Authors: Laura Gallego García
Sus últimas palabras fueron apenas un susurro, pero tanto Yaren como Gerde captaron el intenso odio que emanaba de ellas. Gerde sonrió para sí. No era ningún secreto que ningún shek detestaba los dragones artificiales tanto como Eissesh.
—Comprendo tus reticencias —dijo Gerde—. Pero lo cierto es que dentro de poco no habrá en Idhún gran cosa que reconquistar.
Eissesh no respondió. Había cerrado el ojo de nuevo.
—Aquí estáis en peligro —prosiguió ella—. Los dioses de los sangrecaliente nunca aceptaron la derrota de sus dragones, y vienen a Idhún para luchar contra nosotros. Uno de ellos anda cerca.
Eissesh abrió el ojo otra vez.
«¿Hablas de dioses, feérica? ¿Qué sabes tú de los dioses?»
Gerde le respondió con una larga carcajada. Entonces avanzó hasta situarse justo frente a él. De haberse encontrado en mejores condiciones, Eissesh la habría devuelto a su lugar con un coletazo, pero en aquel momento, simplemente aguardó.
Ambos, el hada y la serpiente alada, cruzaron una larga mirada.
—¿Qué sé yo de los dioses? —repitió Gerde, con una esquiva sonrisa—. Más de lo que querría, Eissesh.
El shek sostuvo su mirada... y vio en sus ojos algo oscuro y poderoso, tanto que le hizo temblar de puro terror. Trató de dominarse. No estaba tan débil como para sentirse intimidado por una simple maga sangrecaliente.
Gerde se separó de él. Eissesh cerró el ojo, agotado.
—Tengo un plan —dijo ella—. Llevará tiempo, y no disponemos de mucho, pero si sale bien podría salvarnos a todos. Si eres inteligente, Eissesh, y me consta que lo eres, estarás preparado y acudirás con tu gente a mi señal.
Eissesh no respondió. Todavía estaba tratando de encontrar una explicación lógica al miedo que se había adueñado de su frío corazón. Abrió el ojo, sobresaltado, cuando sintió que Gerde dejaba caer la palma de la mano sobre su abrasada piel. Ningún sangrecaliente se había atrevido a tocarlo jamás. Todos se estremecían de terror cuando lo tenían cerca. Y, no obstante, en aquel momento él mismo no tuvo fuerzas para moverse.
Porque un poder empezó a recorrerlo por dentro, una energía fría y oscura, pero a la vez extrañamente vivaz; una energía que regeneró su piel en cuestión de minutos y volvió a hacer crecer su ala destrozada.
Cuando Gerde de separó de él, Eissesh estaba casi completamente curado. Alzó la cabeza y la miró, sin una palabra.
—El ojo no te lo voy a devolver —dijo Gerde, muy seria—. Quiero que recuerdes esta conversación, y quiero que recuerdes que te salvé la vida. Si te sanara por completo, te las arreglarías para olvidar que se lo debes a una sangrecaliente.
Eissesh abrió la boca lentamente.
«¿Quién eres?», quiso saber.
—Soy Gerde —repuso ella simplemente—. Recuerda mis palabras, Eissesh. Estad atentos y permaneced ocultos hasta que llegue el momento. Y no os enfrentéis a ellos. No podéis vencer.
El shek entornó los párpados.
«Entiendo».
—Debo marcharme —dijo Gerde entonces, y un leve timbre de inquietud vibró un instante en su voz—. El se está acercando.
Eissesh no le preguntó a qué se refería. En el mismo momento en que los dos magos abandonaban la caverna, le llegó el aviso de que se estaba produciendo un violento terremoto en las montañas del este.
