Estás en la Torre de Kazlunn, Victoria. A salvo. Ahora descansa, ¿de acuerdo?
Victoria asintió. Intentó alzar la mano, buscando la de Jack, pero solo tuvo fuerzas para levantar un dedo tembloroso. El muchacho detectó el gesto, la tomó de la mano y se la estrechó con fuerza.
—Mira su frente, Qaydar —dijo Jack—. ¿Lo ves?
El Archimago examinó el rostro de Victoria, que había dejado caer los párpados, agotada. En la frente de la muchacha, entre los ojos, había un extraño agujero oscuro que señalaba el lugar donde se había erguido el cuerno de Lunnaris. Había estado así desde la lucha contra Ashran, pero Jack habría asegurado que aquel círculo de sombras se había hecho un poco más pequeño.
—Se está cerrando, Qaydar.
—¿Estás seguro? Yo no aprecio ningún cambio. ¿No será que es eso lo que deseas, muchacho?
—Sé muy bien qué aspecto tiene —dijo Jack con sequedad—. Se ha reducido. Muy poco, es verdad, pero... es un comienzo. Puede que su herida acabe por sanar por completo.
—No podemos saberlo sin ver al unicornio, Jack.
Jack inspiró hondo. Aquel agujero de oscuridad representaba una lesión, eso era cierto; pero esa lesión se había producido en el cuerpo de unicornio de Victoria y, por tanto, mientras ella presentara forma humana los médicos no podían curarla. El problema era que Victoria no podía transformarse estando inconsciente; ahora que había despertado, parecía estar demasiado débil como para intentarlo siquiera. Y, por otro lado, probablemente metamorfosearse en un unicornio sin cuerno la mataría al instante. Su esencia herida se había refugiado en aquel cuerpo humano, sano e intacto por el momento, y era esa la razón por la que todavía seguía con vida.
—Dale tiempo —dijo Jack—. Y dame tiempo para recuperarla. Que no corra la voz de que se ha despertado. Todavía no está preparada para enfrentarse al mundo.
Qaydar se lo quedó mirando, intuyendo que le ocultaba algo. Pero no tuvo ocasión de averiguar más, porque en aquel momento vinieron a buscarlo para anunciarle la llegada de la maga Tanawe, la Hacedora de Dragones.
—Quédate con ella —le dijo a Jack—. Volveré en cuanto me sea posible.
El joven asintió.
No tardaron en quedarse solos de nuevo, él y Victoria. Jack la miró intensamente.
—No le he dicho lo de la luz —le confió.
Ella no reaccionó, pero Jack sabía que estaba escuchando. Simplemente, ya no tenía fuerzas para abrir los ojos siquiera.
—No puede saberlo —prosiguió Jack—. No puede ver la luz de los ojos de un unicornio porque, aunque tenga antepasados feéricos, es humano sobre todo. Por eso no se ha dado cuenta... pero pronto lo sabrán, Victoria. Tarde o temprano vendrá algún feérico y lo detectará. Y Christian lo descubrirá inmediatamente. No sé qué sucederá entonces, pero... por si acaso, es mejor no decirles nada.
Victoria abrió los ojos entonces y lo miró, triste y cansada. Jack tragó saliva. Sus ojos seguían siendo tan bonitos como los recordaba, pero habían perdido aquel brillo que los hacía especiales. Desde el pálido rostro de Victoria, aquellos ojos le dirigían una mirada profundamente humana.
Qaydar encontró a Tanawe conversando animadamente con Kimara en la terraza, junto al enorme dragón artificial que reposaba sobre las baldosas de mármol, enroscado sobre sí mismo.
—¿Intentando robarme hechiceras para tu causa, Tanawe? —la saludó Qaydar con una sonrisa.
Sus relaciones con la Hacedora de Dragones se habían deteriorado mucho en los últimos tiempos, pero el haber visto a Victoria consciente había mejorado mucho su humor, y estaba dispuesto a hacer las paces. Por otro lado, los dos hechiceros habían luchado juntos en Nurgon y en la batalla de Awa, codo con codo y, en el fondo, a Qaydar le apenaba que se hubieran distanciado.
—Las hechiceras deberían ser libres para ir a donde les pareciera, Qaydar —replicó la maga con frialdad—. Al fin y al cabo, la Orden Mágica ya no es lo que era; no se puede permitir el lujo de seguir manteniendo las mismas normas que hace veinte años.
