Authors: Lauren Kate
Cuando Daniel se colocó la comba detrás de los tobillos para saltar, Luce se sintió invadida por una oleada de
déjà vu
. No era exactamente que hubiera visto a Daniel saltar a la comba antes, sino más bien que la postura que había adoptado le resultaba muy familiar. Estaba con los pies separados, las rodillas abiertas y los hombros hacia delante mientras tomaba aire. Luce casi habría podido dibujarlo. Solo cuando Daniel empezó a girar la cuerda, Luce logró salir de aquella ensoñación... para entrar en otra. Nunca había visto a nadie moverse así, era casi como si estuviera volando. La comba daba vueltas tan deprisa alrededor de su alta figura que desaparecía, y Luce llegó a preguntarse si sus pies —estrechos y gráciles—, tocaban el suelo. Se movía con tanta rapidez que ni si quiera él podía llegar a contar los saltos.
Un grito agudo seguido de un sonido sordo al otro lado de la sala de pesas desvió la atención de Luce. Todd estaba hecho un ovillo al pie de una de las cuerdas con nudos que llegaban al techo. Por un momento, sintió pena por Todd, que se estaba mirando las manos ampolladas, pero, antes de que pudiera volver a mirar a Daniel para ver si se había dado cuenta, Luce tembló al sentir que algo negro y frío le rozaba y le recorría la piel, al principio poco a poco, una sombra helada, tenebrosa y de límites indiscernibles. Entonces, de repente, se estrelló contra su cuerpo y la hizo retroceder. La puerta que daba a la sala de pesas se cerró de un portazo y Luce se quedó sola enel pasillo.
—¡Ah! —gritó, no porque le hubiese dolido exactamente, sino porque hasta entonces las sombras nunca la habían tocado. Se miró los brazos: hacía solo unos instantes juraría haber sentido que unas manos la agarraban y la sacaban del gimnasio.
No, eso era imposible... habría dado un traspié por culpa de alguna corriente de aire. Inquieta, se acercó a la puerta cerrada y miró a través del pequeño rectángulo de cristal.
Daniel estaba mirando a su alrededor, como si hubiera oído algo, pero Luce estaba segura de que no sabía que se trataba de ella, porque no tenía el ceño fruncido.
Pensó en la sugerencia de Roland, en preguntarle a Daniel directamente qué pasaba, pero enseguida desechó esa opción. Era imposible preguntarle nada a Daniel sin exponerse de nuevo a aquel ceño fruncido.
Además, cualquier pregunta que hiciera sería inútil, pues la noche anterior ya había oído todo lo que tenía que oír. Solo una especie de masoquista sería capaz de pedirle que admitiera que estaba con Gabbe, así que decidió volver al vestuario, y entonces se dio cuenta de que no podía.
La llave.
Se le debió de caer de las manos cuando se tambaleó al salir de la sala. Se puso de puntillas para mirar hacia abajo a través del pequeño panel de cristal de la puerta. Allí estaba, su metedura de pata de color bronce, en la estera azul y acolchada. ¿Cómo había llegado tan lejos, a solo unos pocos pasos de donde Daniel estaba haciendo ejercicio? Luce suspiró y empujó la puerta para abrirla, porque pensó que, si tenía que entrar, lo mejor era hacerlo rápido.
Cuando cogía la llave, le echó un último vistazo a Daniel. Iba ralentizando el ritmo, pero sus pies seguían casi sin tocar el suelo. Y tras dar un último salto ligero como una pluma, se detuvo y se volvió para mirarla.
Al principio no dijo nada. Ella se sonrojó, y lamentó llevar un traje de baño tan horrible.
—Hola —fue todo cuanto pudo decir.
—Hola —le respondió, en un tono de voz mucho más calmado. Tras lo cual, señalando su traje de baño, le preguntó—: ¿Has ganado?
Luce esbozó una sonrisa triste y resignada, y negó con la cabeza.
