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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (13 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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—En California una botella de ese vino vale una fortuna —dijo Borraleda—. Tal vez debiera haberla reservado para otra persona.

—Ninguna la merecía más que usted —replicó Irina—. Cuénteme algo de su vida. Estoy segura de que nunca ha sido plenamente feliz ni comprendido.

—Tiene razón —replicó Borraleda—. Nunca he podido hallar a alguien que sintiese interés por las mismas cosas que me interesaban a mí.

—Ahora lo ha encontrado —replicó Irina, echando hacia atrás la cabeza y haciendo como si no se diera cuenta de que Luis Borraleda le había cogido una mano—. ¡Cuánto me hubiese gustado hallar a tiempo un hombre enérgico y valiente… como usted! A los dos nos ha ocurrido lo mismo.

—Existe una solución —murmuró Borraleda.

—¿Llevaría usted su valor hasta ese extremo? —Preguntó Irina—. El divorcio asusta a mucha gente.

—A mí, no. Usted ha dicho antes que la importancia del esfuerzo está en consonancia con la importancia de lo que se desea. Cuando esto último es muy grande, el esfuerzo siempre resultará, en comparación, muy pequeño.

—Pero… tal vez esa decisión le perjudique en su carrera.

—Podríamos esperar a que yo fuese elegido gobernador. Entonces yo no correría ningún riesgo. Pero si no quiere esperar… lo haré antes.

—No se precipite. Debemos reflexionar. Y ya es muy tarde. ¿Otra copa de jerez?

Irina se levantó, soltando suavemente la mano que Borraleda le tenía aprisionada. Luego fue de nuevo hacia la mesita, llenó las dos copas y ofreció una a Borraleda.

—Por su éxito político —brindó Irina.

—Por mi éxito romántico —replicó Borraleda.

Un instante después salieron juntos del salón e Irina acompañó a Borraleda hasta la puerta. Cuando el diputado se alejó, la joven sonrió burlonamente y subió de nuevo al salón. Iba a sentarse, cuando, de pronto, el sonido de una voz la inmovilizó como si se tratara de una descarga eléctrica.

—¡Por la más inteligente princesa del mundo entero, incluyendo Rusia y California! —dijo la voz.

Irina se volvió vivamente y vio a un hombre sentado en uno de los profundos sillones y sosteniendo en alto una copa llena de jerez. Un negro antifaz cubría la parte superior de su rostro. El hombre vestía a la moda mejicana. Una de sus piernas estaba cruzada sobre la otra, dejando ver una magnifica y alta bota de montar adornada con una espuela de plata de enorme rodela.

—¡
El Coyote
! —exclamó la mujer, casi con alegría.

—Estoy sospechando que esta botella la destinó también a mí —dijo el enmascarado—. Verdaderamente el señor Borraleda tenía razón al decir que una botella de este jerez es un tesoro. —Bebió un sorbo y lo paladeó unos instantes—. ¡Maravilloso!

—Me alegro de que le guste, señor
Coyote
—dijo Irina—. Tenía entendido que estaba usted en San Francisco. Tal vez la información que recibí fuese equivocada.

—No, no lo era —replicó
El Coyote
, sin moverse de su sillón—. Estaba en San Francisco; pero de pronto empecé a pensar en la divina Odile Garson… quiero decir la princesa Irina Petrovna, y eché a volar hacia Sacramento, posándome en esta terraza a tiempo de oír su conversación con el desagradable señor Kennedy. ¿Por qué trabaja usted para él?

—Es un jefe tan desagradable como cualquiera; pero paga mejor que otros.

—¡Es lamentable oír en sus hermosos labios palabras de interés! —Suspiró
El Coyote
—. Un día de estos asaltaré un Banco y le traeré un par de millones para que pueda usted echar a puntapiés al señor Kennedy.

—Le quedaría tan agradecida por los dos millones como por la oportunidad de poder echar a puntapiés a ese señor —dijo Irina.

