Authors: Anaïs Nin
»Las mujeres irremediablemente sexuales, con el vientre pintado en el rostro, las que despiertan en el hombre el deseo de meterles el pene inmediatamente; las mujeres para las que las ropas sólo son un medio de resaltar determinadas partes de su cuerpo, como las mujeres que llevaban polisón para exagerar el culo y las que llevaban corsé para levantar los pechos y que sobresalieran de las ropas; las mujeres que irradian sexo por los pelos, por los ojos, por la nariz, por la boca y por todo el cuerpo, ésas son las mujeres que me gustan.
»Las otras... cómo cuesta encontrarles el animal. Lo han diluido, enmascarado, perfumado, de manera que huele como si fuera otra cosa. ¿Cómo qué? ¿Cómo ángeles?
»Deja que te cuente lo que me pasó una vez con Bijou. Bijou era infiel por naturaleza. Me pidió que la pintara de pie para el Baile de los Artistas. Aquel año pintores y modelos debían ir de salvajes africanos. Por eso, Bijou me pidió que la pintara de pies a cabeza y, con este objeto, vino a mi estudio horas antes del baile.
»Me puse a decorarle el cuerpo con motivos africanos de mi invención. Ella estaba de pie y desnuda; al principio, yo también estaba de pie y comencé por los hombros y los pechos; después me agaché para pintarle el vientre y la espalda; y luego me puse de rodillas y la emprendí con las partes baja del cuerpo y las piernas... La pintaba amorosamente, adorándola, como si fuera una actividad sagrada.
»Bijou tenía el trasero grande y fuerte, como el lomo de un caballo de circo. Hubiera podido montarme y no se hubiera doblado bajo el peso. Hubiera podido sentarme, patinar y darle por detrás, como si fueran latigazos. Lo deseaba. Aún más, quizá, deseaba estrujarle los pechos hasta hacerle daño, limpiarlos a base de caricias hasta poderlos besar... Pero me contenía y seguía pintándola de salvaje.
»Al moverse, los brillantes dibujos se movían con ella, como un mar grasiento con corrientes subterráneas. Con el roce del pincel los pezones se le endurecieron como botones. Cada curva me producía placer. Me solté los pantalones y dejé el pene libre. En ningún momento me miró. Seguía de pie y sin moverse. Mientras pintaba las caderas y el valle que conducía al vello del pubis, se dio cuenta de que no sería capaz de terminar mi tarea y dijo:
»—Lo estropearás todo si me tocas. No me toques. Cuando esté seca, serás el primero. Te esperaré en el baile. Pero ahora no.
»Y me dirigió una sonrisa.
»Claro está, seguía faltando el sexo. Bijou iría completamente desnuda, pero, en apariencia, con una hoja de parra. Me permití besar el sexo sin pintar, procurando no tragar verde jade ni rojo chino. Y Bijou estaba muy orgullosa de sus dibujos de tatuajes africanos. Ahora parecía la reina del desierto. Tenía un brillo duro, de laca, en los ojos. Sacudió los pendientes, se cubrió con una capa y se fue. Yo estaba en tal estado que tardé horas en prepararme para el baile... en pintarme una sencilla chaqueta de color marrón.
»Ya te he dicho que Bijou era muy infiel. Ni siquiera dio tiempo a que se secara la pintura. Cuando llegué vi que más de uno se había arriesgado a mancharse con los dibujos. Los tatuajes se habían corrido. El baile estaba en su apogeo. Los palcos se veían llenos de parejas revueltas. Era un orgasmo colectivo. Y Bijou no me había esperado. Al ir de un lado a otro, dejaba un leve rastro de semen gracias al cual podría haberla seguido fácilmente a cualquier parte.
Hilda era una bella modelo parisiense que se enamoró profundamente de un escritor norteamericano, cuya obra era tan violenta y sensual que inmediatamente atraía a las mujeres. Las mujeres le escribían y buscaban conocerle por medio de amigos. Las que lo conseguían quedaban siempre sorprendidas de su delicadeza y su afabilidad.
