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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (26 page)

BOOK: Oliver Twist
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Largo rato permaneció despierto Oliver, creyendo muy posible que la joven deslizara en sus oídos algún consejo provechoso, pero como aquélla permaneciera junto a la lumbre, sin moverse más que muy de tarde en tarde para avivarla, rendido de cansancio y agotado como resultado de su ansiedad, concluyó por dormirse.

Cuando despertó, sobre la mesa habían preparado el servicio de té y Sikes acondicionaba una porción de herramientas variadas en los bolsillos de un gabán colocado sobre el respaldo de una silla, mientras Anita preparaba con actividad el almuerzo. No era aún de día, puesto que la vela continuaba luciendo. La lluvia azotaba los vidrios de la ventana y el cielo estaba negro y amenazador.

—¡Arriba! —gruñó Sikes al ver que Oliver levantaba la cabeza—. Las cinco y media. Vuela, si no quieres quedarte sin almorzar, pues se va haciendo tarde.

Poco rato exigió la
toilette
de Oliver y escasos segundos su almuerzo, que apenas probó, pues dijo qué se encontraba indispuesto.

Anita, sin mirarle casi, le dio un pañuelo para que se abrigase el cuello y Sikes le obligó a ponerse una capucha que le bajaba hasta lo hombros, donde hizo que se la abrochase. Así ataviado, el chico dio la mano al bandido, quien se detuvo un momento para mostrarle la pistola que llevaba al cinto. Despidióse de Anita, salió.

Desde el umbral de la puerta volvió Oliver la cabeza creyendo que encontraría la mirada de la joven pero ésta había vuelto a sentarse al amor de la lumbre, donde permanecía perfectamente inmóvil.

Capítulo XXI

La expedición

Pocos encantos ofrecía la mañana a los dos madrugadores. Negros nubarrones obscurecían el firmamento amenazando tormenta, el viento soplaba con furia y llovía torrencialmente. La lluvia, que debía datar de muchas horas, había inundado las calles y convertido en mares los caminos.

Débiles resplandores anunciaban por Oriente la proximidad del día, pero lejos de tender a disminuir la tristeza lúgubre de la escena, contribuían a hacerla más sombría, pues aquéllos tenían intensidad lumínica bastante para debilitar la de los faroles públicos y no para inocular un átomo de vida al ambiente y menos para iluminar los húmedos tejados y las calles solitarias. Ni un alma se veía por aquel distrito de la ciudad. Todas las puertas y ventanas estaban herméticamente cerradas, el reposo era absoluto, el silencio completo.

Cuando Sikes y Oliver llegaron al camino llamado Bethnal Green, el amanecer se había declarado abiertamente.

Gran parte de los faroles del alumbrado estaban apagados, algunos carros rodaban perezosamente en dirección a Londres y de vez en cuando, pasaba saltando sobre los baches del camino una diligencia, cubierta de fango, cuyo mayoral dispara a una lluvia de imprecaciones sobre el carrero que, por no haberle cedido a tiempo la derecha, sería causa de que llegase a su destino con un cuarto de minuto de retraso. Estaban ya abiertas las tabernas, en cuyo interior lucían los mecheros de gas, poco a poco se iban abriendo las demás tiendas y gradualmente salían a la calle algunas personas. Grupos nutridos de obreros se dirigían a sus fábricas, y no tardaron en aparecer hombres y mujeres llevando sobre sus cabezas anchas canastas llenas de pescado, carretas cargadas de hortalizas tiradas por borricos, vehículos portadores de ganado vivo o de carne muerta, lecheras portadoras de enormes cántaros del rico líquido, y al fin compactas muchedumbres conduciendo víveres y provisiones de toda clase a los suburbios orientales de la ciudad.

Cuando el bandido y Oliver llegaron a las inmediaciones de la City, el ruido y el movimiento ensordecían y mareaban, y al enfilar las calles situadas entre Shoreditch y Smithfield, la algarabía era atronadora. Era día claro y la mitad de los habitantes de Londres habían dado comienzo a las faenas diarias.

Después de dejar a sus espaldas las calles del Sol y de la Corona y de atravesar la plaza de Finsbury, Sikes entró en la parte conocida por Barbacana pasando por la calle de Chiswell, y luego tomando por Long Lane, llegó a Smithfield, que era la fuente de la horrible algarabía de ruidos discordantes que tanta sorpresa y temor produjeron a Oliver.

Era día de mercado. El suelo desaparecía bajo una capa de inmundo y mal oliente fango en la que se hundían los pies humanos hasta el tobillo, y la atmósfera era mezcla negruzca formada por los vapores que constantemente brotaban de los cuerpos de los animales y la neblina que semejaba fúnebre cortina tendida sobre las chimeneas que coronaban los edificios. Todos los corrales situados en el centro de aquella dilatada explanada y muchos otros instalados con carácter provisional en los huecos vacantes estaban atestados de carneros, y a uno y otro lado de los mismos, en hileras interminables, veíanse bueyes y reses de toda clase formadas en filas de a cuatro en fondo. Lugareños, campesinos, carniceros, carreros, arrieros, muchachos, ladrones, raterillos, ociosos y vagabundos de toda clase se mezclaban, confundían y apelmazaban en revuelta masa. Los silbidos de los carreros, los ladridos de los perros, los bramidos y mugidos de los bueyes, los balidos de las ovejas, los chillidos y gruñidos de los puercos, los gritos de los cocheros, los juramentos, blasfemias y vocerío que se alzaban por todas partes, el repicar de las campanas y el estruendo que se alzaba en las tabernas, los apretones y encontronazos de aquella masa humana que se apretujaba y revolvía semejante a alborotado mar, el horrible desconcierto de alaridos que llenaba los ámbitos todos del inmenso mercado y el tropel de hombres y mujeres astrosos, escuálidos, sucios, sin afeitar los primeros y sin peinar las segundas, que se arremolinaban codeándose sin piedad, eran más que bastantes para aturdir y desconcertar al hombre de ánimo más sereno.

Sikes, arrastrando siempre a Oliver, abrióse paso a codazos por entre lo más compacto de la muchedumbre, sin parar mientes en el tumulto que tanto asombraba al muchacho. Dos o tres veces saludó con inclinaciones de cabeza a otros tantos amigos con quienes tropezó al paso, y sin detenerse a tomar en su compañía la
mañana
que le ofrecían, continuó avanzando resueltamente hasta que, libre de aquel mar humano, entró en Holborn por la Hosier Lane.

—¡Deprisa, deprisa! —exclamó con brusquedad, mirando al reloj de la iglesia de San Andrés—. ¡Las siete ya! ¡Cuidado con quedarte atrás, holgazán!

Sikes acompañó la recomendación con una sacudida violenta cuyos efectos sintió la muñeca de Oliver. Este hubo de dejar el paso para ponerse al trote para acomodar su marcha a la del bandido.

Continuaron con la misma celeridad hasta después de dejar a sus espaldas el Hyde Park y encontrarse en el camino de Kensington, donde Sikes acortó el paso para dar lugar a que los alcanzara una carreta vacía que los seguía a alguna distancia. Como viera escrita en la tablilla de aquélla la palabra «Hounslow», preguntó al conductor, con cuanta urbanidad le fue posible, si quería darles asiento hasta Isleworth.

—Arriba —contestó el conductor—. ¿Es hijo suyo este muchacho?

—Sí, es mi hijo —contestó Sikes, mirando con dureza a Oliver y llevando la mano al bolsillo donde guardaba la pistola.

—Tu padre camina demasiado de, prisa, ¿no es verdad, mocito? —preguntó el de la carreta, reparando en el cansancio de Oliver.

—No hay tal —se apresuró a responder Sikes—. Está muy acostumbrado... Toma la mano, Eduardo... ¡arriba!

Diciendo estas palabras, hizo subir a Oliver en la carreta, y el conductor, indicándole un montón de sacos le dijo que se tendiera sobre ellos.

Como viera que en el camino se sucedían los postes indicadores de millas, preguntábase Oliver con extrañeza adónde pensaría llevarlo, su compañero. Dejaron a sus espaldas a Kensington, a Hammersmith, a Chiswick, a Kew Bridge, a Brentford, y, sin embargo, continuaban el viaje como si entonces lo principiaran. Llegaron al fin a una venta llamada
La Silla de Postas
, y un poco más allá, en un sitio en que otro camino cortaba el que seguían, hizo alto la carreta.

Desmontó Sikes precipitadamente sin soltar la mano de Oliver, a quien dirigió una mirada furiosa a la par que llevaba la mano al bolsillo de la pistola con ademán significativo.

—Adiós, muchacho —dijo el de la carreta.

—Es muy huraño —respondió Sikes—. Un cachorro completo. No le haga caso, buen hombre.

—Dispensado desde luego; pues no faltaba más —dijo el conductor montando en su carruaje—. Adiós.

Esperó Sikes a que la carreta se perdiera de vista, y entonces reanudó la marcha diciendo a Oliver que quedaba en libertad de esparcir la vista por donde le acomodase.

Evitando la proximidad de la posada, que dejaron a su izquierda, torcieron nuevamente a la derecha para continuar luego en línea recta durante mucho tiempo. Hermosos jardines y elegantes casas de campo flanqueaban el camino, que no detuvieron, sin embargo, pese a su hermosura, a nuestros viandantes, hasta que llegaron a la población. En la entrada de ésta, vio Oliver escrita sobre una lápida la palabra
Hampton
. En vez de entrar en la ciudad, estuvieron rondando los campos por espacio de varias horas, volviendo al fin a aquélla y buscando albergue en una mísera posada en cuya muestra borrosa nada podía leerse. Sikes pidió comida Y un asiento junto a la lumbre.

La cocina era una estancia de techo muy bajo cruzado por el centro por una viga. Delante del hogar, había bancos de altos respaldos ocupados por varios hombres de blusa que fumaban y bebían. Ninguno de ellos prestó atención a Oliver y apenas si repararon en Sikes, el cual, por su parte, sin hacer de ellos el menor caso, fue a sentarse con su compañero en un rincón.