El símbolo de los sueños imposibles
Shizuko Ishikawa se hallaba acodada sobre la barandilla del balcón de su apartamento, en Takanawa. Una luna creciente florecía sobre Tokio, desafiando a la capa de luz artificial bajo la que los humanos insistían en ocultar el suelo de la mirada de las estrellas. Aquella inmensa ciudad que se extendía a sus pies la atraía de alguna forma, y Shizuko se preguntó cómo era posible que encontrara algo bello en un mundo cuya única luna era tan pálida y anodina, un mundo cuyas maravillas estaban siendo sistemáticamente arrasadas, corrompidas, sepultadas bajo un manto de cemento y acero.
Tal vez porque siempre hay algo hermoso y fascinante en el más puro de los horrores.
«Excepto en mí», pensó. «No hay nada bello en mí».
Alzó la mano ante ella y la contempló, pensativa. Era un apéndice ciertamente feo. Útil para algunas cosas, pero repulsivo, con aquellas cinco cosas que se movían tanto. Como tantas otras veces, se palpó la cara y el pelo. Su cabello era lo único que le gustaba de aquella pequeña cabeza redondeada. De lejos, el cabello humano parecía una masa informe y pegajosa, pero el suyo propio había resultado ser suave y brillante. Shizuko lo cuidaba con esmero para mantener su belleza. Además, cuantas más partes de aquella piel blanda, pálida y caliente ocultara, mejor.
Hundió la mano en su mata de cabello. Eso la reconfortó un poco.
Volvía a sentirse mareada. Su cuerpo estaba caliente otra vez. ¡Otra vez! Shizuko tomaba baños de hielo a menudo para mantenerlo fresco, pero aquel horrible cuerpo humano insistía en recuperar su repulsiva tibieza. En cierta ocasión había enfermado, y eso había sido todavía peor, porque su cuerpo se había vuelto aún más caliente. Era lo que los humanos llamaban fiebre. Todos a su alrededor insistían en que no era bueno, no era sano, que tratase de enfriar su cuerpo. Sangrecaliente. No podían entenderla. Nadie podía entenderla.
Percibió una presencia a sus espaldas. No había hecho ningún ruido, pero Shizuko supo que estaba ahí.
«Tienes mucho valor para regresar aquí», pensó, sin volverse.
«Tenía que arriesgarme», repuso él, y su voz telepática llegó a todos los rincones del nivel más superficial de su mente, aquel que utilizaba para comunicarse en una conversación con un extraño.
«¿Por qué razón?», quiso saber ella.
«Por muchas razones», respondió él.
Se situó a su lado, pero manteniendo las distancias, respetando su espacio y su intimidad. Shizuko se lo agradeció en el fondo. Los humanos tendían a acercarse demasiado unos a otros, demasiado para su gusto; incluso allí, en Japón, donde las relaciones entre personas solían ser tan formales y educadas. Shizuko no entendía cómo era posible que los humanos necesitasen tanto el calor de otros humanos. ¿No estaban ya sus cuerpos lo bastante calientes? ¿Para qué necesitaban estarlo más?
El cuerpo de la persona que estaba a su lado también era cálido. Pero no tanto como los otros. Shizuko podía percibir que de él emanaba una suave frescura que le resultaba en cierta medida agradable... para tratarse de un cuerpo humano, claro.
—No te sientes bien en ese cuerpo —comentó él.
Shizuko entornó los ojos, sin comprender por qué le estaba hablando con las cuerdas vocales, teniendo la posibilidad de hacerlo con la mente, una forma de comunicación más completa, porque con ella podía transmitir no sólo ideas, sino también imágenes, recuerdos y sensaciones... tantas cosas para las que las palabras resultaban a menudo limitadas y poco precisas, y la razón por la cual los telépatas más poderosos encontraban tan pobre y tosco el lenguaje oral.
Sin embargo,
debía
acostumbrarse a utilizar sus cuerdas vocales, por lo que respondió, en voz alta:
—¿Quién podría sentirse bien en un cuerpo así?
