Oliver Twist (31 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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—Empezaremos primero por el principio, Fajín —dijo.

—¡Sí, sí! —contestó el judío, acercando su silla.

Tomás hizo una pausa para envasar en su cuerpo otro trago de aguardiente, declaró a continuación que el licor era de superior calidad, y apoyando sus pies sobre la repisa de la chimenea, a fin de tenerlos al nivel de su cabeza Y poder contemplar sus botas mientras hablaba repuso:

—Empezando, pues, por el principio, conforme hemos convenido, pregunto: ¿cómo está Guillermo?

—¿El qué? —gritó el judío, poniéndose en pie de un salto.

—¡Demonio! —exclamó Tomás, poniéndose densamente pálido ¿Quiere decir eso...?

—¡Quiere decir que espero noticias! —barbotó el judío, pateando con furia —¿Dónde están? ¿Dónde están Sikes y el muchacho? ¡Di! ¿Dónde están? ¿Dónde han estado?

—¿Dónde se han escondido? ¿Por qué no están aquí?

—El negocio fracasó —contestó con timidez Tomás.

—¡Demasiado lo sé! —gritó el judío, sacando un periódico del bolsillo y clavando la punta del dedo en un sitio determinado—. ¿Y luego?

—Hicieron fuego e hirieron al muchacho. Emprendimos la retirada por los campos llevando al muchacho entre nosotros... ¡Nos perseguían!... ¡Nos daban caza!... ¡Ira de Dios! ¡Medio mundo nos pisaba los talones y los perros se nos venían encima!

—¿Pero y el muchacho... y el muchacho? —preguntó Fajín con voz ahogada.

—Guillermo se lo echó a cuestas y corría como el viento. Nos detuvimos un instante para llevarlo entre los dos. La cabeza le colgaba y estaba helado. Nos daban alcance, nos pisaban nuestros perseguidores, y en esos casos, se impone el sálvase quien pueda. Soltamos al muñeco y le dejamos al borde de un foso, no sé si muerto o vivo. Amigo mío, cuando se trata de nada menos que de la horca, la ley natural obliga a todo hijo de vecino a mirar por sí, aunque a su semejante lo parta un rayo.

No quiso escuchar más el judío. Lanzando una blasfemia horrible y mesándose los cabellos, salió como un torbellino de la estancia y de la casa.

Capítulo XXVI

Se presenta en escena un personaje misterioso y ocurren muchas cosas relacionadas íntimamente con esta historia

El judío ganó la esquina de la calle antes de reponerse de la emoción que le produjeron las noticias de Tomás Crackit. Descompuesto, presa de terrible agitación interior y exterior, en vez de acortar el paso caminaba cada vez con más prisa cuando un coche lanzado a galo lo hubiera atropellado sin remedio si los gritos de los transeúntes, que le avisaron a tiempo del peligro, le hubieran detenido en la acera. Evitando en lo posible el paso por las calles principales y siguiendo callejas y solitarios pasadizos, llegó al fin a Snow-Hill, donde aún apresuró más la marcha, que no fue normal hasta que Fajín se encontró en sitio que sin duda consideró como su elemento, puesto que se vio que recobraba la ecuanimidad de ánimo.

Próximo al punto de donde arrancan las Snow-Hill y Holborn Hill y a mano derecha saliendo de la ciudad, cruza una callejuela sucia y triste que termina en Saffron-Hill Sus asquerosos tenduchos ofrece para la venta pilas enormes de pañuelos de seda usados, de todas formas y tamaños, pues allí residen los traficantes que los compran a los rateros. Centenares de esos pañuelos penden de las pértigas sujetas a las ventanas o empotradas en la pare sobre las puertas. No obstante los reducidos límites de la Field Lane, cuenta con su barbería, su café, su cervecería y su taberna. Es una colonia comercial con vida propia, el emporio de los géneros robados, donde todos los días al amanecer y al atardecer acuden mercaderes silenciosos que tratan sus negocios en obscuras trastiendas y se van tan sigilosa y misteriosamente como han llegado. Allí el traficante en ropas hechas, el zapatero de viejo y el trapero exponen sus géneros que son a manera de invitaciones al robo, mientras en húmedos y tétricos sótanos se enmohecen y pudren montones de hierro viejo y de huesos, mezclados con piezas de telas de lana o de algodón.

Tal era el lugar en el cual acababa de entrar el judío. Mucho debían conocerle los sucios moradores de aquel mercado hediondo, pues ni uno solo de los que se encontraban en el umbral de las puertas, fuera vendedor, fuera comprador, dejaba de saludarle familiarmente al pasar de viva voz o con una inclinación de cabeza. Fajín contestaba los saludos en la forma misma que le eran dirigidos, pero no se detuvo hasta llegar al extremo, donde dirigió la palabra a un mercader de baja altura que había colocado en una silla de niño la parte de su persona de que aquélla era capaz, y fumaba una pipa frente a la puerta de su casa.

—La verdad es, señor Fajín, que con verle a usted basta y sobra para curarse de la oftalmía —dijo el honrado mercader, respondiendo al saludo del no menos honrado judío.

