Authors: Ana María Matute
En un aparte, la Reina llamó a Predilecto.
El Príncipe acudió a ella, y con la rodilla en tierra besó su mano.
—Predilecto, hijo mío -dijo la Reina. Y, de pronto, aquellas palabras cobraron un acento distinto, y en su garganta sintió como si un cálido y húmedo manantial se abriera: y a sus ojos, como una fuente, el manantial asomó, mientras decía-: Predilecto, os ruego que protejáis y defendáis a nuestro Señor, el Rey, como me jurasteis un día.
—Señora, así lo haré -dijo el Príncipe. Y alzó la cabeza sorprendido, pues en su mano había caído una gota brillante. Y miró a la Reina, y, por primera vez en su vida, vio que la Reina Ardid lloraba.
Pero lo que no vio la Reina ni Predilecto ni persona alguna, es que, arrebujado en lo más hondo de las brasas ardientes, estremecido de dolor, el Trasgo del Sur, por vez primera en su declinante existencia, también lloraba. Sus lágrimas eran como rojos cristales encendidos, y cubrían su martillo de diamante, y le rodeaban como perlas de un tristísimo collar de rocío, que, ya, no iba a desprenderse jamás de aquel racimo que le brotó y le crecía en el lugar del corazón.
Ya anochecido, llegó Gudú con sus hombres a las tierras lindantes con el Desfiladero de los Gigantes de Piedra. Allí empezaba el Reino de Usurpino. Antes de que la polvareda de sus huestes avisara al enemigo de su proximidad -aunque ya se avistaba la humareda de las aldeas por ellos incendiadas-, pudo apreciar Gudú que las incursiones de devastación habían cesado, y que, enterados del avance de sus tropas, estarían organizándose a la entrada del Desfiladero mortal, como era costumbre en ellos, ya que esta táctica les había salvado durante tanto tiempo de la dominación de Volodioso y sus antecesores.
Gudú ordenó al Hechicero que avanzara sobre la nube y vigilara la posición del enemigo. El Hechicero estaba medio dormido, hambriento y malhumorado por ser conducido, muy a su pesar, a semejante tropelía. ¡Y todo por culpa de aquellos malhadados dibujitos que un mal día descubriera el pequeño Gudú, con su manía de curiosearlo todo, en el arca de sus más preciados bienes! Dijo entonces que la atmósfera no se prestaba a conjurar la nubecilla que le permitía merodear por las alturas y verificar aquellas cosas. Pero Gudú le conminó sin ninguna contemplación:
—Hechicero, si no posees algún encanto que te permita obedecerme según tus propias artes, yo tengo un buen medio de hacerte cumplir mis órdenes. Esto es, te envío encadenado entre dos de mis mercenarios para que arrastrándote o volando (como mejor te parezca, porque el método me tiene sin cuidado) me informes y traigas en un dibujo claro (y por supuesto libre y limpio de fruslerías sin interés) la situación de esos hijos de perra.
Con lo cual el Hechicero se apresuró a rebuscar en su cofre, afilar plumas y tintas, y maldiciendo por lo bajo, sentóse junto al fuego y se dedicó a la fabricación -o conjuro- de la nubecilla. Pidió un sapo -cosa que no tardó en serle proporcionada-, raspaduras de uña de rapaz, que tampoco fue difícil, y una piedra azul del fondo del río. Esto último, pensó, no sería fácil de conseguir; pero se equivocaba, pues un mercenario de cabello largo y rojo resultó ser hombre capaz de moverse en el agua como si fuera de la especie de las truchas, y a poco emergió con la boca llena de guijarros, azules y de todos los colores, que escupió a sus pies con aire triunfal. El Hechicero sacudió su vestido, salpicado de lodo, piedras y repugnantes residuos fangosos, observó con rencor a cuantos le rodeaban, y demandó unos minutos de soledad, para concentrarse.