—Yo mismo —respondió él—, aunque no siempre. A menudo necesito cambiar de forma para no sentirme asfixiado, y por eso puedo entender por lo que estás pasando.
—No puedes entenderlo —respondió ella, y su voz sonó fría y carente de sentimientos, no porque no los tuviera, sino porque aún no había aprendido a impregnar sus palabras con ellos, a modular el tono de voz para transmitir emociones con él—. Yo no soy como tú, Kirtash.
El sonrió. La primera vez que habían conversado, la noche anterior, ella no lo había llamado por su nombre, pese a que lo conocía muy bien. De otro mundo, otros tiempos. De un pasado mejor para todos.
—Pero somos parecidos, en cierta medida.
Shizuko contempló sus manos de nuevo, desolada.
—Han pasado muchas lunas y todavía no entiendo muy bien qué me ha sucedido —dijo—. ¿Por qué estoy así? ¿Qué se supone que debo hacer?
—Por eso he venido —respondió el joven—. Me han enviado para poneros en contacto con Idhún, con el resto de nuestra gente. Hay planes que deben llevarse a cabo, y tú y los tuyos sois parte de esos planes.
—¿Y te han enviado a ti? Eres un traidor, Kirtash. Sé lo que sucedió la noche del Triple Plenilunio. Mereces morir por todo lo que has hecho contra nosotros.
—Sin embargo, no has levantado la mano contra mí... Ziessel.
Ella tembló. De miedo, de ira... Christian no habría podido decirlo. Su bello rostro oriental seguía siendo pálido y frío como la más fina porcelana. La shek que habitaba en el interior de aquel cuerpo todavía no sabía cómo reflejar sus emociones en un semblante humano.
—No utilices esa expresión —le advirtió—. Y no me llames por ese nombre. Hace mucho que ya no soy esa persona.
—Posees el alma y la conciencia de Ziessel, la serpiente alada —prosiguió Christian, implacable—. Ziessel, la bella, la reina de los sheks. Pero has perdido tu verdadero cuerpo, ¿no es cierto? Estás atrapada en un cuerpo humano que encuentras opresivo y aborrecible.
»Por eso, por mucho que me desprecies por ser un traidor, no enviarás a tu gente contra mí. No lo harás, porque soy el único que puede explicarte qué te está pasando.
Shizuko cerró los ojos. Habría querido cerrar su mente a sus palabras, pero resultaba difícil, porque estas entraban en ella a través de sus oídos, y no de sus pensamientos.
En el pasado, los sheks no habían sabido muy bien cómo asimilar la existencia de Kirtash, un híbrido de shek y humano, el símbolo del pacto entre el rey de los sheks y el hechicero sangrecaliente que les había permitido regresar. Algunos lo habían considerado una repugnante rareza, un humano que pensaba como un shek. Otros lo habían encontrado interesante, y otros habían valorado en gran medida el sacrificio de la serpiente que debía lidiar con las limitaciones de un cuerpo humano para asegurar la supervivencia de la especie. Todos, sin excepción, comprendían, no obstante, que la creación del híbrido era necesaria para evitar el cumplimiento de la profecía de los Oráculos. Y, mientras Kirtash estuvo cumpliendo con su deber en el otro mundo, los sheks lo respetaron y valoraron su existencia y su trabajo.
Ziessel también había tenido una misión. Y la había llevado a cabo, con diligencia, con eficacia. Hasta que la Resistencia había regresado a Idhún y las cosas habían empezado a complicarse. Todavía recordaba cómo habían perdido Nurgon, cómo los renegados habían resucitado la fortaleza, cómo los sheks habían luchado con todas sus fuerzas para aplastarla de una vez por todas. Y tenían la victoria al alcance de la mano. ¿Cómo se había torcido todo?
Ella lo sabía. Sabía que Zeshak, su antecesor, había sucumbido al odio y había permitido regresar al dragón la noche del Triple Plenilunio. Eso había sido determinante.
