Pájaros de Fuego (7 page)

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Authors: Anaïs Nin

BOOK: Pájaros de Fuego
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El leve toque del lápiz contra los pechos me había endurecido las puntas. Eso me molestaba, porque en absoluto había sentido placer. ¿Por qué eran mis pechos tan sensibles? ¿Se daría él cuenta?

Él siguió dibujando y coloreando su obra. Se detuvo para beber whisky y me ofreció una copa. Mojó los dedos en el whisky y me tocó uno de los pezones. No estaba posando, así que me alejé enfadada. Él siguió sonriendo.

—¿No es divertido? —dijo—. Los calienta.

Era cierto que tenía las puntas duras y rojas.

—Tienes unos pezones muy bonitos. No necesitas pintártelos, ¿verdad? Son sonrosados de natural. La mayoría son de un color parecido al cuero.

Me tapé.

Eso fue todo por aquel día. Me pidió que volviera al día siguiente a la misma hora.

El martes tardó más en ponerse a trabajar. Hablaba. Tenía los pies montados sobre el tablero de dibujo. Me ofreció un cigarrillo. Yo estaba sujetándome el chal. Él me miraba y dijo:

—Enséñame las piernas. La próxima vez haré un dibujo de piernas.

Levanté las faldas por encima de las rodillas.

—Siéntate con la falda bien subida —dijo él.

Hizo un apunte de las piernas. Estábamos en silencio.

Luego se puso en pie, dejó caer el lápiz en la mesa y me besó en mitad de la boca, obligándome a echar la cabeza hacia atrás. Yo lo empujé con violencia. Eso le hizo sonreír. Rápidamente, me deslizó una mano bajo la falda, me palpó los muslos por encima de las medias y ya estaba de nuevo en su asiento antes de que yo pudiera moverme.

Recuperé la pose y no dije nada, porque acababa de hacer un descubrimiento: a pesar de mi enfado, a pesar de no estar enamorada, el beso y la caricia de los muslos desnudos me habían dado placer. Cuando lo rechazaba, lo hacía por costumbre, pero en realidad me había dado placer.

El tiempo de posar me permitió deshacerme del placer y recordar mis defensas. Pero mis defensas habían sido convincentes y se estuvo quieto el resto de la mañana.

Desde el mismo principio había adivinado que de lo que realmente tenía que defenderme era de mi sensibilidad a las caricias. También estaba llena de curiosidad por muchas cosas. Al mismo tiempo, estaba absolutamente convencida de que sólo me entregaría al hombre del que estuviese enamorada.

Yo estaba enamorada de Stephen. Deseaba dirigirme a él y decirle:

—¡Poséeme, poséeme!

De pronto me acordé de otro incidente, ocurrido, hacia un año, cuando una de mis tías me llevó al
Mardi Gras
[2]
de Nueva Orleans. Unos amigos nos llevaban en automóvil. Iban con nosotras dos chicas jóvenes. Unos cuantos hombres jóvenes se aprovecharon de la confusión, del ruido, de la excitación y la alegría, para saltar a nuestro automóvil, quitarnos las máscaras y besarnos mientras mi tía daba un grito. Luego desaparecieron entre la multitud. Me quedé pasmada y deseando que el joven que me había cogido y besado en la boca siguiera a mi lado. El beso me dejó lánguida, lánguida y turbada.

De vuelta al club me preguntaba qué sentirían las otras modelos. Se hablaba mucho de cómo defenderse y me preguntaba si toda aquella palabrería era sincera. Una de las modelos más adorables, cuya cara no era especialmente bella, pero que tenía un cuerpo soberbio, estaba diciendo:

—No sé lo que sentirán otras chicas cuando posan desnudas. A mí me encanta. Cuando era pequeña ya me gustaba quitarme las ropas. Me gustaba ver que la gente me miraba. Solía quitarme las ropas en las fiestas, en cuanto la gente estaba un poco bebida. Me gustaba exhibir mi cuerpo. Ahora no puedo esperar para quitármelas. Disfruto mientras me miran. Siento escalofríos de placer en la espalda cuando los hombres me miran. Y cuando poso para toda una clase de artistas, cuando veo tantísimos ojos sobre mi cuerpo, el placer es tan grande, es tan... vamos, que es como si me estuvieran haciendo el amor. Me siento hermosa, me siento como a veces deben sentirse las mujeres cuando se desnudan para un amante. Disfruto de mi propio cuerpo. Me gusta posar cogiéndome los pechos con las manos. A veces los acaricio. Una vez hice striptease. Me encantó. Disfruté haciéndolo tanto como los hombres disfrutaron de verme. Los vestidos de raso me daban escalofríos... y se me salían los pechos y me quedaba desnuda. Eso me excitaba. Cuando los hombres me tocaban no sentía tanta excitación... Siempre me llevaba un chasco. Pero sé de otras chicas que no sienten lo mismo.

—Yo me siento humillada —dijo una modelo pelirroja—. Siento que mi cuerpo no es mío y que no tiene ningún valor... si todo el mundo lo ve.

—Yo no siento absolutamente nada —dijo otra—. Siento que es completamente impersonal. Cuando los hombres pintan o dibujan, dejan de pensar en nosotras como seres humanos. Un pintor me dijo que el cuerpo de la modelo sobre la plataforma es algo impersonal, y que el único momento en que lo sentía como algo erótico era cuando la modelo se quitaba el quimono. Me han contado que en París las modelos se desnudan delante de toda la clase, y que es muy excitante.

—Si todo fuera tan impersonal —dijo otra chica—, no nos invitarían luego a fiestas.

—O bien se casan con las modelos —añadí yo, acordándome de los dos pintores casados con sus modelo favoritas que había conocido.

Un día tuve que posar para un ilustrador de cuentos. Al llegar me encontré que ya había otras dos personas, una chica y un hombre. Teníamos que componer juntos las escenas de amor de una novela. El hombre tenía unos cuarenta años y una cara muy madura, muy en decadencia. Era quien sabía cómo debíamos disponernos. Me situó en postura de besar. Teníamos que mantener la pose mientras el ilustrador nos fotografiaba. Yo estaba incómoda. El hombre no me gustaba nada. La otra chica hacía de esposa celosa que irrumpía impetuosamente en escena. Tuvimos que repetir muchas veces. Cada una de las veces que el hombre interpretaba el beso, yo me inhibía interiormente y el hombre lo notaba. Estaba ofendido. Su mirada se volvió burlona. Yo lo hacía mal.

—¡Más pasión, ponga más pasión! —me gritaba el ilustrador como si estuviéramos rodando una película.

Intenté acordarme de cómo me había besado el ruso al volver del baile y eso me relajó. El hombre repitió el beso. Tenía la sensación de que me apretaba más de lo necesario y, desde luego, no había necesidad de meterme la lengua en la boca. Lo hizo tan de prisa que no me dio tiempo a moverme. El ilustrador comenzó otra escena.

—Hace diez años que soy modelo —dijo el modelo masculino—. No entiendo por qué siempre quieren mujeres jóvenes. Las chicas jóvenes no tienen experiencia ni expresión. En Europa, las chicas jóvenes de tu edad, de menos de veinte años, no interesan a nadie. Están en el colegio o en casa. Sólo se ponen interesantes después del matrimonio.

Oyéndole hablar, pensé en Stephen. Pensé en nosotros en la playa, estirados sobre la arena caliente. Sabía que Stephen me amaba. Quería que me tomase. Ahora quería convertirme pronto en mujer. No me gustaba ser virgen y estar a todas horas defendiéndome. Tenía la sensación de que todo el mundo estaba enterado de que era virgen y eso azuzaba el deseo de conquistarme.

