Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
El domingo dio a su fin para dar de nuevo paso al ritmo
frenético del lunes. No eran ni las ocho de la mañana cuando ya había miles de
transeúntes colapsando las aceras de Manhattan y decenas de vehículos
invadían el gris asfalto en todas direcciones. Aquella caótica ciudad sin duda
fue creada para una panda de locos pirados. No existía un solo rincón en donde
no se escuchara algo de música, algún que otro claxon impertinente o incluso cruzarte
con el típico hombre de negocios hablando a través de su teléfono de última
generación.
Nueva York era así... Más conocida como “la ciudad que
nunca duerme”.
Jessica se recogió su cabello en un moño alto para ducharse
como cada mañana. Al acabar secó e hidrató su cuerpo con su crema corporal
favorita, después se maquilló en tonos tierra y dio brillo a sus labios con
Rouge
Coco Shine
, solo unas gotas de
Chanel
fueron suficientes en sus
muñecas y tras los lóbulos para dar ese toque sofisticado que tanto le gustaba.
Se vistió con un elegante traje de chaqueta en azul cobalto. Cepilló su larga
melena azabache y dándose los últimos retoques frente al espejo, se calzó un
par de
Louis Vuitton
a juego con el color de su ropa.
Como no acostumbraba a desayunar hasta bien pasadas las
diez de la mañana, se despidió de su ama de llaves y de Josh, el
jardinero. Seguidamente se subió a su BMW en dirección a la ciudad.
No había cruzado la verja de su mansión cuando la primera
llamada telefónica le daba los buenos días.
—Jessica Orson.
—Buenos días señorita Orson —se escuchó al otro lado del
hilo telefónico.
—Buenos días Alexia.
—Le recuerdo como cada día su agenda para las próximas
horas.
—Adelante.
—A las 10:30 entrevista con los socios de
Arnold&Jhonson Pictures. A las 13:00 almuerzo con el Señor Mathew Lowers en
el restaurante Alain Ducasse en Essex House. A las 16:30 reunión en la sala de
juntas con el Señor Robert Andrews. A las 18:00 cita con Margaret Binox en su
despacho. Y a las 19:45 visita guiada por el Señor Gabriel Gómez a la Torre
Rockefeller Center.
Jessica enarcó una ceja perfecta tras escuchar el nombre de
su última cita. De nuevo Gabriel ya estaba tramando algo, no tenía descanso,
era insaciable aunque deliciosamente encantador.
—Gracias Alexia.
—De nada Señorita Orson. Cualquier cambio comuníquemelo,
que tenga un buen día.
Jessica recordó mentalmente las citas: “10:30 entrevista
con los socios de Arnold&Jhonson Pictures... He de darme prisa si antes
quiero pasar por la consulta del Doctor Olivier Etmunt”.
No más de veinte minutos le bastaron para llegar hasta
Bellevue Hospital Center. Dejó su BMW en una de las plazas reservadas y
caminando a paso decidido, entró en el ascensor que la subiría a la séptima
planta.
Al llegar a la sala de espera, Jessica se sentó en una de
las sillas, esperando su turno algo más impaciente que de costumbre. Cruzó una
pierna sobre la otra y como no se permitía fumar, comenzó a girar el brazalete
de oro blanco y diamantes que Gabriel le había regalado.
Aquellos minutos se hicieron interminables. Y por primera
vez en su vida, sintió como una oleada de inseguridad se apoderaba de aquella
situación. Aquella noche no había pegado ojo, no sabía por qué pero tenía un
mal presentimiento, que la avisaran de aquella forma y en domingo, no hacía más
que presagiar un mal augurio.
Por suerte para ella, su móvil vibró en aquel preciso
instante en el interior de su bolso. Tras cogerlo miró la pantalla,
tenía un mensaje WhatsApp de Gabriel.
“Ando algo
celoso... Alguien me ha dicho
que esta noche
ha quedado con un joven apuesto”
Jessica sonrió.
“Pues hace bien
en estar celoso,
porque es un
joven muy, pero que muy apuesto...”
Gabriel que estaba sentado en su despacho, se echó a reír mientras
giraba la cucharilla removiendo su café.
“¿Y cómo es de
apuesto ese joven?”
Jessica no pudo evitar poner los ojos en blanco.