—Tendrás soledad -dijo Gudú-, pero no tanta como para salir corriendo. Si huyeras, te alcanzarían mis hombres y te colgarían de los pies hasta que en tu cuerpo no quedara ni un soplo de humana condición. Y, como un colgajo, te echaríamos al fondo del río, donde te devorarían peces malignos: porque tú no sabes defenderte de ellos, como cualquier mercenario.
«Ay de mí, ¿cómo pude creer algún día que sentiría hacia mi persona agradecimiento por cuanto le enseñé?... El agradecimiento está ligado sutilmente al amor y al odio, y yo mismo le privé -aun a mi pesar- del primero de estos sentimientos... ¿Será acaso el último el que algún día me llegue a profesar?...»
Temblando y odiando por primera vez sus habilidades, el Hechicero comprendió que nada le quedaba por hacer sino formar la estúpida nubecilla que, si bien le permitía sobrevolar como una fea mariposa por sobre campos y vallados, no le protegía en absoluto de flechas ni cosa parecida, de las que suponía muy bien provisto al enemigo. Así que se despidió con pena de cuanto había sido la enjundia de su vida hasta aquel momento: echó un vistazo al Libro del Pasado, se detuvo unos minutos en la contemplación de los días en que Ardid era niña, estudiosa, en... -aquí, su viejo corazón se derretía-, el día en que descubrió su habilidad para conjuros y escudriñamientos... Y finalmente se dispuso a efectuar la pócima cuyo vapor formaría la nube conductora hacia -sin duda alguna, según creía- la más cruel de las muertes que para él cabían: atravesado como un pollo y aplastado contra las rocas, pues, presumía y con razón, la caída no sería dulce. Y si quedaba aún con vida, a pesar de las agudas rocas del Desfiladero, buena cuenta de él darían los feroces soldados de Tuso y Usurpino. A lo que tenía oído, no eran la clase de gente entre la que hubiera deseado pasar el fin de sus días.
2
El Hechicero formó una nube de la especie deseada, lo más espesa y sólida que le fue posible, y, ante la mirada severa de Gudú, saltó sobre ella, diciendo:
—Te abrazaría y besaría, querido Gudú, en recuerdo al tiempo en que tan nefastas cosas te enseñé; pero como se que no eres partidario de esta clase de efusiones, sólo te digo que mandas a las tinieblas a tu viejo e inapreciable Maestro, y que sin mí, pocos dibujitos vas a poder hacer de toda esa gente, o lo que sea. Porque para lo que a arte se parezca, tu cabeza está más vacía que una avellana hueca. Por tanto, si el corazón no te sangra ahora (porque eso es imposible y admito que improcedente en ti), al menos, sí debe inquietarte mi suerte.
La respuesta de Gudú fue un puntapié que quedó sin destino, no sólo por el respeto que le inspiraba su Maestro, sino además por la rapidez con que el Hechicero se alzó sobre las cabezas de los boquiabiertos soldados. A decir verdad, le invadió en aquel momento una punzadita de orgullo que, ante la indignada actitud de Gudú, le hizo revolotear coquetonamente unos minutos sobre ellos. Satisfecha esta humilde revancha, el Hechicero se dirigió, con ánimo decaído y tembloroso cuerpo, arropado en la nube como en un inmenso chal, hacia las tenebrosas alturas de aquellos Gigantes de Piedra que, en el atardecer, ofrecían un aspecto más amenazador y poco tranquilizador que nunca.
Algunos pájaros inocentes le acompañaron festivamente en su vuelo. Y él, que les sabía estúpidos como pajes de Corte, los ahuyentó agitando el gorro, mientras decía:
—Al menos vosotros, majaderos, liberaos: que pronto me pareceré a un gallo desplumado, si no a algo mucho peor. Y no deseo ofrecer a vuestros ojos semejante espectáculo.
