Episodios 17 y 18 de las aventuras de don César de Echagüe, un hombre adinerado, tranquilo, cínico, casi cobarde. Oculta así su otra personalidad: él es el héroe enmascarado «el Coyote», el justiciero que defenderá a sus compatriotas de los desmanes de los conquistadores yanquis, marcando a los malos con un balazo en el lóbulo de la oreja.
José Mallorquí
Otra lucha/El final de la lucha
Coyote 017 y 018
ePUB v1.2
Cris198705.12.12
Título original:
Otra lucha/El final de la lucha
José Mallorquí, 1945.
Ilustraciones: Julio Bosch y José Mª Bellalta
Diseño portada: Salvador Fabá
Editor original: Cris1987 (v1.2)
ePub base v2.0
«No comprendo cómo alguien puede soportarle».
Isabel Gámiz de Borraleda tenía un defecto: el de permitir que sus ojos revelasen con demasiada claridad sus pensamientos. Por eso su marido la miró fijamente, preguntando:
—¿Es que te molesta que venga?
Isabel se mordió los labios, y de buena gana se habría abofeteado por dejar que Luis adivinara lo que había pasado por su cerebro.
—No, no me molesta —dijo, pero a su voz le faltaba convicción y firmeza.
—Don César es amigo mío y… un hombre importante.
«Pero es insoportable» —pensó Isabel, volviendo un poco la cabeza para que su marido no leyera sus pensamientos; mas fue inútil porque el simple hecho de volver la cabeza indicó a Luis Borraleda lo que sentía su mujer.
—Ya sé que a muchos no les resulta agradable —dijo con voz dura—; pero, al fin y al cabo, es un hombre en cuya palabra se puede confiar. Si él quiere ayudarme, pondrá de mi parte a lo principal del elemento californiano. Son unos miles de votos que me llevarán al puesto que deseo ocupar en la capital de California. Don César puede proporcionármelos.
Isabel sintió una dolorosa punzada en el corazón. ¿Por qué empleaba su marido aquel lenguaje con ella? ¿Por qué sus ambiciones políticas se imponían siempre a su amor? ¿Por qué no se portaba como cuando ella era una chiquilla de dieciocho años y él un hombre que empezaba a destacarse en la política, en la cual sólo veía un medio de pelear deportivamente con los mismos contra quienes su padre había peleado con las armas en la mano?
Ahora la lucha se había convertido en lo más importante de su vida. En un principio, don Luis Borraleda no fue más que un representante de los californianos verdaderos o antiguos, que al fin se habían convencido de que necesitaban hacer oír su voz en el edificio que hacía las veces de parlamento antes de que se levantara el hermoso capitolio de la ciudad. Luego aprendió a ser político, a defender sus ideas y los intereses de su partido; supo imponer sus opiniones aunque no fueran sus convicciones, y acabó siendo reconocido por todos como un digno adversario o un magnífico representante. Amplióse el partido y se dio cabida en la dirección del mismo a Borraleda. Por este hecho aumentó el apoyo de los californianos a dicho partido. La fidelidad a la Unión en los tiempos de la guerra civil, cuando se daba por descontado el que California se uniría a la Confederación, fue debida en gran parte a «un californiano llamado Borraleda», como dijo a Lincoln el general Hancock al regresar de Los Ángeles, adonde había sido enviado para proteger los depósitos de armas y municiones del gobierno.
Todos estaban de acuerdo en que Borraleda llegaría lejos, y él, para no defraudar las esperanzas de sus amigos, hizo lo posible por convertirlas en realidad, entregándose en cuerpo y alma a la política.
—Primero seré diputado, luego senador y llegaré a gobernador de California —decía a su mujer, sonriendo como si estuviese convencido de decir una exageración. Pero seguro, en el fondo, de que podía ser verdad, agregaba—: ¿Y quién sabe si algún día llegaré a presidente de los Estados Unidos?
Mas hacía tiempo que no hablaba de estas cosas con Isabel. Reconocía que a ella no le interesaba la política y que no estaba capacitada para comprender la importancia de «su misión», y prefería buscar otros oídos más comprensivos, aunque, a veces, no menos femeninos.
—Don César llegará dentro de una hora o dos —siguió—. Lamento que no sea educado decirle que mi esposa le encuentra antipático; pero seguramente tú harás lo posible para que él comprenda tus opiniones.
—Soy lo bastante cortés para no demostrar mis sentimientos, cuando ellos pueden ofender a otro —replicó Isabel.
Y mentalmente continuó:
«¿Por qué soy así? ¿Por qué se ensancha cada vez más el abismo que nos separa? Yo soy la única culpable de todo».
—Falta muy poco para que presente mi candidatura para el cargo de gobernador… —dijo Luis Borraleda—. Te suplico que seas lo más amable posible con don César. Si me promete su ayuda, no vacilaré en ir a las elecciones. Si no me la promete, no me presentaré.
—¿A qué obedece esa importancia de don César de Echagüe? —Preguntó Isabel—. Creí que era sólo un gran ganadero.
—Es el principal hacendado de la Baja California. El rancho de San Antonio y el rancho Acevedo son los mejores, y son suyos. Además, posee acciones, tierras en toda California, minas y… un cuñado en Washington.
—Supongo que el cuñado es lo que más pesa, ¿no?
