¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (28 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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»El cura tomó impulso para hacer andar el pesado vehículo, y de un salto se subió y comenzó a pedalear, enseñando sus canillas rosadas a la tarde, dejándome en medio de la calle, llena de dudas, mirando a las mujeres, a mi alrededor, como a unas extrañas, queriendo confiar en las palabras del padre, todo volvería a la normalidad con el tiempo.»

—En poco tiempo —continuó narrando la anciana, con los ojos cerrados para reforzar el recuerdo— la cosa se hizo insoportable. Cada vez eran más las mujeres que se comportaban de la misma manera. Una vecina aparecía normal una mañana, trabajábamos juntas, hablábamos de lo de todos los días... Pero al día siguiente, sin más, esa misma mujer comenzaba a hacer comentarios sobre su marido, o su padre o su hijo: que si llegarían antes de que oscureciera, que si mañana por la mañana a más faltar, que si un puente no da para tanto... Se juntaban dos mujeres que ya estaban... locas, por decirlo así... Se juntaban dos locas y comenzaban a hablar entre ellas con naturalidad, que si tu marido tal, que si el mío cual... Se iban a la cama con la esperanza de que al día siguiente regresarían los hombres. Al día siguiente, se levantaban y continuaban con la comedia, esperando a los hombres que siempre estaban al llegar. Por la tarde, sin embargo, era como si se olvidaran de todo y volvieran de nuevo al día anterior... No sé si me entiende lo que le explico... Empezaban a comportarse, no ya como si esperaran a sus hombres desde el día anterior, sino como si estuviesen otra vez en el día del camión, como si esa misma mañana se hubieran marchado los hombres, olvidándose ellas de la espera del día anterior y de todos los anteriores. No es que repitieran el mismo día, sino que no se enteraban ya del paso del tiempo, como si el tiempo se hubiera quedado parado en aquel día en que marcharon los hombres, sin que nada de lo que sucedía alrededor (el paso de los días, de las estaciones, de las cosechas) sirviera para desmentirlo. Así, día tras día, siempre las mismas conversaciones, las mismas frases repetidas, los mismos gestos, las mismas cenas preparadas cada noche para tirarlas (y olvidarlas) a la mañana siguiente. Por lo demás, hacían una vida normal, trabajando la tierra, cuidando los animales, yendo a misa. Todo igual, todo tan normal. A lo mejor si las demás, las que todavía estábamos sanas, hubiéramos hecho más por desmentirlo... Pero no: ellas no nos escuchaban, se cabreaban como si las demás estuviéramos conchabadas para engañarlas o asustarlas. Además, nosotras tampoco insistíamos mucho, porque casi no nos atrevíamos a hablar de lo que sucedía a nuestro alrededor, como si hablar de la locura bastara para el contagio.

—Cada vez íbamos menos a Lubrín, hasta que dejamos de ir porque ya no teníamos nada que vender o cambiar, y bastante teníamos con poder vivir de lo que sacábamos del campo y de los animales: olivas, harina, algunas verduras, huevos, algún pollo para comer una vez a la semana. Para colmo, el cura, que era poco menos que nuestro único contacto con el resto del mundo, dejó de venir: en una de las veces en las que Lubrín, durante la guerra, fue conquistado o reconquistado por unos y otros, un grupo de milicianos pegó fuego a la iglesia que hay al lado del ayuntamiento, y el cura no quiso salir de ella y no salió jamás. Así es que nos quedamos aisladas en Alcahaz, o más exacto sería decir encerradas. Porque aquello era un encierro. En poco tiempo, casi la mitad de las mujeres del pueblo, unas quince, estaban perdidas en aquella locura de esperanza. Porque aquello, en el fondo, era una forma de esperanza, de inventar una esperanza que no habría de otra manera, de negar la pérdida hasta más no poder, entregarse a la locura para no saber ni recordar nada. Si le digo la verdad, yo misma, y supongo que como yo el resto de mujeres sanas, quería, en algunos momentos de flaqueza, dejarme llevar por la locura, caer en ella como un descanso. Escuchar cada día a aquellas mujeres hablar de los hombres, de que regresarían esa misma noche, impedía que cerráramos la herida, aumentaba nuestro dolor, y por eso había momentos de debilidad en los que deseaba con toda mi alma que viniera la locura, como una forma última de esperanza, algo a lo que agarrarse cuando no hay ni una tumba donde llorar.