—Me llena usted de tentaciones de servirla —replicó
El Coyote
—. Y, antes de que lo olvide, quiero darle las gracias por haberme llamado su amigo.

—¿Yo le he llamado amigo mío? —preguntó, sorprendida, Irina.

—Sí, al decir que un amigo suyo le había prevenido contra Kennedy. Luego, refiriéndose claramente a mí, dijo que yo era un buenísimo amigo suyo.

—¿Oyó todo lo que hablé?

—Sí. Oí lo que le dijo a Kennedy y lo que le dijo al señor Borraleda.

—Me debe de considerar despreciable ¿no?

—Pues… no, no la considero despreciable. Sólo que ha elegido un mal sistema de ganarse la vida.

—¿Debí haberme dedicado a zurcir calcetines? —Preguntó Irina—. ¿Hubiera sido eso más propio de una mujer?

—Desde luego. Mucho más propio y más seguro. Al fin y al cabo, juega usted con fuego y acabara quemándose. Siempre me ha dolido el espectáculo de una bella y loca mariposa yendo a abrasarse en la llama de una bujía.

—Procuraré no imitarla.

—Es inútil. Se quemará. No lo dude. Está asociada a un canalla que ya ha intentado librarse de usted valiéndose de otro sistema para hundir a Borraleda.

—¿Qué quiere decir?

—Ayer noche, en San Francisco, fue, asesinada una mujer. ¿Sabe quién debía aparecer como culpable de ese crimen?

—¿Yo?

—No; el señor Borraleda. Ese delito debía haberle hundido políticamente. Si yo no hubiese intervenido, entregando a las autoridades a los asesinos verdaderos, a estas horas el señor Borraleda estaría en la cárcel y usted se encontraría en medio de la calle, sin casa, sin dinero y quizá, también, detenida.

—¿Se está burlando de mí?

—No, princesa, no me burlo.
El Coyote
es incapaz de burlarse de una mujer tan hermosa; lo que ocurre es que el señor Kennedy no es de los que sólo utilizan una escalera cuando quieren alcanzar algo que está muy alto. Llevan dos, o tres, o cuatro. Mientras usted se dedicaba a reunir cartas comprometedoras del candidato a gobernador, él había escarbado en el pasado del señor Borraleda y encontrado una mancha muy oscura. Fue tan enorme su alegría que estuvo a punto de echarla a usted de aquí y continuar adelante sin necesidad de utilizarla para nada; pero, como es muy prudente, prefirió esperar, e hizo bien, porque anoche fracasó ruidosamente su plan, en el momento en que parecía haber triunfado. Sus cómplices fueron ahorcados en plena calle, sin que tuviesen tiempo de decir quién era en realidad la mujer a quien habían asesinado. Luego yo hice una visita al señor Kennedy, a quien di unos cuantos consejos. Ahora, en vez de abandonar la lucha, se ha propuesto seguirla hasta el fin valiéndose de los encantos de usted.

—Luis Borraleda es un tonto —dijo Irina.

—De acuerdo. Tiene una mujer buena y pretende cambiarla por otra que…

—¿Qué?

—Que no es tan buena, aunque sí mucho más lista, ya que sabe cómo halagarle la vanidad.

—¿No me considera buena?

—No. ¿Le importa?

Irina se encogió de hombros y sonrió forzadamente.

—¿Por qué me va a importar? —preguntó.

—Claro, ¿por qué podía importarle? Al fin y al cabo, mi opinión sólo es la de un bandido. ¿Qué puede significar para la princesa Irina la opinión de un bandido?

—Tal vez más de lo que usted se imagina —murmuró la mujer—. ¿Por qué no se quita el antifaz? Me gustaría verle tal como es.

—La realidad siempre es inferior a la fantasía. Sin duda alguna yo perdería todo mi encanto si sus ojos me viesen tal como me ven los que me conocen e ignoran que en mis ratos libres me dedico a hacer
El Coyote
.

—¿Trata de proteger a Luis Borraleda?

—A él y a usted.