Sirviéronles para comer carne fiambre; y como Sikes, terminada la comida, fumó tres o cuatro pipas con calma, y no parecía tener prisa por abandonar la mesa, Oliver comenzó a creer que habían llegado al término del viaje. Rendido por el madrugón y más todavía por la caminata, cabeceó al principio y concluyó por dormirse profundamente, dominado por la fatiga y atontado por el humo del tabaco.

La noche había cerrado por completo cuando Sikes le despertó con la suavidad que es de suponer en un hombre de su condición y carácter. Al abrir Oliver los ojos, vio a su compañero en conferencia íntima con un labriego, con el cual bebía un jarro de cerveza.

—Conque vas a Lower Halliford, ¿eh? —preguntó Sikes.

—Allí voy —contestó el interrogado, que tenía trazas de estar más que medianamente
alumbrado
—. Por cierto que necesito hacer el viaje con rapidez. No me será difícil, pues el caballo no lleva ni con mucho la carga que llevaba esta mañana. Volaremos, amigo mío, volaremos. Es un caballo como pocos.

—¿Podrías conducirnos a mí y al muchacho hasta allí? —preguntó Sikes, sirviendo a su nuevo amigo otro vaso de cerveza.

—No hay inconveniente, si montáis enseguida. ¿Vais a Halliford?

—Vamos hasta Shepperton.

—Pues cuenta conmigo hasta donde he dicho. ¿Está pagado todo, Rebeca?

—Todo. Pagó este señor —contestó la criada.

—Eso no puede ser —dijo el hombre, con gravedad de beodo—. Comprenderás que no puedo tolerarlo.

—¿Por qué no? —replicó Sikes—. Vas a hacernos un favor que nos evita los perjuicios de haber de quedarnos aquí; me parece que bien merece que te obsequie con una pinta o dos de cerveza en justa correspondencia.

El borracho pesó con gravedad cómica la fuerza del argumento, y al cabo de algunos instantes de madura reflexión, dio a Sikes un apretón de manos declarando a la vez que era un buen mozo. Contestó Sikes que sólo como broma podía aceptar el elogio, y en efecto: sólo en son de broma hubiera podido decir aquella frase el nuevo amigo de Sikes si no hubiese estado ya borracho.

Despidiéronse de los concurrentes no sin cambiar con ellos muchos cumplidos, y salieron seguidos por la maritornes que, retirados los jarros y los vasos, salió a la puerta para tener el gusto de verlos marchar.

El caballo, a cuya salud bebió su dueño más de la cuenta, esperaba fuera, enganchado al carruaje y en disposición de emprender la marcha. Oliver y Sikes montaron sin ceremonia, y el borracho, después de un par de minutos de marcha a pie, durante los cuales no cesó de prodigar elogios a su rocín ni de retar al posadero a que presentase otro que con el suyo pudiera compararse, montó también. Dijo entonces al posadero que le entregase las riendas de las cuales hizo un uso harto desagradable pues las tiró desdeñosamente por los aires. El caballo se encabritó repetidas veces, recorrió un buen trecho caminando sobre sus patas traseras, y al fin partió como una flecha.

La noche estaba obscura como boca de lobo. Del río inmediato y de las marismas que rodeaban el camino subía una niebla densa que semejaba negro tul tendido sobre los campos. El frío penetraba hasta los huesos y todo ofrecía aspecto lúgubre y siniestro. Los viajeros no cambiaron una sola palabra, pues el dueño del vehículo se había dormido y Sikes no tenía ganas de entablar conversación. Oliver, acurrucado en un rincón del carro, se estremecía de horror, creyendo ver en los árboles, cuyas ramas zarandeaba el viento, espantables fantasmas que venían a hacer más lúgubre y terrorífica la escena.

Las siete sonaron en el reloj de la iglesia de Sunbury cuando pasaron frente a ella. Brillaba una luz en una de las ventanas de la casa-embarcadero, a cuya débil claridad se destacaba con más fuerza la sombra gigantesca de un corpulento y copudo tejo. A lo lejos se oía el rumor monótono de una cascada dominando los susurros de las hojas de los árboles azotados por el viento. Hubiérase dicho que aquello era una melodía fúnebre que tenía por objeto invitar a los muertos al descanso.

Después de atravesar a Sunbury, se encontraron nuevamente en el camino solitario. Dos o tres millas más adelante hizo alto el vehículo. Sikes saltó a tierra, tomó por la mano a Oliver, y prosiguió la marcha a pie.

No se detuvieron en Shepperton, como hubiera deseado el fatigado muchacho, sino que continuaron avanzando por caminos detestables, envueltos en fango y entre tinieblas, hasta que dieron vista a las luces de una ciudad poco distante. Oliver vio que a sus pies corría un río y que se dirigían a un puente.

Sikes prosiguió caminando en derechura al puente, pero llegado a la entrada de éste, en vez de tomarlo, descendió por el talud hasta llegar a la orilla del agua.

—¡El río! —Pensó el desventurado Oliver yerto de espanto—. Me ha traído a este paraje solitario para asesinarme.

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