A poco, ya sobre el Desfiladero, distinguió algunas fogatas y resplandores que le indicaron el lugar en que se hallaban apostados los malignos enemigos, ya que, las enormes montañas impedían a Gudú y sus gentes distinguir ni tan sólo el resplandor. Pero juzgando, y con razón, que tales datos no serían suficientes, y que si con tan débiles informes regresaba, Gudú haría con él un escarmiento del peor gusto, calculó que morir de una forma u otra, a decir verdad, poca diferencia se llevaba, y que si por contra salía triunfante, Gudú podía recompensarle muy bien. Acaso le proporcionaría material abundante y una pieza mejor y más grande en las mazmorras, donde podría dedicarse, sin miedo a ruidos molestos ni curiosidades peligrosas, a sus interesantes investigaciones. Pensando esto, se enrolló de tal modo en la nube, que apenas si podía distinguir algo, y tuvo su momento de confusión. Conjuró entonces, suavemente, a la Rosa de los Vientos, y una vez la tuvo cerca recobró el Norte, y descendió, como una vaporosa nubecilla de primavera, con gran precaución y tino, sobre las oscuras regiones donde se agazapaba el ejército enemigo.
No tardó en divisarlo con bastante claridad. Sacó de entre los pliegues de su túnica el pergamino, y trazó con habilidad y delicadeza el dibujo que, a su juicio, interesaba a Gudú: terreno y lugar donde se hallaban acampadas y dispuestas las gentes de Tuso, Usurpino y los Soeces. Por cierto que, si bien a Tuso y Usurpino no los vio por ningún lado -los supuso en aquellos momentos dentro de sus tiendas-, atinó a divisar a Furcio, emborrachándose con un par de soldados y promoviendo más bulla de la prudencial en tales circunstancias.
Nadie se fijó en aquella nubecilla temblorosa que, un poco por aquí, un poco por allá, flotaba sobre los soldados. Estaban en verdad anhelantes e inquietos pensando en la futura batalla, de lo que el Hechicero se felicitó: «Los soldados -se dijo- son gente un tanto especial. Tan agudos y avizores en muchas cosas, y tan distraídos y tontunos en otras». Claro, que no acertó a cavilar que, hasta el presente, ninguna nube había estropeado ni decidido batalla alguna -como no fuera en el mar y cargada de truenos-. Por lo que, envalentonado, descendió un poco más y curioseó por el campamento. Comprobó entonces que los soldados de Usurpino no eran ni mucho más numerosos, ni estaban mejor armados que los de Olar. Con gran alegría, se alzó nuevamente sobre las cumbres y regresó a donde Gudú y sus hombres le aguardaban.
Apenas había descendido lo suficiente, Gudú le retuvo por el borde de la túnica, y de un tirón lo puso en el suelo, cosa que disgustó mucho al Hechicero. Pero, comprendiendo que no era momento ni lugar para quejas ni reclamaciones, extrajo de los pliegues de su túnica su dibujito y lo mostró con orgullo a Gudú.
—Espero que no os hayáis equivocado -dijo el Rey-. No toleraría que el dibujo fuese imperfecto, puedo aseguráoslo, Maestro. El Hechicero estaba demasiado confundido por los bruscos acontecimientos para apercibirse de la amenaza de aquellas palabras. Así que sonrió con beatitud, mientras el Rey contemplaba el dibujo con gran concentración.
En éste podían apreciarse las posiciones del enemigo, y todas las particularidades del terreno. Según indicaba, el enemigo no había variado sus rutinarias costumbres y se hallaba situado en la forma habitual, que, debía reconocerse, le había dado excelentes resultados hasta el presente.
Comprobó entonces que las huestes de Usurpino eran más numerosas en infantería que en caballería, y que ocupaban una posición defensiva sobre la suave colina que obstruía el acceso al fatídico Desfiladero. Como era habitual, Usurpino había colocado en primera línea su infantería, detrás, los arqueros, y en último término, en reserva, la caballería.
