Authors: Lauren Kate
Amabilidad, decidió ella, aunque sabía que se estaba comportando como una romántica desesperada. Pero Daniel parecía tan perspicaz que debía de estar sintiendo como mínimo una pequeña parte de lo que Luce sentía. No solo en lo que se refería a la atracción, a la necesidad de estar cerca de él cuando todos los demás le decían que se apartara, sino a esa sensación tan vivida de que se conocían —y mucho— de algo.
Daniel abrió los ojos de golpe y sonrió, con la misma sonrisa que lucía en la foto de su ficha. Luce experimentó un déjà vu tan intenso que también tuvo que tenderse.
—¿Qué? —preguntó él, nervioso.
—Nada.
—Luce.
—No puedo quitármelo de la cabeza —dijo, poniéndose de lado para estar frente a él. Todavía no se sentía lo bastante tranquila para poder incorporarse—. La sensación de que ya te conozco. Que te conozco desde hace tiempo.
El agua chocaba contra las rocas y salpicaba los pies de Luce, que colgaban al borde de la roca. Estaba fría, y le puso la carne de gallina en las pantorrillas. Entonces, Daniel le preguntó:
—¿No hemos hablado ya de esto? —Su tono de voz había cambiado, como si se lo tomara a broma. Hablaba como uno de los chicos de Dover: ufano, eternamente aburrido, engreído—. Me halaga que pienses que tenemos esa conexión, de verdad. Pero no tienes por qué inventar no sé qué historia olvidada para que un chico te preste atención.
No... ¿de verdad pensaba que le contaba todo aquello de la sensación extraña solo para acercarse a él? Apretó los dientes, avergonzada.
—¿Por qué iba a inventármelo? —preguntó, entornando los ojos por el sol.
—Dímelo tú —dijo Daniel—. No, mejor no me lo digas. No serviría de nada. —Suspiró—. Mira, tenía que haberte dicho esto antes, cuando empecé a ver las señales.
Luce se incorporó. El corazón le iba a mil por hora. Daniel también había visto las señales.
—Sé que antes te di calabazas en el gimnasio —dijo, sopesando las palabras, y Luce se acercó instintivamente, como si así las palabras fueran a salir más rápido—. Tenía que haberte dicho la verdad.
Luce esperó.
—Salí un poco escaldado la última vez que estuve con una chica. —Introdujo la mano en el agua, cogió una hoja de nenúfar y la fue desmenuzando—. Alguien a quien quería de verdad, no hace mucho. No es nada personal, no pretendo ignorarte. —La miró, y un rayo de sol atravesó una gota de agua que tenía en el cabello, haciéndola relucir—. Pero tampoco quiero que te hagas ilusiones. Al menos por ahora, no estoy interesado en salir con nadie.
Oh.
Ella miró hacia otra parte, hacia el agua quieta y azul donde solo unos minutos antes habían estado riéndose y jugando. En el lago ya no había más señales de aquella felicidad. Tampoco en la cara de Daniel.
Bueno, Luce también había salido escaldada. Quizá, si le contaba lo de Trevor y lo horrible que había sido todo, él le revelaría algo de su pasado. Pero enseguida supo que no soportaría oírle hablar sobre su pasado con otra chica. La imagen de Daniel con otra —Gabbe, Molly, un montaje de caras sonrientes, ojos grandes y larga melena—bastaba para que le entraran náuseas.
Su historia con final triste debería haberlo justificado todo. Pero no lo hizo. Desde el principio, Daniel se había comportado de un modo muy raro con ella. Le hizo aquel gesto obsceno con el dedo el primer día, antes de que los hubieran presentado, y luego la protegió de la estatua en el cementerio al siguiente. Y, por último, la había llevado al lago, a solas. Se habían cruzado demasiadas veces.
Daniel había bajado un poco la cabeza, pero la miraba fijamente.
—¿No te convence la respuesta? —le preguntó, casi como si supiera lo que ella estaba pensando.