“No creo que
usted le conozca”
“O tal vez sí”
“Si es así,
dígale a ese joven tan sumamente apuesto
que no me he olvidado
y que pronto será castigado
”
Gabriel entornó los ojos a la vez que se atragantaba con el
café. Sonrió de forma traviesa ya que en cierta forma le intrigaba saber qué
había tramado, de lo único que estaba convencido era que el castigo no le iba a
dejar indiferente.
La voz de la enfermera sonó a través de la puerta
entreabierta de la consulta del doctor. Jessica al escuchar su nombre, guardó
de nuevo el teléfono en el interior de su bolso y se encaminó hacia allí.
Cuando ella cerró la puerta tras de sí, el doctor Etmunt le siguió con la
mirada hasta que quedó delante de la mesa.
—Toma asiento Jessica —le dijo el doctor señalando a la
silla.
Jessica colgó su bolso en el reposabrazos y luego se sentó.
—¿Qué es eso tan importante que no puede esperar a la cita
que teníamos prevista para este mismo viernes?
El doctor Etmunt abrió una cajita y sacó sus gafas,
las limpió con un trozo de tela y después de colocárselas, abrió una carpeta
para leer por enésima vez el informe que albergaba en su interior.
—¿Has venido sola?
—Claro —contestó extrañada— ¿Qué tipo de pregunta es
esa, Olivier?
Él miró a la enfermera y luego le pidió que saliera de la
consulta. Una vez quedaron a solas, retomó de nuevo la conversación que había
intentado iniciar minutos antes.
—Hace muchos años que te conozco Jessica.
La voz de Olivier se volvió mucho más ronca.
—Sí, muchos —dijo arrugando el entrecejo sin comprender—,
desde la universidad.
Él apartó la vista para centrarla de nuevo en el informe.
Jessica se fijó entonces en los gestos de su cara. En todos estos años, jamás
le había visto tan sumamente preocupado. Ella respiró hondo y cargada de valor,
prosiguió:
—Olivier... Ve directo al grano, por favor...
Él trató de guardar la compostura tanto como le fue
posible. Inquieto, rozó su barbilla con los dedos para luego quitarse las gafas
y frotarse los ojos con fuerza.
Ella le miraba en silencio. Observando cómo contraía su
rostro y hundía sus hombros en señal de derrota. Olivier cuando por fin cerró
la carpeta, alzó de nuevo la vista haciendo acopio de la valentía suficiente
para pronunciar las palabras que debía de decir, olvidando que eran amigos y
tratando de ser lo más profesional posible.
Tras unos angustiosos segundos de más silencio,
Olivier pudo hablar por fin.
—Uno de los tres tumores que localizamos en tu pecho
derecho necesita de intervención inmediata. En los últimos días ha crecido
varios centímetros.
Algo parecido se temía. Jessica intentó mantener la
compostura, tragó con fuerza saliva y alzó el mentón con determinación.
—Olivier, ya sabes que estoy dispuesta a extirparlo y a
recibir cualquier tratamiento por agresivo que resulte —le respondió firme y
segura aunque sus piernas no paraban de temblar.
—Lo sé, Jessica.
Olivier la miró intensamente a los ojos. Por lo visto, eso
no era todo.
—Entonces ¿cuál es el problema? —preguntó ella con un débil
hilo de voz.
—Por desgracia, el problema no es este tumor, ni los otros
dos... —respondió él incómodo.
Jessica permaneció inmóvil, ni siquiera pestañeó, solo
esperaba el momento en que le lanzara un nuevo jarro de agua fría sobre su
cabeza.
Olivier juntó las manos y las apretó con fuerza para
colocarlas cerca de sus labios.
—No te imaginas, lo duro que es para mí, tener que decirte
esto...
—Olivier... —le interrumpió sin reparo.
Jessica sintió como un escalofrío recorrió toda su columna
vertebral de arriba abajo. De nuevo ese mal presentimiento invadiendo su mente.
Irguió la espalda y soltó el aire lentamente. Buscó los ojos grises de su amigo
y con una admirable determinación le hizo la pregunta que jamás pensó que le
tocaría pronunciar.
—¿Cuánto me queda de vida?
Olivier suspiró con fuerza a la vez que cerró los ojos.