—¿A mí?

—Sí. Quiero librarla de los peligrosos amigos que la rodean.

—Pero, sobre todo, quiere librar de mí a Luis, ¿no?

—Algo hay de eso.

—¿Y si yo le hiciera caso? ¿Qué haría usted?

—Hágalo y lo sabrá.

—Entonces yo tendría que irme de Sacramento.

—Claro —asintió el enmascarado.

—¿Le volvería a ver a usted?

—Se lo aseguro.

Irina inclinó la cabeza.

—Cuando Dios dotó de corazón a las mujeres estropeó deliberadamente una obra perfecta —murmuró—. Nos dio cuanto podía sernos necesario para dominar a los hombres; pero luego nos colocó el corazón, y ese pequeño detalle anuló toda su labor. De dueñas y señoras nos convirtió en esclavas.

—Bonita frase —sonrió
El Coyote
—. Y acertada, que es lo mejor. La mujer tiene hermosura y todo lo que se precisa para que el hombre más sensato piense, en un momento dado, que ella es lo único importante en la vida. Así cometemos por ustedes locura tras locura; pero un día el corazón las traiciona, les llega la vez de enamorarse y entonces…

—Lo tiramos todo por la borda y vamos rectas a nuestra propia pasión y… perdición.

—Alguna debilidad debían tener —dijo
El Coyote
—. Es la ley de la Creación. Cada ser viviente, cada animal, cada cosa, tiene su punto débil. Hasta la más fuerte. Aquiles tenía un puntito en su talón; los animales más acorazados tienen algún punto por donde se les puede matar. Más fuerte que el hierro es el acero, y más que el acero lo es el brillante, y al brillante lo destruye el fuego, y al fuego lo apaga el agua.

—¿No me comprende? —preguntó, con temblorosa voz, Irina.

—Tal vez sí; pero he oído cómo hablaba con el señor Borraleda y… y tengo ciertas dudas. No me culpe por ello.

—¿Quiere pruebas?

—Irina: soy una especie de bandido; pero siempre me ha gustado jugar limpio. Nunca dejaré de ser quien soy. No lo olvide.

—¿Ni por un amor verdadero? —preguntó Irina.

—Ni por eso.

—No me doy por vencida. Yo sé que no hay imposibles. No pondré condiciones, jugaré limpio también, y… y si pierdo no me quejaré.

—¡Bravo, Irina! Así me gusta. A pesar de todo, creo que es usted una buena muchacha.

—O tonta.

—Viene a ser lo mismo.

—Es cierto. Es lo mismo. Hace años conocí a un hombre que tuvo un alto cargo durante la guerra. Me explicó por qué las mujeres eran a la vez las mejores espías y, también, las peores. Las mejores, porque eran capaces de conseguir los informes más importantes. Y las peores, porque… porque casi siempre terminaban enamorándose de un agente de contraespionaje a quien deseaban proteger. Y no hace mucho me hablaron de una de ellas llamada Ginevra…

Irina se interrumpió como si no recordase el nombre de aquella otra mujer. Mientras se esforzaba en recordar,
El Coyote
terminó:

—Ginevra Saint Clair, ¿verdad?

—Sí. ¿Cómo lo sabe…?

—Fue una espía famosa.

—Que perdió la vida por el amor de un hombre —dijo Irina, clavando la mirada en los ojos del
Coyote
.

—Por el amor de un hombre que no supo comprender lo que ella era.

—¿Fue usted? —preguntó Irina.

El Coyote
se acercó a la mujer y, acariciando con una de sus enguantadas manos la mejilla de la joven, replicó:

—Adiós. Procure ser buena, porque si es mala vendré a darle una zurra.

—Entonces… seré mala.

—¿Para que la zurre?

—Tal vez. Porque para hacer eso tendrá que estar cerca de mí.

—No olvide que juega con fuego y que hay muchos interesados en quemarla. Adiós.

—¿Quiere que le acompañe hasta la puerta? El portero se extrañará si ve salir a un enmascarado en un día en que no se celebra ningún baile de disfraces.

