Authors: Ana María Matute
Pero algo conmovió mucho más a la Reina Ardid que el nacimiento de su nieto. Y esto fue que, estando ella junto a Gudulín y Contrahecho, mientras Gudulina espiaba pisadas o rumores que la avisaran del regreso de Gudú, y el anciano Hechicero dormitaba, un conocido martilleo retumbó en el hueco de la chimenea. Sólo Ardid pudo oírlo, es cierto, pero tal fue su sobresalto que no pudo dominarse y, saltando de la silla, se aproximó a la apagada chimenea. Con la mano en el corazón, arreboladas las mejillas, aguardó, aguardó... hasta que, al fin, una roja cabeza se hizo visible en el hueco negro. Entonces, Ardid notó que las lágrimas empañaban sus ojos. Se arrodilló junto al hogar y permaneció así, quieta, muda, dejando que las lágrimas resbalaran por su mejillas, y sin atinar a decir nada. Una niña descalza corría de nuevo entre los viñedos, una vengativa e ¡nocente criatura que no había muerto, pero... Y cuando, al fin, apareció el Trasgo, fue como si su ausencia no hubiera tenido lugar, como si el día o la noche anterior hubiera participado de la ya desaparecida camarilla íntima. Dio un raro volatín en el aire y dijo, con severidad que no ocultaba su recóndita alegría:
—¿Ves cómo lo encontré? ¡Sí, querida niña!, no vuelvas a jugarme una mala pasada, porque no sé si caería en la tentación de convertirte en sapo... ¿Cómo pudiste creer que no lo encontraría? Sabes que me gusta el vino y que no quiero que desaparezca de mi vista. Así que guarda tus bromas para el pobre viejo que ahí dormita, y no vuelvas a esconderme al Príncipe Gudú, si no quieres que me enfade de verdad.
Así diciendo, tomó la jarra y bebió hasta la última gota. Sentóse luego al borde de la cuna y contempló a Gudulín. «Cree que es mi hijito -comprendió Ardid, que sentía doblarse su corazón bajo un peso grande y dulce a un tiempo-. Cree que es mi Príncipe Gudú...» Y sin cuidarse de ocultar sus lágrimas, sin decir nada, sonrió tiernamente al Trasgo.
A poco, vio cómo Contrahecho se dirigía al Trasgo con gran naturalidad, diciendo:
—¿Sabes, Trasgo?, soy el juguete del Príncipe.
—Me parece bien -respondió el aludido-. Eres un hermoso juguete y una hermosa criatura.
Y así, conversaron largamente y de forma apacible. Hasta que el anciano Hechicero despertó.
—¡Oh, Trasgo querido! -dijo-, ¿por qué nos has hecho esto? ¿Por qué nos has castigado con tu ausencia?
—Si te refieres a que he descubierto el escondite, no sé cómo pudiste dudarlo. -El Trasgo rió ácidamente-. Estás viejo, no cabe duda.
Ardid puso un dedo sobre sus labios reclamando silencio, y el anciano, comprendiendo, movió la cabeza. Sólo Gudulina no se enteró de nada: pues únicamente deseaba y soñaba ver aparecer a su amado, lejano y olvidadizo esposo, el Rey Gudú.
Desde aquel día, el Trasgo acudió de nuevo puntualmente a la cámara de la Reina. Al tiempo que el calor avanzaba y que el cielo se hacía más y más brillante, Ardid sentía despertar en su corazón -de forma antes no conocida, muy suave, y tal vez, ahogadamente- que la vida podía ser aún, si no hermosa, al menos soportable. Y quizá reservaría para ella algún desconocido sueño incumplido.
Cierta mañana, se asomó a aquella ventana -ahora pertenecía a la cámara de Gudulina- que antaño fuera suya y de Tontina. Vio cómo la maleza y el descuido invadían el hermoso jardín. Se dijo entonces que, tal vez con esfuerzo y cuidado, acaso pudiera florecer de nuevo. A partir de aquel día dedicóse a ello con tal ahínco, que casi olvidó conversar con sus dos fieles ancianos, llenar de esperanza a Gudulina y cuidar del pequeño Contrahecho. Y todos pensaron que la Reina rejuvenecía.