Para él aquella situación resultaba ser de lo más cruel,
era sin duda la parte menos dulce de su profesión y mucho peor cuando la
noticia tenía que dársela a una persona por la que sentía verdadera admiración
y aprecio.
Olivier deslizó la silla hacia atrás para levantarse y
poder acercarse a Jessica. Ella que no dejó en ningún momento de observarle en
silencio, vio como se apoyaba en el borde de la mesa y le cogía una de las
manos. Luego la miró a los ojos con un deje de tristeza en su mirada.
—El tumor del pecho en estos momentos es lo que menos
importa.
—¿Cuánto...? —insistió de nuevo Jessica con lágrimas en los
ojos.
Él hizo una breve pausa y volvió a soltar el aire con
desgana.
—Tres... quizás cuatro meses —susurró lentamente—. La
analítica y todas las demás pruebas así lo han determinado.
Olivier guardó silencio para que ella asimilara la noticia.
Jessica notó como se le congeló el aire de sus pulmones, le
faltaba el aire, notó como se ahogaba poco a poco y caía al vacío sin
poder evitarlo.
—Tienes leucemia mieloide aguda. Por eso el cansancio, la
falta de apetito y las fiebres intermitentes que has tenido en las últimas
semanas.
Todo su cuerpo comenzó a temblar a destiempo. Como ráfagas,
las imágenes de toda su vida pasaron velozmente por su mente, una tras otra.
Imágenes difusas de su niñez, del nacimiento de su bebé, de Adam, de sus
padres, de su época en la universidad, momentos memorables de su exitosa
carrera, la boda y el matrimonio junto a Robert... y, todos y cada uno de los
días que había compartido junto a Gabriel...
Jessica hundió la cara en sus manos para ahogar sus
sollozos y él aprovechó para abrazarla.
—Desahógate... llora... no voy a dejarte sola.
Y así lo hizo. Lloró entre sus brazos y él trató de
consolarla, como pudo, aunque en el mundo no existiera consuelo para tal
desdicha.
Hacia el mediodía, Gabriel recorrió el pasillo para hacer una
breve visita a su sexy jefa. Golpeó la puerta con el dorso de la mano, pero no
hubo respuesta, así que la abrió y asomó la cabeza para echar un vistazo al
interior del despacho. Por lo visto Jessica no estaba y sin darle mayor
importancia bajó a la calle para comer algo antes de volver de nuevo a la
rutina de su trabajo.
Jessica salió de la consulta algo aturdida y desorientada.
Los acontecimientos habían sucedido tan rápido que aún trataba de asimilarlo
sin perder con ello la cordura.
Al llegar a su BMW X6 se apoyó en la puerta del conductor y
Olivier aprovechó para cogerle de los brazos y frotarlos de arriba abajo para
ofrecerle algo de calor humano.
—Recuerda que mi equipo y yo vamos a hacer todo lo posible
para encontrar a un donante de médula compatible con tu ADN. Empezaremos por
las personas más allegadas: tu familia, tus conocidos...
—Olivier...
Jessica le interrumpió a la vez que negaba repetidas veces
con la cabeza.
—Te lo agradezco. Siempre has sido un gran profesional y un
buen amigo, pero tú y yo sabemos que las probabilidades de encontrar un donante
compatible sería lo más parecido a un milagro y eso sin tener en cuenta el poco
tiempo del que disponemos.
—Comprendo que ahora estés aterrada y no te culpo por ello.
Yo de estar en tu propia piel, lo estaría —hizo una breve pausa para luego
proseguir—: No soy religioso, ya me conoces... pero en estos casos, tan solo
nos queda tener fe y esperanza.
Ella asintió y luego se abrazaron durante un rato.
Instantes después, Olivier le dio un beso en la mejilla y se despidió para
regresar de nuevo a su consulta.
Jessica se quedó quieta y pensativa mirando como la silueta
del doctor se alejaba hasta perderse tras doblar la esquina. Poco después,
subió a su coche y conectando el "manos libres" de su Blackberry, se
puso sin perder más tiempo en contacto con su secretaria.
—Despacho de Andrews&Smith Arquitects. Buenos días.
—Alexia, soy Jessica.
—Señorita Orson. Dígame.
—Quiero que anules todas las citas que había previstas para
el día de hoy.
—¿Todas? —preguntó extrañada.
—Eso he dicho.