Aquella tarde Stephen y yo íbamos a salir juntos. De una u otra forma, debía decírselo. Debía decirle que corría el riesgo de ser violada y que más valía que él lo hiciera antes. Eso no, porque entonces se pondría muy nervioso. ¿Cómo iba a decírselo?

Tenía noticias que darle. Ahora me había convertido en la estrella de las modelos. Tenía más trabajo que ninguna del club, me solicitaban más por ser extranjera y porque tenía un rostro poco común. Muchas veces tenía que posar de noche. Todo lo cual se lo conté a Stephen. Él estaba orgulloso de mí.

—¿Te gusta posar? —dijo.

—Lo adoro. Adoro estar con pintores, ver sus obras... buenas o malas, me gusta la atmósfera del estudio, las historias que cuentan. Es variado, nunca igual. Es una verdadera aventura.

—¿Te... te hacen el amor? —preguntó Stephen.

—No, si tú no quieres.

—Pero... ¿lo intentan?

Vi que estaba nervioso. Íbamos camino de mi casa desde la estación del tren, por unos campos oscuros. Me volví hacia él y le ofrecí la boca. Stephen me besó.

—Poséeme, Stephen —dije—. Poséeme, poséeme.

Se quedó absolutamente pasmado. Yo me lanzaba al refugio de sus grandes brazos, quería ser poseída y conocerlo todo. Deseaba que me hiciera mujer. Pero él estaba absolutamente inmóvil y asustado.

—Quiero casarme contigo —dijo—, pero no puedo hacerlo en este momento.

—No me importa el matrimonio.

Pero entonces me di cuenta de su sorpresa y eso me aplacó. Estaba inmensamente decepcionada por su falta de espontaneidad. Pasó el momento. Él creyó que era un simple ataque de ciega pasión, que había perdido la cabeza. Incluso se alegraba de haberme protegido contra mis propios impulsos. Me fui a casa, a la cama y lloré.

Un ilustrador me pidió que posara en domingo porque le corría mucha prisa terminar un cartel. Acepté. Cuando llegué ya estaba trabajando. Era de mañana y el edificio parecía desierto. El estudio estaba en la planta trece. Tenía medio hecho el cartel. Me desnudé de prisa y me puse el traje de tarde que me había entregado. No parecía prestarme atención. Durante largo rato trabajamos pacíficamente. Me cansé. Él se dio cuenta y me concedió un descanso. Anduve por el estudio viendo los demás cuadros. En su mayoría, eran retratos de actrices. Le pregunté quiénes eran. Me respondió detallando sus gustos sexuales.

—Ésta, ésta exige romanticismo. Es la única manera de acercársele. Lo pone difícil. Es europea y le gustan las complicaciones. Renuncié a mitad de camino. Era demasiado trabajoso. Aunque era muy bella y es maravilloso estar en la cama con una mujer como ésa. Tenía los ojos muy bellos y el aspecto de estar en trance, como los místicos de la India. Le hacía preguntarse a uno cómo deben portarse en la cama.

»He conocido otros ángeles del sexo. Es maravilloso verlos cambiar. Esos ojos claros a cuyo través es posible ver, esos cuerpos que adoptan poses tan bellas y armoniosas, esas manos delicadas... cómo cambian cuando los turba el deseo. ¡Los ángeles del sexo! Son maravillosos precisamente por lo mucho que sorprenden, por lo mucho que cambian. Tú, por ejemplo, con tu aspecto de que nunca te han tocado, puedo imaginarte mordiendo y arañando... Estoy seguro de que te cambiará hasta la voz. He visto cambiar tanto... Hay voces de mujer que suenan como ecos poéticos y sobrenaturales. Luego, cambian. Los ojos cambian. Creo que todas esas leyendas sobre personas que por la noche se transforman en animales —como la historia del hombre lobo, por ejemplo— fueron inventadas por hombres que vieron transformarse por la noche a las mujeres, a las criaturas idealizadas y veneradas, en animales, y las creyeron endemoniadas. Pero creo que es algo mucho más sencillo que todo eso. Tú eres virgen, ¿no es verdad?