Luego de contemplar en silencio estas cosas, Gudú se retiró a su tienda, en solitario. En ella permaneció algún tiempo, mientras su gente -en especial aquellos nobles que habían acudido a su llamada, con sus respectivas huestes- se deshacía en dimes y diretes, salpicados de abundante desconfianza. En sus rostros no aparecía síntoma alguno de euforia ni de tranquilidad. «¿Adónde nos llevará este adolescente, tan desconocido como sospechoso? ...» Podía leerse el recelo en todos los ojos, especialmente en los del Barón Iracundio. Pero ¿acaso alguno de ellos, acostumbrados a la molicie y bienestar proporcionados por la pacífica y enriquecedora regencia de la Reina Ardid, sería capaz ahora de urdir cualquier cosa que no fuera perder irremisiblemente frente a las fuerzas de Usurpino y las extraordinarias condiciones orográficas que les protegían?... Ay, cómo lo lamentaban ahora.
Cuando, al fin, Gudú salió de la tienda, reunió a su alrededor a cuantos capitanes y nobles disponía. Les contempló uno a uno, con una calma y frialdad verdaderamente sorprendente en un muchacho de su edad. Y por primera vez, más de uno de ellos tuvo ocasión de estremecerse y admirar a partes iguales aquella mirada, aquellos ojos grises y pálidos como la escarcha, que en adelante iban a respetar y obedecer como corderillos.
Según los dibujos del anciano Hechicero -de cuya veracidad y minuciosa exactitud Gudú no dudaba en absoluto-, ellos disponían, para sus maniobras, de una extensa explanada bordeada de bosques, frente a la colina que obstruía el paso al Desfiladero de la Muerte.
Gudú, entonces, expuso:
—Amparándonos en la oscuridad de la noche, excavaremos fosos y dispondremos hileras defensivas de estacas agudas. En los bosques que bordean los laterales de la explanada, mantendremos oculta la mayor parte de nuestra caballería y arqueros. En la explanada, y en primera línea, frente a la colina, colocaremos parte de nuestra infantería, respaldada por un cierto número de caballería. Pero todo en evidente minoría, para engañar al enemigo. Atacaremos en grupo pequeño, pero con gran vocerío y ruidos de toda especie, de forma que ellos nos supongan, o todo el ejército, o gran parte de él. Una vez trabado combate, al filo del alba debéis gritar a grandes voces, y como si todo estuviera perdido: «¡Gudú ha muerto!, ¡Gudú ha muerto!». Y a continuación, replegaos en una retirada precipitada. Tened por seguro que ellos se lanzarán con todas sus fuerzas en vuestra persecución, para aniquilaros (como viene ocurriendo, según mis noticias, en todo tiempo anterior). Pero ahora será distinto, porque en esta retirada los conduciréis hacia nuestra celada: la que les aguarda en los bosques. Vuestra muy superior caballería, los arqueros mejor elegidos y el resto de la infantería caerán sobre ellos envolviéndoles y cortándoles la retirada. Así, podremos vencerlos y destruirlos sin perdón.
Aquí Gudú lanzó su peculiar y escalofriante risita. Acto se la sustancia de su plan ordenó al Hechicero que preparara plumas y tintes, y de su propia mano dibujó el último ataque, de suerte que la victoria parecía cosa simple y terminada. Y luego dijo al Hechicero:
—Una vez terminada y ganada esta simple e inocente batalla, tú la reproducirás con todo primor, para dejar constancia, de hoy en adelante, de cuantas empresas guerreras lleve a cabo con mi ejército.
Cuando oscureció, comenzaron los preparativos que ordenó Gudú. Transcurrieron entre la impaciencia de sus capitanes y soldados, así como del noble Iracundio y de su hermano menor, que eran hombres valientes, pero de mollera un tanto espesa.
Avanzada la noche, sentados uno junto a otro en la enramada de la colina, Predilecto, que a todas estas cosas venía prestándole su incondicional ayuda, dijo a su hermano: