Authors: Anaïs Nin
Cuando acabó la cabalgada estaba dolorida. Le conté lo ocurrido a una amiga y entramos juntas al lavabo. Me ayudó a quitarme los pantalones y el liguero con los broches. Luego dijo:
—¿Te duele? Es un sitio muy sensible. Quizá no sientas nunca placer si te has herido.
La dejé mirar. Estaba rojo y un poco hinchado, pero no dolía mucho. Me confundían sus palabras de que podía perder el placer, un placer que desconocía. Insistió en lavarme con un algodón húmedo, me hizo unos mimos y me besó, «para que se ponga bien».
Me volví muy sensible a esta parte del cuerpo. Sobre todo cuando cabalgábamos largo rato y hacía calor, me entraba tal calor y tal tensión entre las piernas que sólo quería desmontar y que mi amiga volviese a cuidarme.
—¿Te duele? —me preguntaba ella constantemente.
—Sólo un poco —respondí una vez.
Desmontamos, fuimos al baño y ella lavó el punto irritado con algodón y agua fría.
Y de nuevo me consoló, diciendo:
—Ya no parece lastimado. A lo mejor podrás gozar de nuevo.
—No sé —dije—. ¿Tú crees que se ha... muerto... a causa del dolor?
Muy tiernamente, mi amiga se inclinó y me tocó.
—¿Duele?
Yo estaba tendida de espaldas y dije:
—No, no siento nada.
—¿Sientes esto? —me preguntó con preocupación, apretando los labios entre los dedos.
—No siento nada.
Ella estaba ansiosa de ver si había perdido la sensibilidad y aumentó la intensidad de las caricias, frotando el clítoris con una mano mientras hacía vibrar la punta con la otra. Me golpeó el vello púbico y la suave piel de su alrededor. Al fin la sentí de una forma furiosa y empecé a moverme. Jadeaba sobre mí, observándome y diciendo:
—Maravilloso, maravilloso, sí que sientes...
Me acordaba de esto mientras estaba subida en el falso caballo y notaba que el pomo era muy exagerado. Para que el pintor viera lo que quería pintar, resbalé hacia delante y, al hacerlo, rocé el sexo contra la prominencia de cuero. El pintor me observaba.
—¿Te gusta mi caballo? —dijo—. ¿Sabes que se mueve?
—¿Se mueve?
Se acercó a mí y puso en marcha el armatoste, y era verdad que estaba perfectamente hecho para moverse como un caballo.
—Me gusta —dije—. Me recuerda los tiempos en que montaba a caballo, cuando era pequeña.
Me di cuenta de que el pintor había dejado el trabajo para mirarme. El movimiento del caballo me empujaba el sexo contra la montura cada vez con más fuerza y me proporcionaba gran placer. Pensé que lo notaría y, por eso, le dije:
—Páralo ya.
Pero él sonrió y no lo paró.
—¿No te gusta? —dijo.
Sí que me gustaba. Cada movimiento me restregaba el cuero contra el clítoris y pensé que, de seguir, no podría contener el orgasmo. Le rogué que lo parara. Me puse roja.
El pintor me observaba atentamente, espiando las irreprimibles manifestaciones del placer, de un placer que crecía, y entonces me abandoné al movimiento del caballo, dejándome ir contra el cuero, hasta sentir el orgasmo y correrme así, montada a caballo y delante del pintor.
Sólo entonces comprendí que él lo esperaba, que había hecho todo aquello para verme gozar. Él supo cuándo debía parar el mecanismo.
—Ahora descansa —dijo.
Poco después fui a posar para una ilustradora, Lena, que había conocido en una fiesta. Le gustaba estar acompañada. Actores, actrices y escritores iban a verla. Pintaba portadas de revista. Tenía la puerta siempre abierta. La gente llevaba bebidas. La conversación era picante y cruel. Todos sus amigos me parecían caricaturistas. En seguida sacaban a relucir la debilidad de cualquiera. O bien descubrían las propias debilidades. Un guapo joven, vestido con gran elegancia, no hacía ningún secreto de su profesión. Rondaba por los grandes hoteles, seguía a las ancianas solitarias y las sacaba a bailar. Muchas veces era invitado a las habitaciones.
Haciendo muecas, Lena le preguntó:
—¿Cómo puedes hacerlo? Con semejantes viejas, ¿cómo consigues ponerte en erección? Si yo encontrara una mujer de ésas en mi cama, saldría corriendo.
El joven sonrió.
—Hay muchas formas de hacerlo. Una consiste en cerrar los ojos e imaginar que no es una vieja sino una mujer que me guste, y entonces, mientras tengo los ojos cerrados, me pongo a pensar en lo agradable que será pagar el alquiler al día siguiente o comprarme un traje nuevo, o camisas de seda... Y mientras, voy dándole al sexo de la mujer, sin mirar, y ya se sabe, con los ojos cerrados, la sensación viene a ser más o menos la misma. Aunque a veces, cuando tengo dificultades, tomo drogas. Desde luego, sé que, a este ritmo, mi carrera se acabará en unos cinco años y que cuando pase ese tiempo ya no serviré ni siquiera para las jóvenes. Pero para entonces me alegrará no tener que ver ninguna mujer más en mi vida.
»Sin duda, envidio a mi amigo argentino, mi compañero de piso. Es un hombre guapo, aristocrático y completamente cascado. Gustaría a las mujeres. Cuando salgo del apartamento, ¿sabéis lo que hace? Se levanta de la cama, saca una pequeña plancha eléctrica y una tabla de planchar, coge los pantalones y se pone a estirarlos. Mientras lo hace se imagina cómo saldrá del edificio, impecablemente vestido, cómo paseará por la Quinta Avenida, cómo descubrirá en alguna parte una hermosa mujer, siguiendo la fragancia de su perfume durante muchas manzanas, siguiéndola por los ascensores atiborrados, casi tocándola. La mujer llevará velo y pieles en el cuello. Su traje dejará transparentar la figura.
«Después de seguirla de este modo por las tiendas, finalmente le hablará. Ella verá su guapa cara sonriéndole y su forma caballeresca de comportarse. Saldrán juntos a la calle y se sentarán a toma el té en algún sitio; luego irán al hotel de ella. Ella le invitará a subir. Entrarán en la habitación, echarán los visillos y harán el amor en la oscuridad.
«Mientras estira cuidadosa y meticulosamente sus pantalones, mi amigo se imagina cómo haría el amor a esta mujer, y eso le excita. Sabe cómo la agarraría. Le gusta deslizar el pene por la espalda y levantar las piernas de la mujer, y luego hacer que se vuelva, un poquito, para que lo vea entrando y saliendo. Le gusta que la mujer le estruje al mismo tiempo la base del pene; los dedos aprietan más que la boca del sexo, y eso le excita. También debe tocarle los testículos mientras él se mueve y le toca el clítoris, porque así se consigue un doble placer. Él hará que suspire y se estremezca de pies a cabeza y que pida más.
»Una vez que se ha imaginado todo esto, allí de pie, medio desnudo, planchando los pantalones, mi amigo está empalmado. Eso es lo único que quiere. Deja de lado los pantalones, la plancha y la tabla de planchar, y se mete de nuevo en la cama; bocarriba y fumando, repasa la escena hasta perfeccionar el último detalle, y una gota de semen le brota de la cabeza del pene, que acaricia mientras está tendido, fumando y soñando con perseguir a otras mujeres.
»Le envidio porque es capaz de excitarse hasta ese punto pensando tales cosas. Me interroga. Quiere saber cómo están hechas mis mujeres, cómo se comportan...
Lena rió.
—Hace calor —dijo —. Me quitaré el corsé.