Cuando Isabel empleaba aquel tono tan mordaz, Luis sentíase violentamente alejado de su esposa. Una sorda indignación se apoderaba de él.
—Edmonds Greene tiene mucha influencia en el gobierno —replicó, haciendo un esfuerzo por dominarse—. Desde Washington puede apoyarme, y lo hará si don César se lo pide.
—¿Por qué no buscas también la protección del
Coyote
? —Preguntó Isabel—. Si él te apoyara y fuese de pueblo en pueblo aconsejando a todos que votaran por ti, podrías tener la seguridad de que te elegían gobernador por absoluta mayoría.
Isabel se arrepintió en seguida de haber dicho esto. Comprendió que era un error, pero ya estaba dicho y hubiese sido peor retractarse.
—No sigamos —dijo secamente Luis—. No llegaríamos a nada práctico y sólo conseguiríamos ofendernos mutuamente. Te suplico que, como un favor especial, te muestres atenta con don César. Sólo estará unos días aquí. Creo que su presencia no se te hará demasiado molesta.
—Está bien. Daré orden de que preparen sus habitaciones. ¿Sabes si desayuna, come o cena algo especial? Un caballero tan importante…
Isabel se interrumpió porque su marido acababa de abandonar la estancia, cerrando la puerta tras él con un violento portazo.
—Soy y seré siempre una loca —murmuró Isabel—. No tengo remedio. A veces me odio a mí misma.
Cuando oyó cerrarse la puerta de la calle, salió también del acogedor salón y marchó a dar a los sirvientes las órdenes de acondicionamiento de las habitaciones reservadas a los huéspedes.
Luis Borraleda cerró con innecesaria violencia la puerta de su casa. Se disponía a cruzar la acera en dirección al coche que le aguardaba, cuando su atención fue atraída por otro coche que acababa de detenerse detrás del suyo.
No se trataba de un vehículo de ciudad, sino de un coche capacitado, por su sólida construcción, para recorrer las peores carreteras californianas. En aquellos tiempos éstas podían considerarse las peores del mundo, no porque estuvieran mal construidas, sino porque el tráfico por ellas era intensísimo, siendo por ello enorme su desgaste, sin que se encontraran obreros que quisieran repararlas. Si se deseaba trabajar con una pala y un pico, era preferible hacerlo en los yacimientos mineros o en las obras de los ferrocarriles, donde se ganaba diez veces más. Por todo esto, los carruajes que circulaban por aquellos caminos tenían que ser muy sólidos, y el que acababa de detenerse frente a la casa reunía todas las condiciones necesarias para hacer el viaje desde San Francisco a Chicago o más allá.
El lujo de baúles y equipajes que lucía el coche hizo adivinar a Luis Borraleda quién podía ser el forastero. Por ello, en vez de subir a su coche, cuya portezuela mantenía abierta el lacayo, aguardó un momento hasta que el viajero asomó la cabeza fuera del otro vehículo.
—¡Don César! —exclamó Borraleda, corriendo hacia el recién llegado—. Pero… ¿no iba usted a venir en tren?
César de Echagüe bajó lentamente a tierra, flexionó un poco sus articulaciones, devolviéndoles la agilidad, y sonrió mientras estrechaba la mano de Luis.
—Parece que hay una avería en la línea férrea y decidí hacer el viaje en coche —explicó.
Vestía con su habitual elegancia; pero sobre el traje llevaba un guardapolvo que le llegaba hasta los pies y que se quitó en seguida, cediéndoselo al lacayo que había bajado del pescante.
—Hacer un viaje de esta clase desde San Francisco a Sacramento es una heroicidad —dijo Borraleda.
—Opino lo mismo —replicó César—. Alquilé este coche y no puedo decir que me arrepienta de haberlo hecho. De lo que me arrepiento es de haber viajado en él. Pero le he estado abrumando con mis penalidades en vez de preguntarle por su esposa. ¿Está bien?
—Perfectamente —respondió Luis—. En estos momentos debe de estar ordenando que preparen sus habitaciones. Como no lo esperábamos hasta dentro de dos horas, o sea cuando llega el tren de San Francisco…
—Eso quiere decir que he llegado inoportunamente. Suelo hacerlo muy a menudo. El aparecer inoportunamente es uno de mis peores defectos. Pero esta vez aún estoy a tiempo de remediarlo. Iré a dar un paseo por la ciudad. Así estiraré las piernas.
—De ninguna manera —protestó Luis Borraleda—. Isabel se disgustaría mucho si supiera que no ha entrado en casa…
—Más se disgustará si me presento en el momento en que no tiene nada dispuesto y no sabe dónde meterme. Nada, marcharé a dar el paseo de que he hablado y volveré dentro de dos horas. Sacramento es una ciudad muy interesante, que nunca he podido visitar por completo. A pesar de haber nacido en California, no he visto aún el famoso fuerte Sutter. Creo que hoy lo visitaré.
Luis Borraleda vaciló y de pronto dijo:
—¿Por qué no me acompaña?
—¿Adónde?
—A casa del gobernador. Dan una recepción íntima en honor de una ilustre visitante. Se trata de una princesa rusa que viene de Alaska a…
—¿A calmar el frío que allí habrá pasado? —preguntó César de Echagüe.