—Ni de lejos.
Daniel frunció la boca.
—Pero si siempre has sido...
—Siempre he sido... ¿qué?
—Quiero decir que tienes pinta de ser una buena nadadora. —Se encogió de hombros—. Eso es todo.
Ella se acercó a él, estaba a un paso. Las gotas de agua de su cabello caían en la colchoneta como si fueran gotas de lluvia.
—Eso no es lo que ibas a decir —insistió—. Has dicho que yo siempre...
Daniel se entretuvo enrollándose la comba en la muñeca.
—Sí, ya, pero no me refería a ti en particular, quería decir en general. Se supone que siempre te dejan ganar la primera carrera. Un código de honor no escrito entre los veteranos.
—Pero Gabbe tampoco ha ganado —insistió Luce cruzándose de brazos—. Y ella es nueva, pero ni siquiera se ha metido en la piscina.
—No es que sea exactamente nueva, ha vuelto después de estar un tiempo... fuera. —Daniel se encogió de hombros, sin dejar vislumbrar sus sentimientos hacia Gabbe. Su obvio intento de mostrarse indiferente hizo que Luce se pusiera aún más celos. Observó cómo acababa de enrollar la comba; movía las manos casi tan rápido como los pies. Y en ese momento ella sintió que tenía frío, y que estaba sola y que era torpe, y que no contaba para nada ni para nadie. Le empezó a temblar el labio.
»Oh, Lucinda —susurró Daniel exhalando un profundo suspiro.
Todo el cuerpo de Luce entró en calor de golpe. Aquella voz era tan cercana y familiar.
Quería que dijera de nuevo su nombre, pero él le había dado la espalda. Colgó la comba en un gancho que había en la pared.
—Debería cambiarme antes de clase.
Ella lo cogió del brazo.
—Espera.
Él apartó el brazo de un tirón, como si le hubieran dado una descarga, y Luce también lo sintió, pero era un tipo de descarga que la hacía sentir bien.
—¿Alguna vez sientes...? —Lo miró a los ojos. De cerca pudo ver cuán inusuales eran. De lejos parecían grises, pero de cerca podían apreciarse motas violetas. Conocía a alguien más con unos ojos así...—. Juraría que nos hemos visto antes. ¿Crees que estoy loca?
—¿Loca? ¿No es por eso por lo que estás aquí? —preguntó con desdén.
—Hablo en serio.
—Yo también. —Su rostro no mostraba ninguna expresión—. Y, por si no lo sabías —señaló a la cámara que colgaba del techo—, las rojas controlan a las acosadoras.
—No te estoy acosando. —Se puso rígida, muy consciente de la distancia que los separaba—. ¿Puedes decir, sinceramente, que no tienes ni idea de qué estoy hablando?
Daniel se encogió de hombros.
—No te creo —insistió Luce—. Mírame a los ojos y dime que me equivoco, que hasta esta semana no nos habíamos visto nunca.
Se le aceleró el corazón cuando Daniel se acercó a ella y le puso las manos en los hombros. Sus pulgares encajaban perfectamente en los huecos de sus clavículas, y al sentir la calidez de su tacto, Luce quiso cerrar los ojos... pero no lo hizo. Observó cómo Daniel inclinó la cabeza hasta que sus narices casi se tocaron. Podía sentir su respiración en la cara y podía oler el toque dulzón que desprendía su piel.
Él hizo lo que ella le había pedido. La miró a los ojos y le dijo, muy lenta y claramente, para que sus palabras no dieran lugar a equívocos:
—Hasta esta semana, no me has visto jamás.
Nuevos descubrimientos
—
Y
ahora, ¿adónde vas? —le preguntó Cam, bajándose las gafas de sol de montura de plástico rojo.