También sabía que los sangrecaliente habían vencido en Awa porque una hechicera se había sacrificado para realizar un hechizo de fuego que había resultado ser fatal para las serpientes aladas. Por fortuna para los sheks, no existían muchas posibilidades de que eso volviera a suceder. Los héroes, aquellos capaces de sacrificarse por la colectividad, eran escasos. Entre los sangrecaliente había un puñado de héroes y una gran mayoría de gente corriente. Lo cual también era una suerte para los sangrecaliente: si todos estuviesen dispuestos a sacrificarse por todo el mundo, las razas sangrecaliente se habrían extinguido mucho tiempo atrás. A menudo no era una cuestión de valentía o de cobardía, sino de detenerse o no a pensar en las consecuencias de lo que uno mismo hacía. Si la hechicera se hubiese parado a pensar en todas las cosas que podían salir mal en aquel hechizo, probablemente no habría dado su vida por llevarlo a cabo. Un shek se habría parado a pensar. Un shek habría elegido la opción más lógica. Y a menudo las heroicidades no eran la opción más lógica, sino la acción más desesperada. Por eso pocos héroes llegaban a viejos. Por eso había una línea tan fina entre el heroísmo y la locura.
A Ziessel se le había pedido que se sacrificara por los demás, que se atreviera a cruzar la Puerta a otro mundo para que los suyos pudieran seguirla. Y lo había hecho, a pesar de que la lógica le decía que era imposible, a pesar de que ella no era ninguna heroína. Lo había hecho porque era su deber. Porque para eso era la reina de los sheks.
Para las serpientes aladas, su soberano no era quien más poder ostentaba, sino el que se responsabilizaba por todos los demás.
Por esta razón, Zeshak había tenido que aportar a sus propios hijos para el experimento de nigromancia de Ashran. Por esta razón Ziessel, su sucesora, había aportado su propio cuerpo para poner a salvo a su pueblo.
¿Y de qué había servido?
Shizuko le dirigió a Kirtash una mirada repleta de fría cólera. Kirtash había trabajado bien durante un tiempo, pero luego los había traicionado. Después había llegado la noticia de que había matado al dragón de la profecía, y los sheks llegaron a pensar que todo había sido una hábil maniobra por parte del híbrido para atacar a la Resistencia desde dentro. Pero el dragón había regresado. Kirtash los había engañado a todos, había ayudado a los sangrecaliente a derrotar a Ashran y lo había echado todo a perder. No podía confiar en él.
Por un momento fue Ziessel de nuevo, la reina, la que debía tomar decisiones y ejecutar al traidor en nombre de todos los sheks, y estuvo tentada de llevar a cabo la sentencia. Pero llevaba demasiado tiempo soportando el dolor que le producía aquel cuerpo humano, la angustia de saberse encerrada, el rechazo implícito que percibía en los otros sheks de su grupo, quienes no podían disimular lo mucho que les repugnaba el aspecto de su reina. Había sufrido aquel tormento demasiado tiempo, y lo había sufrido sola.
—Tú podías transformarte a voluntad —le dijo—. Tu cuerpo de shek era hermoso, y recuerdo haberme preguntado alguna vez por qué no lo utilizabas siempre que podías. ¿Por qué yo no soy capaz de transformarme, como hacías tú? ¿Qué he de hacer?
Christian la observó un momento antes de hablar. A él le gustaba ser lo que era, pero para Ziessel, aquello suponía una tragedia. Jamás sería capaz de adaptarse a ese cuerpo humano. Jamás volvería a ser la de antes. Pero, ¿cómo explicárselo?
—Yo soy un híbrido —le dijo con calma—. Mi alma es la fusión de dos esencias: un espíritu humano, y un espíritu shek. Cada una de esas esencias moldea mi cuerpo a su antojo según sus necesidades. Por eso puedo transformarme; porque, para cada una de mis esencias, existe un cuerpo.