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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (23 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¡Mira esto, Oliver! —dijo el
Truhán,
sacando del bolsillo un puñado de chelines y peniques—. ¡Esto es vivir! ¿Qué importa la procedencia? ¡Aprende, Oliver, aprende, y no seas tonto! El tesoro de donde los saqué no se ha agotado todavía. ¿No quieres probar?.. . ¿No? ¡Oh! ¡Idiota, más que idiota!

—Es cosa fea, ¿verdad, Oliver? —observó Bates—. Es oficio que lleva en derechura a los amorosos brazos de la
viuda,
¿eh?

—No sé qué es eso —contestó Oliver.

—Una cosa semejante a esto: fíjate —dijo Bates.

Esto diciendo, tomó una de las puntas de su corbata, la alzó en el aire y seguidamente dobló la cabeza sobre un hombro, sacó la lengua y castañeteó los dientes de una manera especial, dando a entender por medio de aquella expresiva pantomima que abrazarse a la
viuda
y bailar en la horca era una misma cosa.

—Eso significa... ¿Ves con qué ojos de espanto me mira,
Truhán?
¡En mi vida vi angelito tan cándido como ese muchacho..! Ya sé la enfermedad que me llevará a la tumba... ¡la risa!

Bates, después de reír hasta que le saltaron las lágrimas, tomó de nuevo su pipa y continuó fumando.

—No es muy brillante la educación que has recibido, Oliver —dijo el
Truhán,
mirando con satisfacción las botas, que el muchacho había dejado como espejos—. Pero bien que Fajín hará de ti carrera, serías tú el primer nacido que, puesto en tan buenas manos, resultase una nulidad. Lo más acertado sería que dieras desde luego comienzo a la carrera. Quieras o no, has de ser del oficio más pronto de lo que sospechas, y entretanto, estás perdiendo lastimosamente el tiempo.

Bates apoyó el consejo con infinidad de consejos y máximas morales de su cosecha, y cuando el depósito de unos y de otras se hubo agotado, entre él y su amigo el
Truhán
trazaron un cuadro encantador de los infinitos placeres que eran anejos a la vida que llevaban, insistiendo una y otra vez en aconsejar a Oliver que sin pérdida de momento procurase granjearse el favor de Fajín por los mismos medios que ellos habían empleado para conquistarlo.

—Y nunca olvides lo que voy a decirte, que es una verdad como un templo —dijo el
Truhán,
oyendo que el judío estaba abriendo la puerta de arriba—. Si no birlas tú
sonajeros
y
sonadores...

—¿A qué hablarle en nuestro culto lenguaje si no entiende? —interrumpió Bates.

—Si tú no robas relojes y pañuelos de bolsillo —repuso el
Truhán,
acomodándose en su explicación a la capacidad de su oyente—, otros se encargarán de hacerlo; así que peor para ti. Tanto derecho tienes tú como otro cualquiera a dedicase a ese lucrativo oficio, y te prevengo que en esta casa, el que no trabaja no come.

—¡Ah, sí, sí! —dijo el judío, que había entrado sin que lo viera Oliver—. El oficio es muy sencillo hijo mío, muy sencillo. Sigue consejos del
Truhán,
que nadie conoce como él el catecismo de la profesión.

El viejo se frotó las manos aplaudió con placer el talento de discípulo.

No continuó la conversación por entonces porque el judío había llegado acompañado por Belita y por un caballero a quien Oliver no había visto nunca, el cual se había quedado rezagado en la escalera cambiando unas palabras con la joven.

El caballero en cuestión, a quien el
Truhán
llamó Tomás Chitling, era de más edad que aquél, pues probablemente habría visto dieciocho inviernos, pero esto no obstante, trataba a su compañero con una deferencia especial que parecía indicar que se reconocía un poquito inferior a él en punto a genio y destreza en el ejercicio de su profesión. Sus ojos, que guiñaba sin cesar, eran pequeñitos y en su rostro se destacaban las señales de la viruela. Un gorra de piel, una chaqueta de pana de color aceituna y unos calzones de lo mismo, pero rotos y cubiertos de grasa, y un delantal, componían su indumentaria. A decir verdad, su ropa pedía a grito herido pasar al montón de la basura, pero el joven se excusó diciendo que, como no hacía más que una hora había salido de la cárcel, donde le habían obligado a vestir de etiqueta durante seis semanas habíale faltado tiempo para ocuparse de su guardarropa. Añadió el buen señor Chitling, con grandes muestras de irritación, que el nuevo sistema de fumigación de ropas empleado en la cárcel era infernalmente anticonstitucional, pues las quemaba y llenaba de agujeros contra los cuales no conocía remedio. Habló también enérgicamente contra la odiosa medida de cortar el cabello a sus Pupilos, disposición que calificó de escandalosamente ilegal, y puso fin a su discurso asegurando que en cuarenta y dos mortales días no había entrado en su cuerpo una sola gota de licor y que tenía el gaznate más seco que un horno.

—¿De dónde crees que viene este caballero, Oliver? —preguntó el judío haciendo un guiño a los muchachos, que estaban poniendo unas botellas de aguardiente sobre la mesa.

—Supongo... yo creo que... no lo sé, señor —contestó Oliver.

—¿Quién es ése? —preguntó Tomás Chitling, mirando despectivamente a Oliver.

—Un amiguito mío, querido —respondió el judío.

—Está de suerte, pues —repuso Chitling, dirigiendo al judío una mirada amenazadora—. No preguntes de donde vengo, pimpollo, que no tardarás tú mucho en aprender el camino: ¡apuesto una corona!

Los pilletes rieron a rabiar aquella chanza, y después de bromear un rato sobre el mismo tema, cambiaron con Fajín algunas palabras en voz baja y salieron de la estancia.

El judío y el recién venido, después de cuchichear durante breves segundos, acercáronse al fuego, y el primero, mandando a Oliver que se sentase a su lado, llevó la conversación a los temas que supuso habían de interesar más a su auditorio. Extendióse en particular sobre las grandes ventajas que reportaba el oficio, sobre la destreza maravillosa del
Truhán,
la amabilidad de Carlos Bates y la generosidad sin límites del dicente. Cuando estuvo agotada la materia, en atención a que Chitling se caía materialmente de sueño, cosa muy natural después de haber pasado seis semanas, recluido en la cárcel, centro que rinde y postra al más fuerte después de una o dos semanas de estancia, se retiró la señorita Belita a fin de dejar a los demás en libertad de irse descansar.

Muy contadas veces dejaron solo Oliver a partir de aquel día, pues constantemente tenía a su lado a los dos simpáticos ladrones que se entretenían practicando todos los días el ejercicio favorito con el judío... no se sabe si para adiestrarse ellos o si para acostumbrar y adiestrar a Oliver; quizá el judío pudiera sacarnos de dudas. Otras veces el judío les narraba historias entretenidas de robos cometidos por él mismo en su juventud, dando a la narración un colorido tan vivo y salpicándola con chistes tan graciosos y originales, que Oliver no podía menos de reír a carcajadas, demostrando que, pese a la delicadeza de sus sentimientos, le divertían sobremanera aquellas historias.

En una palabra: el ladino judío tenía al muchacho prendido en sus redes; y luego que merced a la soledad y al aislamiento consiguió despertar en él el gusto por la compañía, desagradable, desde luego, pero nunca tanto como la de sus amargos pensamientos, dedicóse a infiltrar lentamente en su corazón la ponzoña con que esperaba corromperlo para todo el resto de su vida.

Capítulo XIX

Donde asistirá el lector a la discusión y aprobación de un plan notable de operaciones

Era una noche húmeda, fría y ventosa. El judío Fajín, luego que arrebujó su aterido cuerpo con su gran levitón y alzó el cuello de éste hasta cubrir con él sus orejas, más que para preservarlas del frío para ocultar toda la parte inferior de su rostro, salió cauteloso de su guarida.

Detúvose junto a la puerta en la parte de afuera hasta que oyó que cerraban con llave y sujetaban las cadenas, y después de escuchar con atención y de felicitar mentalmente a sus discípulos por las medidas de precaución que adoptaban, alejóse con rapidez.

La casa en la cual estaba recluido Oliver distaba poco de Whitechapel. El Judío se detuvo un instante en la esquina de la calle, y después de tender en torno suyo miradas recelosas, alejóse en dirección a Spitalfields.

Espesa capa de lodo cubría las calles envueltas en negra bruma, caía lentamente la lluvia y hacía un frío horrible. En una palabra: la noche era que ni de encargo para un individuo como el judío. Al deslizarse con ligereza rozando las paredes y buscando abrigo en los huecos de las puertas, aquel viejo repugnante parecía un reptil monstruoso, salido del fango y de las tinieblas en que se movía, que se arrastraba a favor de la noche en busca de alguna apetitosa provisión de carne putrefacta.

Recorrió varias callejas tortuosas y sucias hasta que llegó a Bethnal Green, donde, torciendo bruscamente hacia la izquierda, no tardó en aventurarse por la intrincada red de inmundos callejones que tanto abundan por el distrito a que me refiero.

Era evidente que el judío conocía a la perfección el terreno que pisaba a juzgar por lo bien que se orientaba no obstante la oscuridad tenebrosa de la noche y lo laberíntico de las calles. Recorrió no pocas de éstas y al fin entró en una iluminada por un solo farol. Hizo alto frente a una puerta, llamó y, después de cambiar algunas palabras en voz baja con el que le franqueó la entrada, penetró en su interior.

Oyóse el gruñido de un perro no bien el judío puso la mano sobre el picaporte de la puerta de una habitación, y desde el interior de ésta preguntó una voz bronca:

—¿Quién va?

—Yo solo, Guillermo, yo solo —contestó el judío entrando.

—Que entre tu humanidad —dijo Sikes—. ¿Estarás quieto, condenado perro? ¿Es que cuando el demonio viste levitón no le conoces ya?