—¿Las anulo o prefiere que las posponga para otro día?
—Anúlalas.
—De acuerdo.
Jessica giró el volante y puso la primera marcha para subir
por la rampa del garaje y salir al exterior.
—Avise al Señor Andrews que en unos veinte minutos le
quiero ver en mi despacho.
—Muy bien. ¿Alguna cosa más?
—De momento nada más. Gracias, Alexia.
Finalizada la conversación, Jessica encendió un cigarrillo,
pese a que todavía tenía las manos temblorosas y el pulso acelerado, dio una
calada y cuando quiso dar otra, se lo quedó mirando soltando una breve
carcajada.
—Maldita ironía... y pensar que tanto fumar al final me iba
a matar...
Media hora más tarde, cuando Jessica llegó a su despacho,
Robert, que acudió puntual a la cita, ya estaba esperándola sentado en su
sillón de piel mientras aprovechaba para hablar por teléfono. Al verla entrar,
colgó el auricular y se levantó para recibirla. Ambos se saludaron besándose en
las mejillas.
Robert se la quedó mirando, sus ojos no le engañaban, eran
incapaces de ocultarle absolutamente nada. La conocía lo suficiente como para
reconocer al instante cuando algo le preocupaba.
—Cariño, ¿te encuentras bien?
Ella esbozó una mueca y luego disimuló una sonrisa.
—A ti no puedo ocultarte nada.
—Sabes que no —él negó con la cabeza— Estás muy pálida... y
juraría que has estado llorando...
Jessica se rió.
«Como siempre tan observador...»
, murmuró.
—Siéntate —le dijo colocando su palma en el bajo de su
espalda para acompañarla hasta la silla— Trata de relajarte y luego con más
calma, me explicas qué es lo que te ocurre.
Tras ayudarla a quitarse la americana, ella la dejó junto a
su bolso en una percha, mientras tanto iba reflexionando sobre lo que quería
pedirle. Estaba convencida de que él le ayudaría, muy a su pesar. Se lo debía,
quizás por los años que habían compartido juntos, o quizás porque él aún la
quería, a su manera.
Robert la dejó unos segundos a solas para que se serenase
mientras iba a la sala de juntas a prepararle una tila. Ella, por su parte,
aprovechó para enviar un mensaje de WhatsApp a Gabriel:
“Ven esta noche
a cenar a mi casa,
tengo que
comentarte algo importante”
La respuesta no se hizo esperar, segundos después Gabriel
le respondió:
“Claro,
Rockefeller Center puede esperar,
lleva en pie
desde 1.939,
no creo que se
marche en los próximos meses”
Jessica cerró los ojos tras leer su mensaje: “
En los
próximos meses...
”, repitió mentalmente y se asustó. Los próximos meses,
era demasiado tiempo. Quizás no dispondría de ese valioso tiempo.
Cuando Robert entró de nuevo al despacho, Jessica alzó la
vista no sin antes desconectar su teléfono para no tener interferencias. Él
dejó la taza encima la mesa y desplazó una silla para sentarse junto a ella.
—¿Y bien? —le preguntó sin rodeos.
—Necesito tu ayuda.
—Lo que me pidas.
—Sabía que podía contar contigo —le agradeció.
Jessica bebió un sorbo corto de su tila y luego dejó el
recipiente de nuevo sobre la mesa.
—Tú dirás.
—Necesito desaparecer un tiempo.
Robert frunció el ceño, extrañado.
—¿Por qué?
—Asuntos personales —mintió—solo serán un par o tres de
meses...
—¿Y a dónde irás?
—Aún no lo tengo decidido.
Él no quería ser grosero, ni impertinente, sin embargo
necesitaba tener alguna información algo más detallada de los motivos por los
que tenía decidido desaparecer en los próximos meses.
—¿Tienes problemas económicos?
—No.
—¿Algún novio chiflado? ¿Ese tal Gabriel? —instó.
—¡Por Dios! —se rió.
—Entonces, ¿estás embarazada?
Ella abrió los ojos como platos, Robert sabía de buen grado
que ella no podía tener más hijos, tras practicarle una cesárea de urgencias,
sus ovarios quedaron completamente inactivos.
—Robert... me sorprendes... —protestó.
—Lo siento —se excusó frotándose la cara, luego cogió la
taza de té y se la volvió a ofrecer— Debes tomártelo mientras aún siga
caliente.