—Todavía creo que hay algo que no me cuentas —dijo.
Luce sabía que todo eso no podía explicarse por una mala ruptura, pues a ella también le habían roto el corazón. Era una experta en la materia.
Daniel le daba la espalda, estaba mirando en dirección al sendero que habían tomado para llegar al lago. Al cabo de unos instantes, se rió con amargura.
—Claro que hay cosas que no te cuento. Apenas te conozco. No entiendo muy bien por qué piensas que te debo algo.
Se puso de pie.
—¿Adónde vas?
—Tengo que volver.
—No te vayas —le susurró, pero él no pareció oírla.
Se le aceleró el corazón cuando vio a Daniel zambulléndose en el agua.
Salió a la superficie bastante lejos y empezó a nadar hacia la orilla.
Se volvió hacia ella una vez, a medio camino, y se despidió definitivamente con la mano.
Cuando arqueó los brazos sobre la cabeza para hacer una brazada perfecta de estilo mariposa, a Luce se le hinchó el corazón. Aunque se sentía muy vacía por dentro, no podía evitar admirarlo. Tan limpio, tan natural, que apenas parecía que estuviera nadando.
En un abrir y cerrar de ojos ya había llegado a la orilla, de modo que la distancia entre ellos resultaba mucho más corta de lo que le parecía a ella. Parecía tan relajado mientras nadaba, pero era imposible que hubiera alcanzado la otra orilla tan rápido sin haber nadado cortando el agua.
¿Por qué tenía tanta prisa en alejarse? Observó —con una confusa mezcla de vergüenza y —por qué no reconocerlo—de deseo a Daniel cuando se puso de pie en la otra orilla. La luz del sol entre los árboles resaltaba su silueta y la hacía tan resplandeciente que Luce tuvo que entrecerrar los ojos.
Se preguntó si el pelotazo le habría afectado a la vista, o si lo que estaba viendo era un espejismo, un efecto óptico de la luz a última hora de la tarde.
Se levantó para ver mejor.
Él solo estaba sacudiéndose el agua del pelo, pero una pátina de gotitas parecía flotar a su alrededor, desafiando a la gravedad por encima de sus brazos.
La forma en que el agua brillaba por efecto de la luz del sol creaba la ilusión de que Daniel tenía alas.
Estado de inocencia
E
l lunes por la tarde, la señorita Sophia, de pie tras la cátedra del aula más grande del Agustine, intentaba hacer sombras chinescas. Había organizado una sesión de estudio de última hora para los alumnos de su clase de Religión antes del examen parcial del día siguiente y, puesto que Luce ya se había perdido un mes entero de las clases, pensó que tendría que ponerse al día en muchas cosas.
Ello explicaba que fuera la única que cuando menos fingía que tomaba apuntes. Los demás estudiantes ni siquiera se dieron cuenta de que el sol de la tarde que entraba por las estrechas ventanas del lado oeste estaba echando a perder aquel escenario de sombras casero. Y Luce no quería evidenciar que estaba prestando atención levantándose para bajar las persianas. Cuando el sol empezó a calentarle la nuca, se sorprendió al comprobar cuánto tiempo llevaba sentada en aquella clase. Había visto resplandecer el sol matinal, como si se tratara de una melena alrededor del escaso cabello del señor Cole durante la clase de Historia Mundial. Había sufrido el calor sofocante de media tarde durante la clase de Biología con la Albatros. Y ahora estaba a punto de anochecer. El sol había cruzado el colegio de lado a lado, y Luce apenas se había levantado del pupitre. Sentía el cuerpo tan rígido como la silla metálica sobre laque se hallaba sentada, y su mente estaba tan embotada como su lápiz, que casi se había gastado de tanto tomar apuntes.
¿A qué venía lo de las sombras chinescas? ¿Acaso ella y los demás alumnos tenían cinco años?