Lo cierto es que, poco a poco, algunas flores -si bien no tan espléndidas, ni tan coloradas, ni de tan dulce aroma- brotaron nueva y tímidamente entre la maleza del jardín de Ardid. Incluso, de aquel oscuro montículo que parecía cenizas petrificadas y que en tiempos se llamó Árbol de los Juegos, nació un tallo: y día a día iba creciendo. Y acaso -a fuerza de cuidado y vigilancia; a fuerza de mucho amor- llegaría algún día a convertirse nuevamente en árbol.
4
Pero si la llegada del buen tiempo, y el nacimiento del joven Príncipe Gudulín, reanimaron los decaídos ánimos de Olar, no ocurrió otro tanto en el recinto cercado de los que, increíblemente, se mantenían aún en el interior del Desfiladero.
A partir del día en que se divisaron las tropas de Yahek y comprendieron su situación, lo que hasta entonces fuera confianza y esperanza -aunque sustentada sobre muy frágiles cimientos- decayó con igual rapidez como brotara el fuego de la rebeldía. Los primeros en abandonar tan soñadoras esperanzas fueron los Príncipes Gemelos. Y con ellos, los capitanes. Y tras los capitanes, los soldados. Y así, la sorpresa y el desánimo trocáronse en pánico, y el pánico en ira contra quien, hasta muy poco, fuera el más sólido puntal de sus marchitos sueños y esperanzas.
Así, nació una revuelta dentro de la misma revuelta. Encabezada por sus propios capitanes, los soldados volviéronse, por un lado, contra Bancio y Cancio, y por otro, contra el propio Lisio. Únicamente siguieron fieles a éste los que nunca antes tuvieron en su vida mejor cosa que aquella breve y efímera esperanza: los Desdichados de las minas. Enfrentáronse entonces ambos bandos, y si en un principio sólo con amenazas y duras increpaciones se agredían, llegaron a asumir tal cariz, que no era difícil suponer que tomando las armas llegarían a dirimir tan desventurada situación.
Prudente y previsor -tanto por las enseñanzas recibidas en la Corte Negra como por la dureza de su vida-, Lisio había tomado las mejores posiciones: en las bocas de las minas, donde se guardaban los escasos víveres y armas, y en los puntos mejor defendidos del Desfiladero. Así, tanto los Gemelos como los antiguos soldados de Gudú y hasta hacía poco guardianes de los insurrectos, aun siendo en número menores, también lo eran en defensas de todo tipo.
Al fin, su voz se dejó oír sobre las demás. Se aceptaron sus razones -si bien más por fuerza que por convencimiento-, y llegaron a un acuerdo: resistir. Y aunque tan descabellada era la idea como desesperada la situación, pensaban que, duchos como eran en la excavación de la tierra -aunque aquella destreza haría sonreír a los expectantes gnomos y a los curiosos trasgos-, podrían horadar un túnel que les condujese al exterior y, desde allí, subir a las colinas, y luego, atacar, como mejor supieran, y pudieran, al enemigo.
Si difícil y desesperada era semejante empresa, aún más difícil y desesperanzada la tornó la crudeza del invierno. Estaba el ánimo muy maltrecho, y desfallecidos todos los cuerpos y hundidos los corazones, cuando un hecho vino a destruir tan laboriosa, heroica, improbable y esperanzada resistencia.