Hilda vivió la misma experiencia. Viendo que él seguía impasible, comenzó a hacerle la corte. Sólo cuando ella hubo hecho los primeros progresos, cuando le hubo acariciado, comenzó él a hacerle el amor como ella esperaba que le hicieran el amor. Pero siempre tenía que ser ella quien comenzara. Primero tenía que tentarlo de alguna manera: abrochándose el liguero, hablando de alguna experiencia anterior, o bien echándose en el sofá, volcando la cabeza y sacando los pechos y estirándose como una inmensa gata. O se sentaba en sus rodillas, le ofrecía la boca, le desabotonaba los pantalones y le excitaba.
Vivieron juntos varios años, profundamente unidos. Hilda se habituó a su ritmo sexual. Él se ponía boca arriba, aguardando y disfrutando. Ella aprendió a ser activa y descarada, ya que de natural era muy femenina. Tenía hondamente arraigada la creencia de que la mujer controla con facilidad su deseo, pero no así los hombres, para quienes incluso sería perjudicial controlarse. Pensaba que la mujer debía responder al deseo del hombre. Siempre había soñado con un hombre que forzara su voluntad, que dominara su sexualidad, que la dirigiera.
Complacía a aquel hombre porque le amaba. Aprendió a buscarle el pene y a tocarlo hasta que se excitaba, a buscarle la boca y trabajarle la lengua, a apretar su cuerpo contra el de él para incitarlo. A veces se quedaban tendidos y hablaban. Hilda ponía la mano sobre el pene y lo notaba duro. Sin embargo, él no hacía ningún movimiento de acercársele. Así, poco a poco, Hilda se acostumbró a manifestar su propio deseo, su propio estado de ánimo. Perdió todo el recato y toda la timidez.
Una noche, durante una fiesta en Montparnasse, Hilda conoció a un pintor mexicano, un hombre grande y moreno, de ojos, cejas y cabellos como el carbón. Estaba borracho. Hilda habría de descubrir que casi siempre estaba borracho.
Pero verla le produjo una honda conmoción. Salió de su actitud titubeante y tartamuda, se puso en pie, la miró como si fuera un gran león y ella el domador. Algo había en Hilda que le hizo tranquilizarse y ponerse sobrio, saliendo de la niebla y los vapores en que vivía a todas horas. El rostro de Hilda le hizo avergonzarse de sus ropas desaseadas, de la pintura que le ensuciaba las uñas, de la melena negra sin peinar. Por otra parte, ella se sorprendió ante la imagen de demonio del pintor, del mismo demonio que había imaginado detrás de las obras del escritor norteamericano.
El mexicano era grande, inquieto, destructivo, no amaba a nadie y no estaba apegado a nada; era un vagabundo y un aventurero. Pintaba en los estudios de los amigos, cogiéndoles los óleos y las telas, abandonando luego los cuadros y marchándose. Buena parte del tiempo vivía con gitanos en las afueras de París. Con ellos compartía la vida en las carretas gitanas y viajaba por toda Francia. Respetaba sus leyes, nunca hacía el amor a las gitanas, tocaba con ellos la guitarra en los locales nocturnos cuando necesitaban dinero y comía sus comidas, muchas veces hechas con pollos robados.
Cuando conoció a Hilda tenía su propia carreta gitana junto a una de las puertas de París, cerca de las antiguas barricadas, que por entonces se estaban desmoronando. La carreta había sido de un portugués que había cubierto las paredes con cueros pintados. La cama colgaba en la parte trasera, suspendida cual litera de barco. Las ventanas eran de arco; el techo, tan bajo que resultaba difícil estar de pie.