—Había en la vecindad una temperatura excesivamente alta, Lively —dijo Fajín, enarcando las cejas y cruzando las manos a su espalda.

—Dos o tres quejas de esa clase han llegado a mis oídos; pero ya se refrescará pronto, ¿no le parece, Fajín?

Contestó Fajín con un gesto de asentimiento, y extendiendo a continuación un brazo hacia Saffron-Hill, preguntó:

—¿Hay alguien allí?

—¿En
Los Lisiados?

—Sí.

—Espere usted... déjeme que haga memoria... Sí, que yo sepa, han entrado media docena; pero no creo que entre ellos esté su amigo.

—¿No está allí Sikes? —inquirió el judío con desaliento.


Non est inventus,
como dicen los letrados —contestó el hombrecillo, moviendo la cabeza—. ¿Trae usted algo que pueda convenirme?

—Nada —contestó el judío, girando sobre sus talones.

—¿Va usted a
Los Lisiados,
Fajín? —gritó el mercader—. Si me espera un momento le acompaño.

Como por una parte el judío volvió la cabeza e hizo con la mano una seña indicadora de que prefería ir solo, y por otra el mercader no pudo sacar de la silla la parte de cuerpo empotrada en ella, la razón social
Los Lisiados
hubo de renunciar, por aquella vez, al placer de recibir la visita del señor Lively. Cuando el digno comerciante pudo ponerse sobre sus extremidades, el judío se había perdido de vista, y como consecuencia, el señor Lively, después de permanecer un ratito sobre las puntas de los pies, esperando divisar al judío, volvió a empotrarse en la silla y, después de cambiar con la señora de la tienda de enfrente una seña en la cual campeaban por igual la desconfianza y la duda, volvió a empuñar su pipa con grave continente.

Los Tres Lisiados
, o mejor dicho
Los Lisiados,
título bajo el cual conocían perfectamente el establecimiento todos los recomendables habitantes de aquellos lugares, era la misma taberna en la cual han figurado ya Sikes y su perro. Fajín, sin más que hacer una seña al individuo que estaba sentado en el mostrador, tomó escalera arriba, abrió una puerta y, penetrando sigiloso en la sala, miró alrededor con ansiedad y haciéndose pantalla con la mano sobre los ojos, cual si fuera en busca de una persona determinada.

Daban luz a la sala dos o tres mecheros de gas, cuyo resplandor no era posible se viese desde fuera, gracias a las maderas de las ventanas, perfectamente ajustadas, y a unas cortinas rojas tendidas sobre las mismas. El humo que despedían las lámparas no podía ennegrecer el techo, sencillamente porque era humo de tabaco, que en los primeros momentos era de todo punto imposible distinguir un solo objeto o persona. Cuando la llegada de algún
parroquiano
descargaba en parte la atmósfera de humo, que buscaba salida por la puerta abierta, podía medio distinguirse una colección de cabezas agrupadas, pero tan confusamente, como confusos eran los sonidos que recogía el oído; pero a medida que la vista se acostumbraba, el espectador acababa por ver a muchos hombres y mujeres, apelmazados junto a una mesa muy larga, en cuya cabecera se veía sentado un presidente empuñando el martillito propio de su cargo, mientras en un rincón de la sala, sentado frente a un piano bastante averiado, había un
artista
de nariz roja, que aporreaba el teclado del instrumento con la furia que es de suponer en quien sufre un dolor violento de muelas, como le ocurría al
virtuoso.

Los dedos del artista recorrían suavemente el teclado a guisa de preludio cuando Fajín entró en la sala, lo que ocasionó un griterío general. Todo el mundo pedía a voz en cuello una canción. Apaciguado el alboroto, una joven hizo las delicias del público cantando una balada de cuatro estrofas, que el pianista acompañó golpeando las teclas sin piedad. Aplaudió el presidente, y a continuación, dos cantantes, sentados a derecha e izquierda del presidente, cantaron un dúo que fue premiado con ruidosos y generales aplausos.

No dejaba de ser curioso observar algunas de las fisonomías de los que más se destacaban en la concurrencia. En primer lugar, el presidente, que era el mismísimo dueño del establecimiento, individuo de cara embrutecida y cuerpo de atleta, mientras se ejecutaron los números anteriores, no daba punto de reposo a sus ojos, que lo escudriñaban todo, ni a sus oídos, por cierto muy finos, que todo lo oían. A su derecha e izquierda estaban los dos cantantes, recibiendo con indiferencia profesional los cumplimientos del auditorio y apurando docenas de vasos de licores que por doquier les ofrecían sus admiradores más entusiastas, cuyas cataduras llevaban impreso el sello de los vicios más abyectos, llegando hasta el punto de llamar de una manera irresistible la atención a fuerza de ser repulsivas. Allí se mostraban bajo el aspecto más hediondo, la astucia, la ferocidad, la borrachera. Pero los tonos más tristes, más desconsoladores, más sombríos del cuadro, los daban las mujeres, unas que conservaban aún tonalidades borrosas de su frescura juvenil otras desecadas ya por el vicio, sin conservar el vestigio más insignificante de lo que su sexo tiene más preciado, manchadas por la disolución y el crimen. Las había niñas todavía y las había ya mujer pero ninguna había rebasado la primavera de la vida.