—No, estoy casada —dije.

—Casada o no, eres virgen. Puedo asegurarlo. Nunca me engaño. Si estás casada, tu marido aún no te ha hecho mujer. ¿No te pesa eso? ¿No tienes la sensación de que estás perdiendo el tiempo, de que la verdadera vida sólo comienza con las sensaciones, con ser mujer?

Lo dicho correspondía tan exactamente a lo que había estado sintiendo, a mi deseo de iniciarme en la vida, que guardé silencio. Odiaba tener que admitirlo ante un extraño.

Me daba cuenta de que estaba sola con el ilustrador en un edificio de estudios vacíos. Me entristecía que Stephen no hubiera comprendido mi deseo de convertirme en mujer. No estaba asustada, pero me sentía fatalista y sólo deseaba conocer a alguien de quien poderme enamorar.

—Sé lo que estás pensando —dijo él—, pero para mí no tiene ningún sentido a no ser que la mujer me quiera. Nunca he podido hacer el amor a una mujer que no me quisiera. La primera vez que te vi, sentí lo maravilloso que sería iniciarte. Veo en ti algo que me hace pensar que tendrás muchos amores. Me gustaría ser el primero. Pero sólo si tú quieres.

Sonreí.

—Eso es precisamente lo que estaba pensando. Sólo puede ocurrir si quiero, y no quiero.

—No debes dar demasiada importancia a la primera entrega. Creo que es un invento de la gente que quería guardar a sus hijas para el matrimonio; me refiero a la idea de que el primer hombre que posee a una mujer tendrá un poder absoluto sobre ella. Creo que es una superstición. Lo han inventado para guardar a las mujeres de la promiscuidad, en realidad, es falso. Si un hombre es capaz de hacerse amar, si es capaz de excitar a una mujer, entonces ella se sentirá atraída por él. Pero el mero hecho de romper su virginidad no basta. Cualquier hombre puede hacerlo y dejar a la mujer impasible. ¿Sabías que muchos españoles toman a sus esposas de esa forma y les hacen muchos hijos sin acabar de iniciarlas en el sexo, sólo para asegurarse su fidelidad? Los españoles creen que se debe reservar el placer para las queridas. En realidad, si ven que una mujer disfruta con el sexo, inmediatamente sospechan que es infiel e incluso que es puta.

Las palabras del ilustrador me obsesionaron durante días. Luego tuve que hacer frente a nuevos problemas. Había llegado el verano y los pintores se iban al campo, a la playa, a lugares alejados en todas direcciones. No tenía dinero para seguirlos y no estaba segura de si encontraría trabajo. Una mañana estuve posando para un ilustrador llamado Ronald. Después puso el fonógrafo en marcha y me invitó a bailar.

—¿Por qué no te vienes una temporada al campo? —dijo mientras bailábamos—. Te sentará bien, tendrás mucho trabajo y te pagaré el viaje. Hay muy pocas modelos buenas por allí. Estoy seguro de que estarás ocupada.

Así que fui. Alquilé una habitacioncita en una granja y luego pasé a ver a Ronald, que vivía, carretera adelante, en un cobertizo al que había abierto un gran ventanal. Lo primero que hizo fue echarme a la boca el humo del cigarrillo. Me hizo toser.

—Ay —dijo—, que no sabes aspirar.

—No me interesa lo más mínimo —dije yo, preparándome—. ¿Qué clase de pose quieres?

—Bah —dijo él, riéndose—. Aquí no se trabaja tanto. Tendrás que aprender a disfrutar un poco. Ahora, toma el humo de mi boca y aspíralo...

—No me gusta aspirar.

Volvió a reírse e intentó besarme. Yo me alejé.

—Ay, ay —dijo—, que no vas a ser una compañía muy complaciente. Te he pagado el viaje, sabes, y estoy aquí solo. Contaba con que fueses una compañía muy complaciente. ¿Y la maleta?

—He tomado una habitación junto a la carretera.

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