Ahora sí, la anciana sacó lágrimas de donde le quedaran y lloró sin esconderlo. Sus manos cercaban las sienes de piel vetusta, apretaba la mandíbula para contener alguna palabra. Ana abrazó a su madre, probablemente también ella lloraba, después de tantos años sin conocer la tragedia vivida por su madre, engañada por un cuento de niños y la negación del recuerdo que su madre impuso en la casa. Santos, pleno de desasosiego, apagó el último cigarrillo y habló, sin estar seguro de hacerse oír, falto de voz:

—Es increíble... Nunca había escuchado algo así: una locura colectiva, una demencia contagiosa... No, no es ésa la expresión correcta. Más bien se trata de una demencia de la que todas participan, que apoyan las unas en las otras. Una sola de esas mujeres no podía volverse así, tan trastornada... Pero si encuentra el espejo de sus compañeras, si habla con otras que comparten su locura, esta locura se amplifica y se enraíza en ellas, se prende en la costumbre, en la rutina de cada día, hasta quedar tan trastornadas que por principio niegan la memoria más oscura. Crean entonces una ilusión, una esperanza que sostienen entre todas... El tiempo detenido, todas viviendo en un único día, repitiendo una y otra vez la misma secuencia a lo largo de los meses, los años, sin importar en realidad lo exterior, que cambie el tiempo, que llueva o haga calor, porque ellas, cada día, olvidan la jornada anterior, recuperan un día pasado que convierten en nuevo, en actual, volviendo cada tarde a una única tarde en la que aún esperan a los hombres, en la que aún los piensan (los saben) vivos, trabajando en el puente, volverán a la noche o por la mañana... Es asombroso... Terrible, claro; pero extraordinario... La locura, en cualquiera de sus formas, es extraordinaria: una tragedia sobrevenida nos hace crearnos defensas, inventar un refugio, y la locura es la coartada perfecta. Queremos la locura como única salida, y al final la conseguimos. Como usted ha dicho bien, probablemente la mayoría de mujeres se creerían, al principio, ajenas a esa demencia; pero compartirían la locura con las ya afectadas, como una forma de engañarse y crear una esperanza artificial, para respirar durante unas horas y olvidar lo trágico. Pero al final, la locura acaba venciendo, o tal vez son ellas las que, desesperadas, abandonan cualquier defensa y se dejan derrotar, porque para hacer frente a la vida, sobre todo cuando ésta es insufrible, lo fácil es la locura, el engaño, el delirio, crear el mejor mundo en el que podríamos vivir: y para estas mujeres, el único mundo en el que están a salvo es un mundo detenido en las últimas horas en las que fueron felices, cuando aún esperaban el regreso de los hombres, cuando no habían recibido la noticia y ellos aún estaban vivos (o tal vez estaban ya muertos, quizás los mataron a la salida del pueblo, en pocos minutos, pero ellas entonces no sabían, y el que no sabe...).

—Pero no todas acabaron así —interrumpió Ana, que sostenía a la madre entre los brazos—: Madre... Usted salió de allí, no quedó atrapada por aquello.

—Y no creas que no lo quise... Pero como yo muchas otras... Muchas mujeres quedamos sanas, no se nos pegó la locura... Nos marchamos: ya he dicho que aquello llegó a ser insoportable: para las que no estábamos locas, cada día que pasaba junto a las otras era un dolor, tener vivo el recuerdo de los que murieron...

—Y a la vez, el riesgo de acabar también locas —remató la hija.

—El riesgo sí... O la esperanza, no sé.

—¿Cuánto tiempo duró aquello, madre?

—Bueno... Poco a poco, las mujeres que no estábamos trastornadas nos fuimos marchando del pueblo... No podíamos seguir allí... Ya he dicho que estábamos aisladas, encerradas, no sabíamos si la guerra había terminado, no había vida más allá de la sierra... Aquello se estaba convirtiendo en un pueblo fantasma.