El Archimago miró a Kimara, que adoptó un aire inocente. No pudo engañarlo. Sabía que Tanawe quería a Kimara en sus filas, como piloto o como maga de apoyo, puesto que los dragones artificiales precisaban de la magia para funcionar y, desde la extinción de los unicornios, los magos habían empezado a convertirse en una rareza en Idhún. También sabía que la lucha de Tanawe contra los sheks había pasado a ser algo personal después de la batalla de Awa. En ella había fallecido Rown, su compañero, el padre de su hijo Rawel. Y Denyal, su hermano, había perdido un brazo, salvajemente mutilado por la bestia que un día había sido el príncipe Alsan de Vanissar.
Rown y Tanawe habían desarrollado juntos la idea de los dragones artificiales. Denyal los había capitaneado contra los sheks. Juntos, los tres, eran el alma de los Nuevos Dragones. Ellos y media docena de pilotos valientes, como Garin, como Kestra, como Kimara.
Todos ellos estaban muertos, a excepción de Kimara. Habían vencido en la batalla, pero habían tenido que pagar un precio muy alto por aquella victoria. Y Tanawe, rota de dolor, había decidido que los Nuevos Dragones no morirían allí.
La hechicera había sido una persona alegre y jovial, para quien la construcción de dragones era, a la vez, un reto y algo tan hermoso como hacer que aquellas poderosas criaturas volvieran a surcar los cielos idhunitas. Antes, Tanawe había liderado a los Nuevos Dragones por vocación. Ahora lo hacía por venganza. Tanawe se había convertido en una mujer dura y resentida que pocas veces sonreía. Compartía, además, tres cosas con Kimara: la admiración por los dragones, el odio hacia los sheks y el deseo de seguir luchando.
—La Orden Mágica nunca volverá a ser lo que era si los hechiceros nos dispersamos en lugar de volver a unirnos, Tanawe —replicó Qaydar.
—La Orden Mágica nunca volverá a ser lo que era, y punto —cortó Tanawe—. No sin unicornios que consagren a más magos. Cuando muera el último de nosotros...
—... entonces tus dragones dejarán de funcionar. Es por eso por lo que debemos unirnos para hallar la manera de seguir transmitiendo nuestra magia, con o sin unicornios...
—Los hechiceros más poderosos llevan siglos tratando de emular los poderes de los unicornios. No deberíamos perder el tiempo buscando lo imposible. Puede que mis dragones dejen de funcionar, pero para entonces habremos exterminado hasta la última serpiente de nuestro mundo. Como ves, tenemos una larga tarea por delante, así que te agradecería que dejaras de retener a hechiceros que pueden ser mucho más útiles en nuestros talleres de Thalis.
Qaydar suspiró para sus adentros. Ya lo habían hablado muchas veces, y nunca se ponían de acuerdo. Ninguno de los dos daría su brazo a torcer.
—Has venido a llevarte a Kimara, ¿no es cierto? Deja que te recuerde que su educación aún no ha concluido. Todavía es una aprendiza.
—Yo me encargaré de su educación, Archimago. Además, Kimara es también una guerrera, no puedes obligarla a pasar su vida encerrada en una torre.
—Es una maga —repuso Qaydar con sequedad—. Y eso no lo he decidido yo... sino un unicornio. —Se volvió hacia Kimara—. Te hicieron entrega de un don maravilloso, un don por el que muchos matarían. El unicornio que te dio ese poder te necesita, nos necesita a todos ahora mismo. Tú decidirás qué vas a hacer con lo que te entregó en su día. Si vas a devolverle el favor, aprendiendo los misterios de la magia, y ayudándonos a restaurarle la salud... o si vas a malgastar tus dones dejando que te maten en una guerra que no es la tuya.
—Es mi guerra... —empezó Kimara.
—No, no lo es. Los magos no tenemos patria, no tenemos tierra. Todo Idhún es nuestro hogar, el mundo entero es nuestra patria. Y no importa cuántas veces salves Kash-Tar, no importa a cuántas serpientes extermines, porque si no salvamos al último unicornio, no habremos salvado nada.
Ninguna de las dos respondió. Qaydar suspiró, cansado.
—¿Cuándo partís para Kash-Tar, Tanawe?
—Calculo que estaremos listos en unos quince días, aproximadamente.