Había aparecido en la entrada del Agustine tan de repente que Luce casi se chocó con él. O quizá ya estaba allí y ella no se había dado cuenta por la prisa que tenía en llegar a clase. Fuera como fuera, se le aceleró el corazón y empezaron a sudarle las manos.
—Eh... ¿a clase? —respondió Luce, porque, ¿adónde parecía que podía ir si no? Iba cargada con los pesados libros de Cálculo y el trabajo inacabado de Religión.
Aquel podía ser un buen momento para disculparse por haberse esfumado el día anterior, pero ya llegaba muy tarde. En las duchas del vestuario no había agua caliente, así que había tenido que volver a la residencia. De algún modo, lo ocurrido después de la fiesta ya no le parecía importante. No quería prestarle más atención al hecho de haberse marchado, sobre todo ahora que Daniel la había hecho sentir tan patética. Tampoco quería que Cam pensase que era una maleducada. Solo quería esquivar a Cam de alguna forma y estar sola, para dejar atrás la cadena de situaciones vergonzosas de esa mañana.
Solo que... cuanto más la miraba Cam, menos prisa tenía por irse. Y el rechazo de Daniel parecía herir menos su orgullo. ¿Cómo podía conseguir todo eso una sola mirada de Cam?
Cam, con su piel clara y el cabello negro azabache, era distinto de cualquier otro chico que hubiera conocido. Emanaba confianza en sí mismo, y no solo porque conociera a todo el mundo —y supiera cómo conseguir cualquier cosa— antes de que Luce ni averiguara siquiera dónde estaban sus clases. En ese momento, de pie fuera del edifico gris y monótono, Cam tenía el aspecto de una fotografía artística en blanco y negro con matices rojos en Technicolor.
—Así que a clase, ¿eh? —le dijo Cam bostezando de manera grotesca. Estaba bloqueando la entrada, y un divertido mohín en su boca despertó en Luce la curiosidad de querer saber qué estaba tramando. Llevaba una bolsa de lona colgada del hombro y una taza desechable de café exprés en la mano. Paró la música del iPod, pero se dejó los auriculares colgando alrededor del cuello. Una parte de Luce quería saber qué canción había estado escuchando y dónde había conseguido aquel café exprés de contrabando. La juguetona sonrisa que le pareció entrever en sus ojos verdes la animó a preguntárselo directamente.
Cam tomó un sorbo del café espumoso, levantó el dedo índice y dijo:
—Déjame compartir contigo mi lema sobre las clases de Espada & Cruz: más vale nunca que tarde.
Luce rió, y entonces Cam se subió las gafas de sol. Los cristales eran tan oscuros que ocultaban sus ojos por completo.
—Además —dijo dirigiéndole una sonrisa que formaba un arco blanco—, es casi la hora del almuerzo y tengo picnic.
¿Almuerzo? Pero si Luce ni siquiera había desayunado. Aunque le sonaban las tripas, y la mera idea de que el señor Cole la reprendiese por haberse perdido toda la clase excepto los últimos veinte minutos le resultaba cada vez menos tentador.
Hizo un gesto con la cabeza señalando la bolsa.
—¿Hay suficiente para dos?
Cam le pasó el brazo por los hombros y recorrieron el reformatorio, pasando por delante de la biblioteca y de la sombría residencia. Al llegar a la cancela metálica del cementerio, se detuvo.
—Sé que este lugar te parecerá un poco extraño para hacer un picnic —le explicó—, pero es el mejor sitio para que no nos molesten durante un rato, al menos dentro del recinto del colegio. A veces parece que me falte el aire allí dentro.
Hizo un gesto señalando el edifico, y Luce comprendió perfectamente aquella sensación. Allí se sentía reprimida y expuesta al mismo tiempo. Pero Cam parecía ser la última persona que pudiera experimentar el síndrome del estudiante nuevo. Era tan... sereno. Después de la fiesta del día anterior, y en ese momento, con el café exprés en la mano, nunca habría imaginado que él también se sentía tan oprimido. O que la escogería a ella para compartir sus sentimientos.