—Una jaula —dijo la hija, recordando el cuento, comprendiendo el sentido de aquella historia.

—Así es, hija... Una jaula: ¿te acuerdas de los cuentos? Eran reales, ahora ya lo sabes. Esas mujeres, atrapadas como pájaros negros, sin poder escapar... Yo fui una de las últimas, de entre las sanas, en marcharme. No tenía a nadie fuera de Alcahaz: mi padre había desaparecido con los hombres, y mi madre llevaba mucho tiempo muerta, desde el 28. Así que me vine a Lubrín, como otras mujeres, y aquí trabajé en lo que pude, limpiando casas, hasta que me casé con tu padre, al que conocí ya en Lubrín. Tu padre, que en paz descanse, nunca supo nada. Para nosotras, dejar Alcahaz era como hacer un juramento de silencio, de olvido. Nunca volvimos allí, a Alcahaz... Mucha gente en la provincia, no obstante, sabía lo que ocurría en aquel pueblo; pero preferían ignorarlo, hacer como que no existía el pueblo... Olvidarlo; algunos por la vergüenza que Alcahaz era entre las muchas vergüenzas de la guerra. Otros, porque olvidarse, negar aquello, era la única manera de no comprometerse, de no tener que preocuparse por aquellas locas. Lo fácil hubiera sido que se supiera, que aquellas mujeres las llevaran a algún sitio, un hospital o algo de eso donde las atendieran, donde las curaran si era posible. Pero no. Elegimos, todos, olvidar, ignorar. Y así hasta hoy, cuando los más viejos de entonces ya han muerto, y ya poca gente sabe siquiera que Alcahaz existió alguna vez... Las mujeres que quedaron allí, supongo que murieron poco tiempo después, allí no había forma de vivir... Así se perdió por completo Alcahaz.

—No murieron todas —dijo Santos, obligado—. Yo he estado allí, ayer... Están vivas algunas, todavía.

—Pero... Eso es imposible —la madre estaba ahora sobrecogida, el cuello tenso, los ojos muy abiertos, cristalinos—. Hace muchos años de aquello... Cuarenta ya...

—Créame: son pocas, pero están allí, todavía. Ancianas todas, claro. Siguen instaladas en la misma locura de hace cuarenta años, por increíble que parezca. Representando el mismo día, la misma tarde de entonces... La locura, si no es curada a tiempo (y en este caso además fue favorecida por el ambiente, por la locura de las demás), se acaba volviendo perpetua, incurable probablemente. Si esas mujeres hubieran salido a tiempo, si alguien hubiera hecho algo por ellas... Pero seguir allí en el pueblo, solas las mujeres dementes, reforzando cada una su locura en la de las demás... Eso ya no tiene remedio. ¿Qué ocurriría con cada una de esas mujeres si la sacaran del pueblo, si las intentaran convencer de su error? Es imposible. A mí me confundieron con alguno de los hombres, y eso lo agrava todo. Porque ahora ya no es sólo una difícil esperanza, sino una realidad: ellas han visto en mí a uno de los hombres, vivo, regresado. Y detrás, piensan, llegarán los demás, esta noche o mañana, y así de nuevo día tras día. Para ellas, yo soy la prueba de que la espera no ha sido vana.

—Eso es imposible... No puede ser —repitió la madre, hundiéndose de nuevo en el llanto, en los brazos de su hija, que le acariciaba el pelo gris.

* * *

Nos vamos enterando. Como es esperable en un autor inseguro y obsesionado con no dejar flecos que puedan despistar a los lectores, sirva este capítulo como aclaración, hasta el mínimo detalle, de todo lo visto hasta ahora. Si teníamos alguna duda o alguna interpretación propia sobre lo que sucedía en Alcahaz, el diálogo entre Santos y la madre de Ana lo explica todo, todo, todo, con exactitud, recurriendo incluso a unas nociones rudimentarias de psiquiatría que seguramente divertirían a cualquier profesional de la salud mental que leyese esta novela
.