En la fiesta de aquella primera noche, Rango no sacó a Hilda a bailar, aunque sus amigos ponían la música. Habían apagado las luces del estudio porque entraba suficiente luz de la calle y las parejas se abrazaban en los balcones. La música era lánguida y relajante.
Rango estaba de pie, un poco más alto que Hilda, y la miraba con fijeza.
—¿Quieres dar un paseo? —dijo luego.
Hilda dijo que sí. Rango andaba con las manos en los bolsillos y un cigarrillo colgando de la comisura de la boca. Ahora estaba sobrio, con la cabeza tan despejada como la noche. Se dirigía hacia las afueras de la ciudad. Llegaron a las chabolas de los traperos, pequeñas chozas hechas de forma irregular y alocada, con tejados muy pendientes y sin ventanas; les entraba aire de sobra por los tableros rotos y las puertas mal encajadas. El camino era de tierra.
Un poco más lejos una fila de carretas gitanas. Eran las cuatro de la madrugada y la gente dormía. Hilda no habló. Iba a la sombra de Rango, con la fuerte sensación de estar siendo sacada de sí misma, de no tener voluntad ni conocimiento de lo que le ocurría; sólo notaba una embargante sensación de fluidez.
Rango llevaba los brazos desnudos e Hilda sólo era consciente de una cosa: quería que aquellos brazos la apresaran. Él se inclinó para entrar en la carreta y encendió una vela. Era demasiado alto para el techo bajo, pero ella, más menuda, podía estar completamente derecha.
Las velas arrojaban grandes sombras. La cama estaba destapada, la única manta se arrugaba a los pies. Rango tenía las ropas desparramadas por todas partes. Había dos guitarras. Él cogió una y comenzó a tocar, sentado entre las ropas. Hilda tenía la sensación de estar en un sueño, pero mantenía los ojos sobre los brazos desnudos del hombre, sobre el cuello que dejaba ver la camisa abierta, para hacerle sentir lo mismo que ella sentía, el mismo magnetismo.
En el mismo momento en que tuvo la sensación de estar cayendo en la oscuridad, en la carne color oro viejo del hombre, Rango se abalanzó hacia ella y la cubrió de besos, de besos muy cálidos y rápidos, con los que le traspasaba su aliento. La besó detrás de las orejas, en las pestañas, en el cuello y en los hombros. Ella estaba ciega, muda e impávida. Cada beso, como tragos de vino, le aumentaba el calor del cuerpo. Cada beso volvía más cálidos los labios del hombre. Pero él no hizo el menor gesto de levantarle el vestido ni de desnudarla.
Permanecieron largo rato tendidos. La vela se iba consumiendo. Chisporroteó y se apagó. En la oscuridad, sintió la sequedad ardiente del hombre que la envolvía como las arenas del desierto.
Luego, en medio de la oscuridad, ella que tantas veces había hecho aquel gesto, tuvo el impulso de hacerlo una vez más en medio del sueño y la borrachera de besos. Su mano buscó a tientas el cinturón del hombre, la hebilla de plata fría; más abajo del cinturón palpó la bragueta y sintió su deseo.
De pronto, Rango la apartó de un empujón como si le hubiera herido. Se puso en pie, haciendo eses, y encendió otra vela. Hilda no entendía qué pasaba. Lo vio enfadado. Tenía los ojos enfurecidos. Las grandes mejillas, que daban la impresión de estar siempre sonriendo, ya no sonreían. Y tenía la boca apretada.
—¿Qué he hecho? —preguntó ella.
La miró como un animal salvaje y tímido contra el que se ha cometido alguna violencia. Parecía humillado, ofendido, orgulloso e intocable.
—¿Qué he hecho? —repitió ella.
Hilda sabía que había hecho algo que no hubiera debido hacer. Quería hacerle comprender que era inocente.
Entonces él sonrió, con ironía, ante su ceguera.
—Has hecho un gesto de puta —dijo.