Fajín, a quien todo aquello traía sin cuidado, hombre en cuyo pecho no tenían cabida las emociones, escudriñaba con mirada anhelante las caras del auditorio, pero sin encontrar al parecer la que buscaba. Como al cabo del rato tropezaran sus ojos con los del presidente de la sala, hízole una seña imperceptible y salió de la estancia tan sigilosamente como había entrado.

—¿Qué desea usted, señor Fajín? —preguntó el presidente, que salió inmediatamente detrás del judío—. ¿Desea ser de los nuestros? Le aseguro que no habría uno que no se alegrase.

El judío movió con impaciencia la cabeza, y preguntó con voz m baja:

—¿Está él aquí?

—No —contestó el interrogado.

—¿No hay noticias de Barney?

—Ni una. Tenga usted por seguro que no dará señales de vida hasta que se disipe la tormenta. Le siguen la pista, eso es indudable, y si en estas circunstancias se dejase ver le pescarían de fijo. Nada ha debido ocurrir a Barney, puesto que nada se dice de él. De todas manera esté usted tranquilo, que no es Barney de los que se ahogan aunque agua les llegue hasta el cuello.

—¿Vendrá esta noche
aquél?
—preguntó Fajín, recalcando la palabra
aquél.

—Se refiere usted a Monks, ¿verdad?

—¡Chitón, hombre! A él me refiero; pero la prudencia aconseja que no le nombremos.

—Vendrá de seguro —contestó el propietario de
Los Lisiados,
sacando del bolsillo un reloj de oro—. Debía estar ya aquí... pero si espera usted diez minutos, seguramente. ..

—¡No, no! —exclamó el judío, cual si no obstante sus deseos de ver a la persona en cuestión se hubiera alegrado de no encontrarla, Dígale que he venido a verle, y que le espero en mi casa esta noche sin falta... ¡No! Dígale que mañana. Puesto que no está aquí... sí, mañana será tiempo todavía.

—Está muy bien. ¿Nada más?

—Por ahora, nada más —contestó el judío, tomando la escalera.

—A propósito —dijo el tabernero en voz muy baja, inclinándose sobre la barandilla—. ¡Qué ocasión tan hermosa para
despenar
a Felipe Barker! Lleva a cuestas una
jumera
tan colosal, que un niño podría hacerse con él.

—¡Ah! —exclamó el judío levantando la cabeza—. ¡Pero no! No ha sonado aún la hora para Felipe Barker. Podemos sacar algún partido todavía antes de ajustarle la cuenta, así que, amigo mío, vuelva a la sala y recomiende a la concurrencia que procure divertirse mucho y gozar de la vida... mientras dure. ¡Ja, ja, ja, ja!

Hizo el tabernero eco a las carcajadas de Fajín y entró nuevamente en la sala. En cuanto el judío se encontró solo, su rostro recobró la expresión de ansiedad anterior, y al cabo de algunos momentos de reflexiones, llamó un coche y se hizo conducir a Bethnal Green. A un cuarto de milla de distancia de la residencia de Guillermo Sikes despidió el carruaje e hizo el resto del camino a pie.

—Si aquí hay gato encerrado —murmuró el judío mientras llamaba a la puerta—, yo lo descubriré, hija mía, por ladina y astuta que seas.

Anita estaba en su cuarto, según dijo la criada. Fajín subió la escalera sin hacer ruido y entró sin ceremonia en la habitación. La joven estaba sola, apoyada la cabeza sobre la mesa y con el cabello en desorden.

—O está borracha o apenada —pensó con frialdad el judío.

Al mismo tiempo que el viejo se hacía esta reflexión, cerraba la puerta, y el ruido de ésta al cerrarse despertó a la muchacha. Anita clavó sus ojos en la astuta cara del judío, preguntóle si tenía noticias y escuchó la historia narrada a Fajín por Tomás Crackit. Terminada la narración, adoptó de nuevo la postura anterior sin despegar los labios, empujó dos

o tres veces con impaciencia el candelero que sobre la mesa había, hizo algunos movimientos febriles, pateó el suelo, y hada más.

Mientras tenía lugar aquella es cena muda, el judío escudriñaba hasta el último rincón de la estancia, como para asegurarse de que Sikes no estaba allí. Satisfecho, sin duda, de su examen, tosió dos o tres veces e hizo varias tentativas para entablar conversación, tentativas que dieron el mismo resultado que hubieran dado si a una piedra fueran dirigidos. Intentó entonces la última prueba, y frotándose las manos dijo con voz melosa:

—¿Dónde crees que puede estar Guillermo, hija mía?

Contestó la joven con voz lastimera y apenas inteligible que nada sabía. Al parecer sollozaba.

—¿Y el muchacho? —repuso el judío, procurando ver la cara de Anita para leer en su expresión—. ¡Pobrecillo! ¡Abandonado al borde de un foso!... ¿No es verdad que sólo el pensarlo parte el corazón?

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