Una vez más, Bancio y Cancio discutieron las escasas probabilidades que tenían de salir triunfantes de tan descabellado como esforzado intento. Así, tras sucesivas disputas, de las que ambos salieron bastante maltrechos, planearon la huida, aunque para ello debían primero hacerse con gran parte del fruto de la mina, de víveres y de cuanto les fuera de vitalidad. Fingieron el deseo de tomar parte en la excavación -y como, debido a la fatiga de los que horadaban, precisaban de ayuda-, les creyeron y aceptaron. Aunque maltrechos y hambrientos, ambos procedían de una vida más regalada -aunque ya lejana-, y aparecían más fuertes y robustos que el resto. Así, su oferta fue aceptada, y se les permitió penetrar en los pasadizos que sólo los -para su mal- expertos Desdichados eran capaces de recorrer con menos peligro. Así, ayudados por la habilidad que les caracterizaba, lograron extraer y apoderarse, si bien no tanto como deseaban, no de los víveres, que no llegaron a alcanzar, sino de algo que sus romas inteligencias inundadas de codicia deseaban mucho más: alguno de los preciosos tesoros que tanta riqueza proporcionaron al Rey loco de los Desfiladeros y a Gudú.
Entretanto, Gudú envió un emisario, ofreciendo perdón a los soldados desertores, si regresaban a sus filas.
El tiempo iba pasando lentamente; y pasaban también, y terminaban, los días, y con los días, los víveres. Más y más se racionaron, y más y más, los que horadaban en la mina, se aferraban al último jirón de esperanza. Pero primero los más débiles, luego los ancianos, el caso es que empezaron a morir: y a tal punto llegó la mortandad, que las manos de los excavadores debían repartirse entre el túnel y la fosa donde arrojaban los cadáveres.
Así, murió también Lure, y así, vio morir Lisio a otros muchos, incluidos soldados. Y, al fin, una epidemia se propagó entre ellos, hasta que, desesperados, cesaron en su vano intento. Se reunieron cuantos quedaban, junto a la boca de las minas y del inútil pasadizo. Un hedor mortal invadía el aire. El hambre, el frío y el dolor les atenazaban, y aunque la leña aún era en cierto modo abundante, parecía que no habría llama con que calentar sus huesos, ni sus corazones.
—No podemos resistir más -dijo el Capitán Kelio-. De modo que mis hombres y yo hemos decidido aceptar la oferta que nos hizo el emisario del Rey, y solicitar su perdón. Si con ello logramos salvarnos, será extraño, aunque posible. Pero si permanecemos aquí, nuestra muerte es segura.
Largo rato discutieron tal decisión. Bancio se inclinó a admitir las razones del soldado, pero su hermano se oponía. Y cuando éste al fin pareció convencido -aunque ninguno de los dos estaba verdaderamente dispuesto a ofrecer su cabeza a Gudú, puesto que en su ofrecimiento Gudú no les nombraba-, el otro tornóse a la contra. Así, pasándose uno a otro la decisión, y variándola según les convenía, al fin los soldados se impacientaron. Y Lisio, que hasta el momento permaneciera en silencio, dijo, con voz tan clara y serena que dejó a todos suspensos:
—Nadie se rendirá al Rey. Y antes que suceda tal cosa, quien lo intente morirá a mis manos.
Dirigió entonces la mirada hacia los Desdichados, los que verdadera y únicamente tenían una razón, una voluntad clara y comprometida en aquella desesperada empresa. Y vio sus ojos, y sus rostros, donde se asomaba todo el dolor de la tierra. Y añadió:
—Ninguno de nosotros estamos dispuestos a consentirlo.
Y así, otra vez se enfrentaron dos bandos, entre la más grande miseria. Tan desfallecidos y cubiertos de harapos estaban, que comprobaron con horror que ni siquiera tenían fuerzas para manejar la espada. A la vista de tal cosa, el pánico se apoderó de ellos de tal manera, que se disgregaron. Y cada uno, como mejor supo, se dejó caer en un oscuro lugar, y éste era la muerte.
