Authors: Laura Gallego García
Un poco receloso, Denyal había formado una patrulla que se dedicaba específicamente a explorar las montañas en busca del escondite de los sheks. Se hacían llamar los Rastreadores, y eran un grupo de seis dragones, con sus correspondientes pilotos, que emprendían viajes regulares por la cordillera de Nandelt y el Anillo de Hielo. Alguna vez habían descubierto y abatido algún shek solitario, pero a quien buscaban en realidad era a Eissesh, que había sido gobernador de Vanissar, y de quien se decía que seguía vivo, organizando lo que quedaba de la civilización shek en algún escondite de las montañas.
No obstante, aquello no era más que un rumor, mientras que la dominación de Kash-Tar era un hecho. Los Nuevos Dragones destinarían la mitad de su flota a apoyar a los rebeldes que se habían alzado contra Sussh; pero Denyal seguía obsesionado con encontrar a Eissesh y, por tanto, se había negado a dirigir el ataque.
Por esta razón, entre otras muchas, los Nuevos Dragones estaban tan interesados en que Kimara se uniese a ellos; pero la joven no se enteró de todo esto hasta que llegó a Thalis con su nueva dragona y tuvo una larga reunión con los líderes del grupo.
—¿Yandrak no va a venir con nosotros? —fue una de las primeras cosas que le preguntaron.
Ella negó con la cabeza.
—En estos momentos, para él es prioritario cuidar de Victoria... Lunnaris —se corrigió.
Denyal y Tanawe cruzaron una mirada significativa. Kimara entendió sin necesidad de palabras, porque estaba al tanto de los rumores que circulaban en torno a todo aquel asunto. Sabía que, mientras que mucha gente veía a Jack y a Victoria como los héroes que habían salvado Idhún, otros muchos, entre ellos los Nuevos Dragones, consideraban que, para ser héroes, no habían hecho gran cosa. Desde su llegada a Idhún, el dragón y el unicornio habían ido por libre, viajando de incógnito y desentendiéndose de todas las grandes batallas que habían decidido el destino del continente. Los rebeldes habían luchado en su nombre, pero ellos no habían acudido a la batalla, y habían sido otros los que habían peleado hasta la muerte, sacrificando sus vidas en muchos casos, para vencer a los sheks. Ashran estaba muerto, eso era cierto; pero el hecho de que su hijo Kirtash estuviera tan relacionado con los héroes de la profecía hacía dudar a muchos de que hubieran sido realmente ellos los artífices de su derrota.
—Qué pena —se limitó a comentar Tanawe—. Voy a enviar veinte dragones a Kash-Tar y me habría gustado mucho que él hubiera estado al frente de todos ellos.
—Yo habría preferido tenerlo en los Rastreadores —dijo Denyal—. Su instinto nos ayudaría a localizar de una vez por todas el escondite de Eissesh.
—Habría sido el séptimo miembro de la patrulla, Denyal —hizo notar Tanawe—. Eso da mala suerte.
No volvieron a mencionar el tema, pero Kimara había leído la decepción en sus ojos.
Habían pasado el resto de la tarde haciendo planes, estudiando mapas de Kash-Tar y trazando diferentes estrategias de acción. Kimara también había tenido ocasión de conocer a los otros pilotos que serían sus compañeros, y a sus respectivos dragones. Todos se habían quedado un poco sorprendidos al saber que la dragona de la semiyan no tenía nombre todavía. Según le dijeron, para un piloto su dragón no era una simple máquina: era
su
dragón, su amigo y compañero y, por tanto, debía tener un nombre. «Cómo han cambiado las cosas», se dijo Kimara, recordando los tiempos en los que los dragones no eran más que máquinas, para todos, salvo para Tanawe y Kestra; y cómo todos habían pensado que Kestra era una excéntrica, porque era la única piloto que había puesto nombre a su dragón. «El gran Fagnor», recordó, con tristeza. Ambos, mujer y dragón, habían caído juntos en la batalla de Awa.