La sobrecogió una profunda vergüenza, una sensación de haber sido gravemente injuriada. La mujer que había sufrido al verse obligada a comportarse como debía hacerlo con su otro amante, la mujer que había traicionado su verdadera naturaleza tantas veces que se había habituado, esa mujer lloraba ahora incontroladamente. Las lágrimas no afectaron al mexicano.
—Aunque ésta sea la última vez que venga aquí —dijo Hilda levantándose—, quiero que sepas una cosa. Una mujer no siempre hace lo que quiere. Una persona me enseñó... una persona con la que he vivido durante años y que me obligaba... que me obligaba a comportarme como...
Rango escuchaba.
—Al principio —continuó ella— sufrí, cambié toda mi forma de ser... Yo...
Luego se detuvo. Rango se sentó más cerca. —Comprendo.
Cogió la guitarra y tocó para ella. Bebieron pero no la rozó. Volvieron andando despacio adonde ella vivía. Hilda cayó en la cama rendida y se durmió entre llantos, no sólo por haber perdido a Rango, sino por haber perdido la parte de ella que se había deformado, transformado por el amor de un hombre.
Al día siguiente Rango la estaba esperando en la puerta del hotel. De pie, leía y fumaba.
—Vamos a tomar un café —dijo sencillamente al salir Hilda.
Estuvieron en el Café Martinique, un café frecuentado por mulatos, boxeadores y drogadictos. Él había elegido un rincón oscuro y luego se inclinó sobre ella y empezó a besarla. Sin un respiro, le retuvo la boca en la suya y no se movió. Ella se derretía en aquel beso.
Anduvieron por las calles como apaches parisinos, besándose sin cesar, recorriendo el camino hasta la carreta de gitano del pintor en un estado semiinconsciente. Ahora, a plena luz, el lugar estaba animado. Las gitanas que se preparaban para ir a vender puntilla en el mercado. Los hombres dormían. Otros se disponían a partir hacia el sur. Rango dijo que siempre había querido irse con ellos. Pero tenía un empleo de guitarrista en un local nocturno donde le pagaban bien.
—Y ahora —dijo— te tengo a ti.
Dentro de la carreta le ofreció vino y estuvieron fumando. Y volvió a besarla. Se levantó para correr las cortinillas. Y luego la desvistió, despacio, quitándole las medias con delicadeza, manejándolas con sus grandes manos morenas como si fueran diáfanas e invisibles. Se detuvo a estudiar las ligas. Le besó los pies. Le sonrió, y la desvestía como si fuera su primera mujer. Estuvo torpe con la falda, pero al fin la desabrochó, curioseando sobre la forma de cerrarse. Con mayor pericia, le quitó el jersey por la cabeza y la dejó con sólo las bragas. La estuvo palpando, besándole la boca una y otra vez. Mientras se besaban, su mano hizo presa en las bragas y tiró de ellas.
—Eres tan delicada, tan pequeña —murmuró—, que no puedo creer que tengas sexo.
Le abrió las piernas sólo para besarla. Ella sentía el pene duro contra el vientre, pero él lo puso hacia abajo.
Hilda se asombró de ver lo que hacía, meterse el pene entre las piernas, reprimiendo cruelmente el propio deseo. Era como si disfrutara reprimiéndose, al mismo tiempo que el besuqueo les excitaba hasta un punto insostenible.
En la espera, Hilda gemía de placer y dolor. Rango le recorría el cuerpo, besándole ya la boca, ya el sexo, llevando hasta la boca de Hilda el sabor a mariscos del sexo, y todo se confundía en su boca y su aliento.
Pero él siguió apartando el pene y cuando los dos se agotaron de excitación insatisfecha, cayó sobre ella y se durmió como un niño, con los puños cerrados y la cabeza en los pechos de Hilda. De vez en cuando la acariciaba farfullando:
—No es posible que tengas sexo. Eres tan delicada, tan pequeña... No eres de verdad...