—Muchas gracias; prefiero salir como un fantasma. Sería humillante que la dueña de la casa tuviera que facilitarme la salida.

—¿Adónde va?

—Muy lejos; pero volveré a tiempo y no la perderé nunca de vista.

—¿Aunque esté lejos?

—Sí. Tengo unos sortilegios y gracias a ellos puedo verla en todo momento. Son unos sortilegios muy útiles. Adiós.

Irina vio salir del salón al
Coyote
, y cuando un momento después le siguió con la esperanza de ver por dónde había ido, ya no halló el menor rastro del enmascarado. Lentamente volvió al salón y sentóse en el mismo sitio que antes ocupara. Entornando los ojos, se entregó a sus pensamientos.

Capítulo III: Las decisiones de Irina Petrovna

Los pensamientos de Irina Petrovna duraron cuatro días. Las decisiones a que llegó tuvieron diversos efectos. El primero de ellos fue el de que, a pesar de todos sus esfuerzos, Luis Borraleda no pudo volverla a ver. Y, porque ya deseaba ardientemente estar junto a ella, le escribió una larguísima carta, la más apasionada de cuantas había dirigido a la que él creía una princesa rusa.

Irina guardó aquella carta y no dio la contestación que Borraleda esperaba. Su decisión estaba ya tomada definitivamente.

—Soy una loca —se decía—. Estropeo el mejor negocio de mi vida, y lo peor es que no lo lamento. No, no lo lamento; lo cual es una solemne estupidez.

En la tarde del cuarto día de su encierro, Irina salió al fin de su casa y dirigióse a la de Víctor Kennedy. En cuanto dio su nombre fue conducida ante Kennedy, que la saludó con una irónica sonrisa.

—¡Cuántos días sin verla, princesa! —exclamó—. Todo Sacramento está extrañado de su vida tan retirada. ¿Puedo preguntarle a qué se debe su aislamiento?

—A varios motivos —replicó Irina—. Uno de ellos es el deseo de meditar.

—La meditación es muy importante —dijo Kennedy—. Estoy seguro de que habrá llegado a conclusiones muy inteligentes.

—Creo que sí…

—Yo también suelo reflexionar profundamente antes de lanzarme a ninguna aventura —siguió Kennedy, antes de que Irina pudiera continuar hablando—. Por cierto que hace algún tiempo que quiero explicarle el resultado de una de esas profundas meditaciones mías. Fue en ocasión de decidirme a utilizar sus servicios, señorita Garson. No se enfade. Nadie puede oírnos. Además, creo que le interesa saber lo que decidí en aquellos momentos.

—Tal vez sea más interesante que conozca usted lo que yo he decidido en estos últimos días —dijo Irina.

—No, no. Estoy seguro de que es mucho más interesante lo que yo decidí hace unas semanas, cuando pensé en utilizar los servicios de la que se hace llamar princesa Irina Petrovna.

—Bien… hable. ¿De qué se trata?

—Las primeras noticias acerca de usted me llegaron de Sitka —explicó Kennedy—. Alguien me habló de la princesa Irina Petrovna y de sus supuestas intenciones de trasladarse a California. Ese alguien me entregó unos insignificantes documentos firmados o escritos por usted. Con la ayuda de un utilísimo caballero que sabe imitar todas las escrituras y firmas, entablamos una correspondencia entre Sitka y Sacramento, y el resultado fue que la princesa Irina Petrovna Posof hizo una remesa de dinero desde Alaska a Sacramento. Más tarde llegó usted aquí y se encontró con una cuenta corriente a su nombre. De esa cuenta corriente ha sacado usted algunas cantidades firmando cheques que han sido aceptados sin reparo por el Banco; porque nadie ha puesto en duda que usted sea la princesa; pero… si en el Banco llegaran a darse cuenta de que su firma no es exactamente igual a la de aquella princesa que escribió desde Sitka… ¿Comprende?

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