—La llamaré Ayakestra —dijo finalmente.
«Ayakestra», en idhunaico, quería decir «en memoria de Kestra».
Reinó un silencio solemne; pero enseguida todos estallaron en aplausos y vítores.
—¡Kimara y Ayakestra! ¡Kimara y Ayakestra! —exclamaron.
—Ya eres uno de los nuestros —dijo alguien, y Kimara sonrió, entre incómoda y perpleja. «Yo luché en la batalla de Awa», quiso decir. «Yo defendí la Fortaleza de Nurgon. ¿Dónde estabais vosotros entonces?».
Ahora se encontraba en el cobertizo de Ayakestra, renovando su magia, lista para partir de nuevo. Estaba cansada, sin embargo, y un poco molesta. Tanawe la había obligado a poner a punto a otros cinco dragones más.
—Nos hacen falta magos —le había dicho.
Después, Kimara le había sonsacado que ella sería la única hechicera de la expedición. Habían discutido, porque Kimara no estaba dispuesta a encargarse ella sola del mantenimiento de los veinte dragones durante el tiempo que estuvieran lejos de Thalis. Al final, le había arrancado a Tanawe la promesa de que enviaría con ellos a otro mago más.
Cuando Ayakestra alzó la cabeza y la miró, lista para partir, Kimara sonrió y se dispuso a trepar hasta la escotilla. Pero una mano la detuvo, cogiéndola del brazo. La semiyan se volvió, y se encontró con Tanawe.
La Hacedora de Dragones le dedicó una débil sonrisa.
—Sólo venía a comprobar que estaba todo bien.
—Todo bien, gracias. Yo estoy lista para partir.
—El resto de la flota también. Rando y Ogadrak han salido ya del cobertizo.
Kimara asintió. Rando, un mercenario que había desertado del ejército de Dingra tiempo atrás, era ahora el piloto más audaz de los Nuevos Dragones. Temerario y pendenciero, había sido el primero en ofrecerse para dirigir la expedición a Kash-Tar, y Denyal había estado encantado de quitárselo de encima. Hasta entonces le había estado dando largas para no incluirlo en su equipo de Rastreadores, porque tenía cierta tendencia a desobedecer las órdenes. En Kash-Tar no daría tantos problemas. Kimara era consciente de que le tocaría a ella lidiar con él, pero ambos se habían caído bastante bien desde el principio.
Lo que sí estaba claro era que Rando no tenía mucha imaginación. Había llamado a su dragón «Ogadrak», cuyo significado era, literalmente, «dragón negro». Cualquiera que lo viera de lejos comprendería por qué.
—Quería pedirte otra cosa —dijo Tanawe—. Tú conoces Kash-Tar, te has criado allí.
—Sí —respondió Kimara, preguntándose a dónde quería ir a parar.
—Se nos están acabando las escamas de dragón. Sé que hay gente que trafica con estas cosas, por lo que necesitaría, si es posible, que trajeses más a tu regreso, o que las enviases por medio de alguien, si ves que vais a tardar mucho en regresar.
Kimara la miró de hito en hito.
—¿Compras las escamas a traficantes de restos de dragón?
—Sí: son un poco más caras, pero más eficaces que los colmillos o las uñas. Durante la época de Ashran solíamos comprárselas a un tal Brajdu, pero era muy difícil que las entregas llegaran intactas...
—¿Tenías tratos con Brajdu? —casi gritó Kimara.
—¿Lo conocías?
—Es el humano más vil y repugnante con el que he tenido ocasión de tratar: un tipo sin escrúpulos al que no le importaba saquear la tierra de los dragones para su propio beneficio. El...