Y se metió en la alcoba. Al volver traía el cuerpo libre y suelto. Se sentó, cruzando las piernas desnudas y con la blusa medio abierta. Uno de los amigos se sentó de forma que pudiera verla.
Otro, un hombre muy joven, estaba a mi lado mientras posaba y me susurraba cumplidos.
—La amo —dijo— porque me recuerda Europa, sobre todo París. No sé lo que tiene París, pero tiene sensualidad en la atmósfera. Y es contagiosa. Es una ciudad muy humana. No sé por qué será, pero las parejas siempre se están besando en las calles, en las mesas de los cafés, en los cines y en los parques. Se abrazan con absoluta libertad. Se paran para darse largos besos, en las aceras de las calles, en los pasillos del metro... Quizá sea eso, la suavidad de la atmósfera. No lo sé. En la oscuridad, por la noche, hay en cada portal un hombre y una mujer confundiéndose el uno con el otro. En todo momento te vigilan las putas, te tocan...
»Un día estaba en la plataforma del autobús, mirando perezosamente las casas. Vi una ventana abierta y un hombre y una mujer sobre una cama. La mujer estaba encima del hombre.
»A las cinco de la tarde, la cosa se pone insoportable. La atmósfera está cargada de amor y de deseo. Todo el mundo está en las calles. Los cafés están llenos. En los cines hay pequeños palcos, completamente oscuros y cerrados con cortinas, donde se puede hacer el amor en el suelo mientras transcurre la película sin que nadie la vea. Todo es tan abierto, tan fácil... Ningún policía se mete. Una amiga mía, a quien seguía e importunaba un individuo se quejó al policía de una esquina. El policía se rió y dijo:
»—Más triste estaría si ningún hombre la molestase ¿no es cierto? Después de todo, debería estar agradecida en lugar de enfadarse.
»Y no la ayudó.
Luego, elevando la voz, mi admirador dijo:
—¿Quiere venir conmigo a cenar y al teatro?
Se convirtió en el primer amante de verdad que he tenido. Me olvidé de Reynolds y de Stephen.
Me parecían como niños.
El pintor se sentó junto a la modelo, mezclando los colores mientras discurseaba cómo lo estimulaban las putas. Por la camisa abierta enseñaba el cuello fuerte y bruñido y un penacho oscuro en el pecho; llevaba el cinturón flojo, para mayor comodidad, le faltaba un botón de los pantalones y se había remangado para estar más cómodo.
—Lo que más me gusta son las putas —iba diciendo— porque tengo la sensación de que nunca me agarrarán ni me enredarán. Eso hace que me sienta libre. No tengo que hacerles el amor. La única mujer que me dio ese mismo placer fue una mujer que era incapaz de enamorarse, que se entregaba como una puta, que despreciaba a los hombres a quienes se entregaba. Aquella mujer había sido una puta y era más fría que una puta. La habían descubierto los pintores y la utilizaban de modelo. Era una modelo magnífica. Era la misma esencia de la prostitución. Hay algo extraordinario en el vientre frío de las putas, constantemente deseado. Todo el erotismo sale a la superficie. El vivir siempre con un pene dentro otorga algo fascinante a esas mujeres. El vientre parece estar desnudo, presente en todas sus actitudes.
»De una u otra forma, incluso el pelo de las putas parece impregnado de sexo. El pelo de aquella mujer era... era lo más sensual que yo había visto. Medusa debía tener una melena como aquélla, con la que seducía a los hombres que caían bajo su hechizo. Estaba lleno de vida, fuerte y tan acre como si lo hubieran lavado con esperma. A mí siempre me daba la sensación de que estuviera enrollado alrededor de un pene y empapado de secreciones. Era el tipo de pelo con que deseaba envolver mi propio sexo. Era cálido y almizcleño, graso y fuerte. Era pelo de animal. Se erizaba al tocarlo. El mero hecho de pasarle la mano me provocaba la erección. Me hubiera contentado con sólo tocarle el pelo.