Pero Luce se sentía culpable. Entre todos los profesores, la señorita Sophia era la más agradable con diferencia, e incluso no hacía mucho la había llamado aparte para interesarse por cómo iba el trabajo del árbol genealógico de Luce. Tuvo que fingir una gratitud sin límite cuando durante una hora le volvió a explicar con detenimiento cómo funcionaba la base de datos. Se sentía un poco avergonzada, pero era mucho mejor hacerse la tonta que tener que admitir que había estado demasiado obsesionada con cierto compañero para dedicarse a su investigación.
En ese momento la señorita Sophia, con su vestido negro de crespón, unía elegantemente sus pulgares al tiempo que levantaba las manos en el aire para preparar la siguiente postura. Fuera, una nube cubrió el sol. Luce volvió a prestar atención cuando se dio cuenta de que de repente había una sombra real y visible en la pared, detrás de la señorita Sophia.
—Como recordaréis de haber leído en
El paraíso perdido
el año pasado, cuando Dios dio a los ángeles voluntad propia —dijo la señorita Sophia a través del micrófono que llevaba en la solapa de color marfil, mientras batía sus finos dedos como si fueran alas de ángel perfectas—, hubo uno que traspasó los límites. —La señorita Sophia bajó la voz con dramatismo, y Luce observó cómo retorcía los dedos a fin de que las alas de ángel se transformasen en los cuernos del demonio.
Detrás de Luce, alguien murmuró:
—Pero si nos lo han explicado miles de veces ...
Desde el momento que la señorita Sophia había empezado la clase, no hubo palabra que dijera que no suscitara comentarios entre los alumnos. Quizá era porque Luce no había tenido una educación religiosa como los demás, o quizá porque lo lamentaba por la señorita Sophia, pero cada vez sentía unas ganas más incontrolables de volverse y acallar a los charlatanes.
Estaba irritada, cansada y hambrienta. En lugar de ir con los de más a comer, habían informado a los veinte alumnos que estaban en la clase de Religión de la señorita Sophia de que, si iban a la sesión de estudio «opcional» —un adjetivo equívoco, la previno Penn—, les servirían la comida en la misma aula donde daban la clase, para ganar tiempo.
La comida —que no fue la del mediodía, ni siquiera el almuerzo, sino un tentempié genérico a última hora de la tarde—supuso una experiencia extraña para Luce, pues lo pasaba bastante mal para encontrar algo de comer en la cafetería, donde lo único que se consideraba alimento era la carne. Randy había pasado con el carrito lleno de deprimentes sándwiches y unas jarras de agua tibia.
Todos los sándwiches contenían misteriosos trozos fríos de algo indefinido con mayonesa y queso, y Luce había observado con envidia a Penn, que se comía uno tras otro y dejaba las cortezas con la marca de sus dientes. Luce se estaba ocupando de «desboloñesar» un sándwich cuando Cam se asomó por encima de su hombro. Abrió la mano y le enseñó unos higos frescos. La piel de vibrante color púrpura les daba el aspecto de piedras preciosas.
—¿Qué es esto ? —preguntó Luce sonriendo.
—No vas a vivir de pan y agua, ¿no? —respondió.
—No los comas.
Era Gabbe, quien de inmediato le cogió los higos de la mano y los tiró a la basura. De nuevo había interrumpido una conversación privada; reemplazó los higos por un puñado de M&M's que había comprado en la máquina. Llevaba una cinta en el pelo con los colores del arco iris. Luce se imaginó a sí misma arrancándosela y tirándola a la basura.
—Tiene razón —dijo Arriane, que fulminó a Cam con la mirada—. ¿Quién sabe qué drogas puede haberles metido ?
Luce se rió, porque supuso que Arriane estaba de broma, pero al ver que nadie más sonreía se calló de golpe y se guardó los M&M's en el bolsillo, justo en el momento en que la señorita Sophia les pedía que se sentaran.