—Kimara —cortó Tanawe, áspera—. Los dragones están muertos, ¿me oyes? Nadie echará de menos sus restos. Y sin escamas de dragón, nosotros no podremos crear más dragones artificiales; al menos no unos dragones que confundan los sentidos de los sheks y que estén en condiciones de luchar contra ellos. ¿Quieres liberar tu tierra? Entonces, consigue lo que te he pedido, porque puede que con esta flota logréis derrotar a Sussh... o puede que no. Puede que necesitéis refuerzos, y entonces, ¿a quién se los vais a pedir?
Kimara se dejó caer contra el flanco de su dragona, confusa. Miró a Tanawe y no le tranquilizó lo que vio. La hechicera estaba pálida, y profundas ojeras marcaban su rostro. Parecía cansada y muy desmejorada y, sin embargo, un brillo febril alentaba sus ojos.
—Has cambiado mucho, Tanawe —dijo la muchacha, sombría.
Ella entrecerró los ojos.
—Que tengas buen viaje —se limitó a responder.
Salió del cobertizo. Kimara trepó por fin a su dragona, cerró la escotilla, se acomodó en el asiento, ajustó las correas y posó las manos sobre las palancas.
—Kash-Tar, allá vamos —susurró.
Hizo avanzar a Ayakestra hasta el exterior, y la detuvo allí. Por la escotilla lateral vio a los otros diecinueve dragones alineados, listos para partir. Al final de la hilera estaba Ogadrak, que batía las alas y movía la cabeza con impaciencia. Sonrió.
Alguien golpeó el flanco de la dragona, y Kimara vio a Denyal a través del cristal. Abrió la escotilla lateral. El líder de los Nuevos Dragones no se sorprendió al ver que una parte del cuerpo del dragón se abría para mostrar el rostro de la joven semiyan. Para los que no estaban acostumbrados a ver a los dragones artificiales, aquello resultaba chocante; pero los Nuevos Dragones sabían que, bajo la apariencia de una perfecta piel de escamas, había ventanas y escotillas, que eran los verdaderos ojos del dragón.
—¿Todo bien? —inquirió Denyal.
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
—He visto que tardabas.
—He estado hablando con Tanawe —titubeó un momento antes de añadir—. Está rara.
—Eso es porque no ha dormido en toda la noche. Ha estado renovando la magia de los dragones que van a ir a Kash-Tar.
Kimara lo miró, un poco perpleja.
—Eso es lo que he estado haciendo yo.
Denyal rió sin alegría.
—¿De verdad? ¿Cuántos dragones has puesto a punto?
—Seis, contando con el mío.
—Pues ella se ha ocupado de los catorce restantes.
Kimara se echó hacia atrás, impresionada.
—¿Tan mal andamos de magos?
—No te puedes hacer una idea. Tenemos solo un hechicero más, que es el que se encarga del mantenimiento de la patrulla de Rastreadores, y creo que al final se va con vosotros. Lo he visto subir al dragón de Rando.
Kimara empezó a sentirse culpable.
—No lo sabía.
—No, imagino que no. De todas formas, no te sientas mal. Es verdad que Tanawe no es la misma de siempre. Todos hemos perdido mucho en esta guerra —añadió, llevándose la mano inconscientemente al muñón de su brazo izquierdo.
Kimara no respondió. Sabía que, si Denyal se había quedado sin su brazo, Tanawe había perdido mucho más: había perdido a Rown.
Denyal sonrió y dio una palmada al flanco de la dragona.
—Buen ejemplar —dijo—. Me han dicho que la has llamado Ayakestra —añadió, en voz más baja.
Kimara asintió, con un nudo en la garganta.
—No podía ser de otra manera —dijo.
—Estoy de acuerdo —coincidió Denyal.
Momentos después, los veinte dragones despegaban, uno tras otro, y se hundían en los cielos de Nandelt. Denyal los vio partir, orgulloso de la flota, pero a la vez, preocupado por ellos.
—Espero que tengan buen tiempo —comentó Tanawe junto a él, sobresaltándolo.
—¿Por qué lo dices? Las nubes no tapan los soles.
—Sí, pero míralas. Se mueven demasiado rápido, y eso es extraño, porque no notamos viento aquí abajo.
—Puede que arriba haya corrientes.
—En tal caso, son corrientes muy fuertes, ¿no te parece?
Denyal no dijo nada. Pasó el brazo por los hombros de su hermana, y ambos contemplaron en silencio cómo sus dragones se alejaban, rumbo al sur, mientras sobre ellos cruzaban algunas nubes sueltas que corrían como si llegaran tarde a alguna parte.
El gran cuerno de unicornio que era la Torre de Kazlunn apareció en el horizonte, ante Christian, al atardecer del tercer día después de su partida. «Victoria», se dijo inmediatamente. Perdido en sus sombríos pensamientos, casi había olvidado a quién iba a encontrar allí. A pesar de que regresaba a la torre únicamente por ella.
Recordó también que en su última visita dos dragones le habían salido al encuentro. Uno de ellos, la dragona artificial de Kimara, había abandonado Kazlunn días atrás. Pero el otro seguía allí.
Hasta el último momento esperó volver a ver la imponente silueta de Yandrak recortada contra el horizonte. Pero caía ya el segundo de los soles cuando alcanzó la torre, y nada ni nadie le había salido al encuentro.
No sin recelo, Christian aterrizó sobre las blancas baldosas del mirador. No se transformó en humano inmediatamente, como solía hacer siempre para no llamar la atención. Tenía la sensación de que algo extraño estaba ocurriendo, de que aquel silencio no era normal, y en el fondo temía que le hubiesen preparado una emboscada. Tal vez hubieran llegado ya hasta la torre, de alguna forma, noticias de su encuentro con Gerde. En tal caso, si peleaba como shek tendría más posibilidades de vencer en la lucha que si lo hacía como humano.
Una figura salió a la terraza con un ágil salto. Christian le enseñó los colmillos por puro instinto.
—¿Qué haces así todavía? —le preguntó un Jack demasiado jovial para tratarse realmente de él—. Guarda esos colmillos y adecéntate un poco, hombre. Vas a asustar a todo el mundo.
Christian lo miró con desconfianza. ¿Por qué estaba tan contento? En cualquier caso, era Jack, no cabía duda. Lentamente, el shek recuperó su forma humana. Jack avanzó hacia él; Christian se llevó la mano al pomo de su espada y lo miró con precaución. Jack le devolvió la mirada.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué traes esa cara tan larga?
Christian comprendió que no había peligro. Bajó la mano, despacio.
—Tengo muy buenas noticias —dijo Jack, sin poder contenerse por más tiempo.
—En cambio yo traigo muy malas noticias —replicó el shek.
Jack tardó un poco en responder.
—No sé por qué, no me sorprende —dijo finalmente, con un suspiro—. Está bien, ¿de qué se trata?
Dio media vuelta para entrar en la torre e invitó con un gesto a Christian para que lo siguiera. El shek miró a su alrededor.
—¿Dónde está todo el mundo?
—En una reunión convocada por Qaydar. Tenía algo que anunciar.
—¿Relacionado con tus buenas noticias?
—Sí. ¿Encontraste al mago?
Christian asintió, y pasó a relatarle, brevemente, la escena que había contemplado oculto entre los árboles de Alis Lithban. No mencionó para nada su posterior conversación con Gerde. El rostro de Jack se fue ensombreciendo por momentos. Cuando el shek terminó de hablar, Jack dejó escapar una maldición.
—Sí que eran malas noticias —comentó—. El Séptimo es ahora Gerde, y además tiene el cuerno de Victoria, y lo está utilizando para crear nuevos magos. Por si fuera poco, ahora que tiene una nueva identidad, una identidad feérica, ha vuelto a ocultarse de la mirada de los Seis, ¿verdad? Y en esta ocasión no hay profecía que nos respalde. En dos palabras: estamos perdidos.