Nadie lo veía, pero el invierno había ya levantado el vuelo, y por doquier la hierba apuntaba, y los manantiales renacían en su manar, libres de hielo. Pero Lisio estaba solo, solo donde tuvo lugar la última reunión. Y supo, una vez más, que solo había estado la mayor parte de su vida, más solo que jamás hombre alguno se hallase en la tierra. Y entonces, levantó la cabeza: el cielo aparecía limpio, de un raro azul, cuando bruscamente surcó el aire un grito. Y de nuevo un vuelo negro, lento y agorero, clamó, gritó su ira, y se repitió en miles de cuevas, en miles de ecos. Había llegado el buen tiempo, pero ya no suponía riqueza, ni siquiera para los que sólo contaban con aquel tesoro en la vida... Lisio vio, con horror, cómo las jaras se doblaban, y un cuerpo sinuoso se arrastraba entre ellas arteramente. Se levantó, tan lleno de ira como de calma, y tan silencioso y cauto que no parecía hollar la hierba, cayó sobre uno de los dos hermanos.
—¿Adónde vas? -le gritó, mientras mantenía la espada alzada sobre él.
Y antes de que el desertor respondiera, o atinara en lo que sucedía, otro cuerpo se abalanzó sobre él con vigor inusitado -pues sólo ya parecían sombras quienes de un lado a otro vagaban aún, y muertos los que permanecían quietos, como árboles, o como piedras.
—¡Cerdo! -aulló, silbante, la voz del intruso: e iba dirigida al desertor, no a Lisio-. ¡Cerdo, me robaste! Me robaste y pretendías huir sin mí...
Cancio alzó la daga y la clavó en la espalda de su hermano Bancio. Luego, extrajo lentamente el arma, que apareció teñida de rojo. Y quedó así, quieto, mirándola con desorbitados ojos. El gran cielo seguía allí, sobre ellos; y el viejo Capitán Kelio, que aún seguía a Lisio, recostado en el tronco de un árbol, junto al riachuelo, les miraba, y tanto él como Lisio sentían cerca, como si batieran en sus mismos oídos, un aleteo de aves negras y voraces. Entonces, lenta y trabajosamente, el soldado se levantó y, acercándose a Cancio, le atravesó con la espada: sin esfuerzo por su parte ni resistencia por la del Príncipe. Así que cayó de bruces Cancio sobre el cuerpo de su hermano Bancio; y a su vez, el soldado permaneció muy quieto, mirando su espada, tinta en sangre. Lisio seguía allí, como si jamás fuerza alguna, ni aun la misma muerte, pudiera apartarlo de aquel lugar, mientras oía el correr y manar del agua, en riachuelos y fuentes que anunciaban la primavera y el deshielo; y el batir de alas, que anunciaban la muerte.
—¿Por qué has hecho eso? -preguntó quedamente al Capitán. Y el soldado respondió:
—No eran como nosotros, Lisio.
Y tornó a su lugar, y se dejó caer de nuevo, recostado en el árbol. Y así quedaron los dos, mirando las espadas, la sangre, la hierba que nacía; oyendo el rumor del agua, el batir de las alas y el suave balanceo de la hierba bajo la brisa.
Fue entonces cuando Gudú creyó llegado el momento adecuado. Envió a Yahek, con un grupo de sus más hábiles y escurridizos hombres, a internarse sigilosamente en los puestos claves del Desfiladero. Si posible era entrar en él, avisarían a los que apostó en lugar visible, de modo que, en caso contrario, pudieran retirarse.
Ninguna resistencia hallaron: sólo, entre la hierba naciente y hermosa, cadáveres, hedor, muerte y gusanos. Y así, avanzaron ellos, y tras ellos muchos más. Y cuando llegaron allí donde tan sólo hombres tan inmóviles como piedras quedaban, Yahek lanzó un grito, y envió a sus hombres sobre los supervivientes. Y tras sus hombres él, mientras terminaban con la vida de los que aún quedaban, sin resistencia alguna. Así, fueron muchas las espadas que se unieron en su color a la que poco antes contemplaran el Capitán y Lisio.
Al fin, Yahek se dirigió hacia el único que, al parecer, se mantenía en pie, y le atravesó con su espada. Era el último, y gozoso, se volvió a proclamarlo. Pero alguna interna, misteriosa orden, le obligó a mirar a aquel a quien acababa de dar muerte. Y cuando contempló, a sus pies, aquel último hombre que tenía la cabeza vuelta hacia él, y abiertos los ojos, le reconoció.