Tras él se alzaba la otra parte del destartalado reformatorio. Desde allí no había mucha diferencia entre lo que había a un lado y al otro de la cancela del cementerio.
Luce se dejó llevar.
—Prométeme que me salvarás de cualquier estatua que se venga abajo.
—No —respondió Cam con una seriedad que borró por completo el tono jocoso de las palabras de Luce—. Eso no volverá a ocurrir.
Luce miró hacia el lugar donde, solo unos días antes, Daniel y ella habían estado a punto de acabar en el cementerio definitivamente. Pero el ángel de mármol que se había caído ya no estaba, y el pedestal estaba vacío.
—Venga —dijo Cam, arrastrándola consigo. Esquivaron franjas de malas hierbas, y Cam se volvía a menudo para ayudarla a rebasar montículos de porquería desenterrada de dudosa procedencia.
En un momento dado, Luce estuvo a punto de perder el equilibrio y se sujetó a una de las lápidas para no caerse. Era un bloque grande y pulido con un lado rugoso e inacabado.
—Siempre me ha gustado esta —dijo Cam, haciendo un gesto hacia la lápida rosácea en la que Luce estaba apoyada. Luce se dio la vuelta y observó la inscripción.
—«Jospeh Miley» —leyó en voz alta—, «1821—1865. Sirvió con valor en la Guerra de la Agresión del Norte. Sobrevivió a tres balas y a cinco caballos, antes de encontrar la paz final».
Luce hizo crujir sus dedos. ¿Quizá a Cam solo le gustaba porque era la única lápida rosada entre todas las grises? ¿O porque tenía unas espirales que formaban una especie de cresta en la parte superior? Lo miró enarcando una ceja.
—Sí, lo sé —dijo Cam sin darle mucha importancia—. Me gusta que la lápida explique cómo murió. Es honesto, ¿no crees? Normalmente, la gente no quiere entrar en detalles.
Luce apartó la mirada. Sabía muy bien a qué se refería Cam, porque recordaba el inescrutable epitafio de la lápida de Trevor.
—Piensa en lo interesante que resultaría que en este lugar estuviera escrito por qué murió cada uno. —Señaló una tumba pequeña un poco más allá de la de Joseph Miley—. ¿Cómo crees que murió ella?
—Hummm... ¿Fiebre escarlata? —intentó adivinar Luce.
Resiguió las fechas con los dedos. Cuando murió, esa chica era más joven que Luce. Luce no quería darle muchas vueltas a cómo podría haber ocurrido.
Cam inclinó la cabeza, pensativo.
—Quizá —dijo—. O eso o un misterioso incendio en el granero mientras la joven Betsy se estaba echando una inocente siestecita con el vecino.
Luce empezó a fingir que se había ofendido, pero, por el contrario, la cara expectante de Cam la hizo reír. Hacía mucho tiempo que no pasaba un buen rato con un chico y, aunque sin duda aquel lugar resultaba un poco más macabro que el cine al aire libre donde solía coquetear, también lo eran los estudiantes de Espada & Cruz, de cuyo grupo ahora, para bien o para mal, Luce formaba parte.
Siguió a Cam hasta la parte más baja del cementerio, donde se hallaban las tumbas más ornamentadas y los mausoleos. Las lápidas parecían estar mirándolos desde lo alto de la pendiente, como si Luce y Cam fueran actores en un anfiteatro. El sol de mediodía relucía con un color anaranjado a través de las hojas de un roble gigante, y Luce se colocó la mano a modo de visera. Era el día más caluroso que habían tenido en toda la semana.
—Y mira a este tío —dijo Cam señalando una tumba enorme que tenía columnas corintias—. Un auténtico prófugo. Quedó sepultado cuando cedió una de las vigas de un sótano. Así que ya sabes: nunca te escondas en plena redada de confederados.