Ya habíamos alertado páginas atrás sobre el riesgo de inverosimilitud, pero concedimos mantener la credulidad en suspenso a espera de nuevos acontecimientos. Ahora ya lo sabemos todo, y cuesta creerlo. La locura. Una locura colectiva, contagiosa. Una forma de demencia que, literariamente, es muy atractiva, no diremos que no. Tiene una fuerte y seductora potencia metafórica. La locura de un pueblo como representación de la locura de todo un país que eligió olvidar, que eligió no saber. No entraremos en las debilidades políticas de tal analogía —caer otra vez en el tópico de la amnesia colectiva, del país desmemoriado, como si no hubiera habido desde las instituciones una voluntad de olvido inducido, que no es plaga ni enfermedad, sino política de olvido. En fin, la locura es un recurso siempre efectivo para caracterizar ciertos momentos históricos. El punto de vista de los locos, el espejo que los dementes ofrecen al comportamiento igualmente demente de los supuestamente cuerdos. Viene al recuerdo, por ejemplo, la excelente aunque poco conocida película de Manolo Matji,
La guerra de los locos
, desde presupuestos mucho más verosímiles que esta novela —un grupo de enfermos mentales que, escapados de un psiquiátrico en plena guerra civil, combaten en uno y otro bando por igual—. En fin, la locura es siempre un plano explicativo atractivo y válido
.

El problema es que la vuelta de tuerca que hace el autor es excesiva, y la verosimilitud se resiente, tanto más cuanto menos dispuesto esté el lector a conceder. Tal vez en otro tipo de relato, con otro planteamiento, ese tipo de locura sería perfectamente creíble. Formaría parte sólida de la verdad narrativa de la novela, si se plantease desde una narración más, digamos, fantástica. Sin que sea necesario recaer en formas de realismo mágico, pero sí apoyarse en formas de irrealidad que acaban construyendo su propia lógica hasta hacer que lo inverosímil sea el realismo. Hay todo un espacio de la ficción que se mueve en una irrealidad llena de referentes reales, caracterizado por lo fabuloso, lo impreciso, y no por ello menos creíble —piensen en Kafka, y de ahí para abajo. No olvidemos que la literatura no se mueve en el terreno de la verdad, sino en el de la verosimilitud. Así, con otro tipo de relato nada habría que objetar a una locura como la descrita, ni a una historia de fantasmas tipo
Pedro Páramo
, si así lo hubiese decidido el autor y su escritura fuese coherente con tales escenarios
.

Pero nuestro autor no ha querido moverse de un realismo con aspecto de crónica, que se ancla en fechas exactas —la datación de los días del relato, por ejemplo—, en nombres, en elementos históricos, y que además muestra un afán de representación de su tiempo, de juicio a la transición y a la gestión de la memoria en España. Y con tal enfoque, la verosimilitud salta en pedazos. Ya no sólo que quince mujeres se vuelvan locas y se alimenten unas a otras su insania. Algo así puede ocurrir entre los muros de un psiquiátrico. La vuelta de tuerca se da cuando además pretende que repitan una y otra vez el mismo día, que al levantarse cada mañana sigan clavadas en el día del camión, y así un año, y otro, y otro. Tal propuesta abre una vía de agua en el relato por donde ya se escapa todo. Si la verosimilitud se pone en peligro, todo el conjunto se ve afectado. Porque ahora, por ese carácter increíble, por esa psiquiatría ingenua y de andar por casa, consigue que nos fijemos en detalles que de otra forma (en el relato de fantasmas, como decía) habríamos pasado por alto, no nos habrían parecido importantes, pero que ahora se nos antojan nuevas grietas en un barco a punto de naufragar. Nos fijamos desde ahora en todo tipo de cuestiones materiales, incluso anecdóticas, que hacen más grande la inverosimilitud. Desde la dudosa supervivencia de esas ancianas durante cuarenta años, hasta el grado de desgaste de unas viejas alpargatas descosidas que aguantan cuatro décadas, pasando por el candil que la primera mujer que encontró en Alcahaz encendió al entrar en la casa, y que ahora nos preguntamos cómo lo encendió, cómo conserva cerillos, aceite y mecha durante tantos años. Es lo que pasa cuando se fuerza tanto el relato. Que de repente algo se resquebraja y todo se acaba rompiendo, y nos acabamos fijando hasta en ese miserable candil que ahora se nos antoja imposible, heroico
.

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