Después de lo que le parecieron un montón de horas, todavía permanecían atrapados en el aula, y la señorita Sophía solo había explicado desde el principio de la Creación hasta la Guerra en el Cielo. Ni siquiera habían llegado a Adán y Eva. El estómago de Luce empezó a protestar con rugidos.
—¿Y alguien sabe quién fue el ángel malvado que se enfrentó a Dios?—preguntó la señorita Sophia, como si le estuviera leyendo un cuento a un grupo de niños en la biblioteca.
Luce casi esperaba que la clase le respondiera a coro con un infantil « Sí, señorita Sophia ».
—¿Nadie lo sabe ?
—¡Roland! —dijo Arriane con un grito ahogado.
—Exacto —respondió la señorita Sophia, asintiendo con aire angelical. Era un poco dura de oído—. Ahora lo llamamos Satán, pero en el pasado actuó bajo muchos nombres distintos: Mefistófeles, Belial e incluso, para algunos, Lucifer.
Molly, que había estado sentada delante de Luce meciéndose con la silla y dando golpecitos al pupitre de Luce durante la última hora con la única intención de volverla loca, al instante le pasó un papelito a Luce.
Luce... Lucifer... ¿No tienen algo que ver?
Su caligrafía era siniestra, impulsiva y frenética. Luce vio cómo sus pómulos se levantaban para componer una sonrisa sarcástica. En un momento de debilidad agudizada por el hambre, Luce, furiosa, empezó a garabatearle una respuesta: que la habían llamado así por Lucinda Williams, la mejor cantautora viva, en cuyo concierto (que casi cancelan por la lluvia) se conocieron sus padres. Y que después de resbalar con un vaso de plástico y desplomarse en los brazos de su padre, su madre ya no se había separado de ellos en los siguientes veinte años; su nombre tenía un significado y era romántico, ¿qué tenía que decir al respecto la bocazas de Molly? Y además, en todo caso, si en el colegio había alguien que se parecía a Satán, ese alguien no era quien había recibido la nota, sino quien la había escrito.
Los ojos de Luce perforaron la parte trasera del nuevo peinado pelirrojo de duendecillo de Molly. Luce estaba a punto de arrojarle el papel doblado para vérselas con ella si era necesario cuando la señorita Sophia le llamó la atención con nuevas figuras de sombras.
Alzó las manos sobre la cabeza, ahuecándolas, con las palmas hacia arriba. Al bajarlas, como por arte de magia, las sombras de sus dedos en la pared parecían piernas y brazos sacudiéndose, como los de alguien que hubiera saltado de un puente o de un edificio. La visión era tan impactante, tan oscura y a la vez tan bien conseguida que desconcertó a Luce. No podía dejar de mirarla.—Durante nueve días y nueve noches —dijo la señorita Sophia—, Satán y sus ángeles cayeron sin parar del cielo. Aquellas palabras le recordaron algo a Luce. Miró dos filas más allá, donde estaba Daniel, que le sostuvo la mirada medio segundo antes de hundir la cabeza en su cuaderno. Pero aquella mirada efímera había sido suficiente y, de golpe, le vino todo a la cabeza: el sueño que había tenido la noche anterior.
Había sido una recreación de lo que ocurrió entre Daniel y ella en el lago. Pero en el sueño, cuando Daniel decía adiós y se zambullía en el agua, Luce tenía el valor de ir tras él. El agua estaba caliente, tan agradable que ni siquiera se sentía mojada, y había bancos de peces violetas pululando a su alrededor. Nadaba todo lo rápido que podía, y al principio pensaba que los peces la empujaban hacia Daniel, a la orilla, pero pronto la masa de peces se oscurecía y le tapaba la vista, y dejaba de ver a Daniel. Los peces se volvían sombríos y adquirían un aspecto malvado, y se acercaban cada vez más hasta que ella no podía ver nada, y sentía que se hundía, que las profundidades arenosas del lago se la tragaban. Lo que la aterraba no era no poder respirar, sino no poder salir nunca más a la superficie. Perder a Daniel para siempre.