»Pero no era sólo el pelo. También la piel era erótica. Se tendía y me dejaba acariciarla durante horas, relajada como un animal, completamente quieta, lánguida... La transparencia de la piel dejaba ver los hilillos azul turquesa que surcaban su cuerpo, y yo tenía la sensación de no sólo tocar el raso, sino también las venas vivas, unas venas tan vivas que, cuando le tocaba la piel, las notaba moverse debajo. Me gustaba echarme contra las nalgas y acariciarla, para sentir la contracción de los músculos, que traicionaban su excitación.
»Tenía la piel tan seca como ciertos desiertos de arena. Al principio de acostarnos estaba fría, pero luego se iba volviendo cálida y enfebrecida. Sus ojos... Es imposible describir los ojos, a no ser diciendo que eran ojos de orgasmo. Lo que constantemente le pasaba por los ojos era algo tan enfebrecido, tan incendiario, tan intenso, que a veces cuando la miraba de frente y sentía el pene erguírseme palpitante, sentía también que algo palpitaba en sus ojos. Sólo con los ojos era capaz de esta respuesta, de esta respuesta completamente erótica, como si temblaran con oleadas febriles, con remolinos de locura... algo devorador, capaz de convertir a un hombre en una antorcha, de aniquilarlo, con un placer nunca antes conocido.
»Era la reina de las putas, Bijou. Sí, Bijou. Hace pocos años todavía se la veía en los pequeños cafés de Montmartre, como una Fátima oriental, pero todavía pálida, todavía con los ojos ardientes. Era una especie de vientre vuelto del revés. Su boca era una boca que no le hacía a uno pensar en los besos, ni en la comida; ni en una boca con la que hablar, con la que formar palabras, con la que saludar. No, era como la boca del sexo de la mujer, con su misma forma, su forma de moverse —para atraer, para excitar—, siempre húmeda, roja y viva como los labios de un sexo acariciado... Cada movimiento de esta boca tenía el poder de despertar la misma emoción, la misma vibración en el sexo masculino, como si la transmitiera por contagio, directa e inmediatamente. Al ondularse, como una especie de ola que se enroscara y lo encerrara a uno, ordenaba la vibración del pene, la vibración de la sangre. Cuando se humedecía, provocaba mi secreción erótica.
»Como fuera, todo el cuerpo de Bijou parecía guiado por el erotismo, por un geniecillo, y era capaz de expresar todos los deseos. Era indecente te digo. Era como estar haciendo el amor en público, en el café, en la calle, delante de todo el mundo.
»Por las noches, en la cama, no se ponía nada. Todo quedaba descubierto, a la vista. Verdaderamente era la reina de las putas, ejerciendo la posesión en todos los instantes de su vida, incluso mientras comía; y cuando jugaba a las cartas, no se sentaba impasible, con el cuerpo ausente de sensualidad, como se sentarían otras mujeres para atender al juego. Uno sentía, en la pose de su cuerpo, en la forma de desplegar el culo sobre el asiento, que seguía dispuesta para la posesión. Los pechos eran tan grandes que casi tocaban la mesa. Si reía, su risa era la risa sexual de una mujer satisfecha, la risa de un cuerpo que gozaba por todos sus poros y células, que acariciaba el mundo entero.
»Por la calle, andando detrás de ella, cuando no sabía que iba siguiéndola, veía que hasta los rapazuelos la perseguían. Los hombres la seguían antes de haberle visto la cara, como si dejara a sus espaldas un olor animal. Es extraño el efecto que causaba en un hombre tener delante un verdadero animal sexuado. La naturaleza animal de la mujer ha sido tan meticulosamente enmascarada... Se ha hecho que los labios, las piernas y el culo sirvan para otros propósitos; se ha hecho que, al igual que ciertos plumajes de colores, distraigan al hombre de su deseo en lugar de intensificarlo.