Jessica bebió un sorbo más y sujetando con ambas manos la
taza, prosiguió mirándole fijamente.
—Estoy enferma.
Robert no comprendía sus palabras. ¿Enferma? ¿Por ese
motivo tenía que desaparecer? Él se removió incómodo en la silla algo inquieto.
—¿Cómo de enferma? —insistió quitándole la taza de las
manos y dejándola de nuevo sobre la mesa.
—Muy enferma.
Él acercó más su silla hasta rozar sus rodillas con las de
ella. Luego colocó las manos sobre sus piernas y comenzó a frotarlas con
suavidad.
—¿Tendrá cura no? —su voz entrecortada comenzaba a perder
intensidad.
Jessica colocó sus manos sobre las de él y luego negó con
la cabeza.
—Necesito un donante de médula ósea que sea compatible.
—Pero eso es... —murmuró haciendo una mueca horrorizado.
—Imposible, lo sé.
Los ojos de él prácticamente se le salieron de sus órbitas,
brillantes y temerosos al ver el pánico reflejado en los de ella. Después se
levantó de la silla de un salto e inquieto comenzó a recorrer el despacho de
lado a lado. Luego se acercó al enorme ventanal y miró a través de este la
ciudad de Manhattan. Entornó con ojos llenos de furia y se giró propinando un
fuerte puñetazo a uno de los dos armarios que había junto al cuadro de “
El
Beso” de Gustav Klimt
.
Él maldijo en voz alta, una y otra vez y no por el dolor
causado en los nudillos tras el fuerte golpe, sino por el sentimiento de
impotencia frente a aquella maldita realidad. Jessica corrió a su lado.
—¿Te has vuelto loco? —le preguntó cogiéndole de la mano
para cerciorarse que no se hubiese fracturado ningún hueso.
Robert estaba fuera de sí, encolerizado. Y temblando, le
confesó:
—Jessica, no me hago a la idea de perderte —le dijo
levantando su barbilla con la otra mano para mirarle directamente a los ojos—
Me niego a perderte otra vez...
Él se aclaró la garganta, el nudo que tenía le impedía
hablar correctamente.
—Para mí siempre has seguido siendo mi mujer... —le susurró
acercándose un poco más.
—Robert, no hagas eso...
Jessica contuvo el aliento y los labios de él rozaron
tímidamente los suyos, como una dulce y cálida caricia.
—Jamás dejé de quererte —le confesó con nostalgia.
Y entonces la besó, como si tuviese miedo de hacerle daño,
inseguro y muy lentamente. Jessica notó como una fugaz y tímida lágrima se
deslizaba por su mejilla y justo cuando iba a separarse de sus labios, la
puerta del despacho se abrió de par en par. Ambos se giraron de golpe y tras
escuchar un fuerte portazo, Jessica pudo ver a través de la ventana de
cristales tintados a una figura alejarse a grandes zancadas en dirección a
recepción.
Dejó a Robert a un lado y se acercó hacia la puerta.
Maldijo entre dientes, temiendo que él hubiese visto como la besaba.
Corrió tras él a lo largo de todo el pasillo.
—¡Gabriel! —exclamó jadeando tras la persecución.
Él se volvió hacia ella.
—No es lo que parece.
—No tienes porqué darme explicaciones, ya me conoces y
sabes cómo pienso —le dijo con una media sonrisa en los labios aunque con un
inevitable deje de decepción en su voz ronca— Eres libre de estar con quien te
plazca... Ese era tu lema, si mal no recuerdo.
Gabriel quiso girarse para marcharse y concluir aquella
conversación, pero ella le detuvo cogiéndole con fuerza del brazo.
—Te equivocas —le aseguró.
Gabriel volvió a sonreír con aire de tristeza en su mirada.
—Tienes razón soy yo el que se equivoca —retomó aire con
fuerza— Porque en esta historia el único estúpido que ha seguido creyendo en el
amor he sido yo. Estaba convencido de que sí me querías. Ahora sé que no es
verdad.
Jessica abrió la boca para contestarle, pero no lo hizo.
Gabriel por el contrario, le volvió a mirar unos segundos y luego agachó la
cabeza guardando las manos en los bolsillos y marchándose hacia las escaleras.