Parece que el animal se engañó en los primeros momentos, pues no bien Fajín se desabrochó el levitón y le colocó sobre el respaldo de una silla retiróse aquél al rincón de donde antes saliera meneando el rabo con muestras de satisfacción.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Sikes.

—Pues hay... ¡Ah! Buenas noches, Anita.

El judío saludó a la joven con timidez manifiesta, cual si tuviera sus dudas acerca de la acogida que le dispensaría su amiga, a la que no había visto desde que aquélla había abrazado la defensa de Oliver. Sus dudas, sin embargo, desvanecieron en el acto, pues Anita retiró los pies de los morillos la chimenea, arrastró hacia atrás la silla en que estaba sentada y dijo al judío que aproximara la suya. No explicó el objeto; pero como la noche estaba extraordinaria fría. Fajín lo comprendió de sobra.

—Fría está de veras la noche, querida Anita —observó el judío acercando a la lumbre sus arrugadas manos—. Penetra hasta la médula de los huesos.

—Mucho más intenso habría de ser para que penetrase hasta tu corazón —dijo Sikes—. Dale algo de beber, Anita, y despacha pronto ¡voto al infierno! Me pone nervioso ver a ese carcamal tiritando de esa manera... ¡Si parece un espectro recién salido de la fosa!

Anita se apresuró a sacar una botella de una alacena en la que había otras varias de formas y tamaños diversos, llenas sin duda de distintos licores. Sikes llenó un vaso de aguardiente que ofreció al judío.

—Muchas gracias, Guillermo, muchas gracias —dijo el judío, dejando el vaso sobre la mesa sin haber hecho más que humedecer los labios en el líquido.

—¡Cómo! ¿Tienes miedo de emborracharte? —preguntó Sikes mirando al judío con fijeza—. ¡Uf!

Lanzando a Fajín una mirada despectiva, vertió el contenido del vaso en la lumbre para llenarlo de nuevo, lo que hizo en el acto.

Mientras su camarada echaba entre pecho y espalda el contenido del primer vaso y el de otro segundo, el judío tendía la vista en derredor, no con curiosidad, que harto conocía la habitación en que se encontraba y aun toda la casa, sino con esa expresión de recelo que le era peculiar. Pobre era a más no poder el mueblaje de la estancia, en la que nada había que hiciera suponer que estuviera habitada por un hombre amigo del trabajo más que el contenido de la alacena, ni presentaba más objetos sospechosos que tres trancas descomunales, puestas en un rincón, y un
salvavidas
—acaso le cuadrase mejor el nombre de
destruyevidas
— que pendía de la chimenea.

—A tu disposición —dijo Sikes, castañeteando la lengua—. Ya me tienes dispuesto.

—¿Para tratar de negocios? —preguntó Fajín.

—Para tratar de negocios. Suelta lo que traigas en el buche.

—¿Sobre la casa Chertsey, Guillermo? —preguntó el judío, acercando más su silla y bajando mucho la voz.

—Sí. ¿Qué hay?

—¡Oh! De sobra sabe usted lo que hay, amigo mío, ¿no es cierto, Anita?

—¡No! ¡No lo sabe! —replicó Sikes—. Y si lo sabe, es como si no lo supiera, que para el caso es lo mismo. Habla pronto y llama las cosas por su nombre. Y acaba ya de una vez de gruñir y hacer mueca, así como también de hablarme con enigmas y reticencias, como si no fueras tú el primero que concibió el proyecto del robo. ¡Al grano, al grano, y basta de rodeos!

—¡Calma, calma, Guillermo! —exclamó Fajín, intentando en vano poner diques a la indignación desbordada de su amigo—. Pudieran oírnos, querido amigo... pudieran oírnos.

—¡Que nos oigan! —gritó Guillermo—. ¡Me da lo mismo!

Sin embargo, como parece que no le daba lo mismo, al cabo de un momento de reflexión, optó por bajar la voz.

—Me guiaba la prudencia, amigo mío... nada más que la prudencia —observó con zalamería Fajín—. Hablemos ahora de la casa Chertsey: ¿cuándo se da golpe, amigo mío? ¡Cuánta vajilla de plata, querido amigo, cuánta riqueza! —añadió el judío frotándose las manos de gusto y elevando los ojos en un éxtasis de deleite.

—No puede darse —contestó Sikes con frialdad.

—¡Que no puede darse! —repitió como un eco el judío.

—No —insistió Sikes—. Por lo menos, no es el negocio que nosotros creíamos.

—¡Luego no se ha sabido hacer bien la cosa! —gritó el judío, pálido de cólera—. ¡No me lo diga usted!

—Te lo diré, quieras o no. ¿Quién eres tú, para que yo calle? Digo que Tomás Crackit hace quince días que ronda la casa y aun no ha conseguido sobornar a ninguno de los criados.

—¿Quiere usted decirme, amigo mío —preguntó Fajín, dulcificando la voz a medida que su interlocutor la alzaba— qué ninguno de los dos criados se aviene al juego?

—Eso precisamente. Veinte años hace que la vieja los tiene a su servicio, y nada consigues de ellos aun cuando les des quinientas libras.

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