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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (75 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Kate sintió una repentina conmiseración por Manuel Herrero, por Isabel, con su inmaculado delantal, y por Manel, el hijo de Marian. Se preguntó cómo sería físicamente y si con cuarenta años poseería en la mirada la calidez de los Herrero o la frialdad de los Bernat. Desvió la vista hacia la cama de Dana. Seguía sin moverse y no pudo evitar pensar en el daño que les había hecho Jaime Bernat a ella y a la viuda. Le cogió la mano con suavidad. Tenía miedo de que ella la rechazase, y también ganas de hablarle de las cartas y de lo que había descubierto sobre el hijo de Manuel y Marian, el probable asesino de Jaime Bernat. Pero las palabras se quedaron en intenciones y permaneció en silencio, convencida de que debía intentar provocar el menor daño posible. Tal vez hubiese un modo de exculpar a Dana sin tener que señalarle a él… Nadie merecía un castigo por librar al mundo de alguien como Jaime Bernat.

Miró la mano de Dana entre las suyas. Ni siquiera un movimiento, nada. Y la soltó.

Bajó la pantalla del Mac y se dio cuenta de que la BlackBerry había quedado todo el tiempo oculta tras ella. La luz roja titilaba y la cogió para consultar los mensajes. Dos correos, uno de San Pedro reenviado por Marina y el otro del técnico andorrano.

Marina la informaba de que la Fiscalía les había entregado la lista con los testigos y le pasaba una copia escaneada. Kate leyó los nombres y frunció el ceño. No había demasiadas sorpresas, excepto por uno de ellos, que no le sonaba de nada. Le respondió con una nota sobre la conveniencia de preguntar a Mario por esa mujer y luego mandó un mensaje a Luis en el que le pedía que investigase ese nombre y su vínculo con Mario por si éste les mentía. El correo del técnico, tal como habían acordado por teléfono, sólo incluía una dirección y una hora para reunirse al día siguiente en La Seu. No le gustaba la idea de verse con él, pero en un encuentro cara a cara conseguiría más información de aquel tipo que mediante cualquier mensaje o llamada que pudiesen cruzar. Respondidos los correos, se sintió satisfecha, estaba todo controlado. Puso el despertador de la BlackBerry y se tumbó en la cama. No podía dejar de pensar en si debía contarle a Isabel Herrero lo que había descubierto, para que ella decidiese lo que quería hacer con la información. Por fin, se durmió imaginando lo que debía de tener en la cabeza un hombre con la historia familiar de Manel Bernat.

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Casino, Alp

En la mesa redonda, al fondo del bar, en el viejo casino de Alp, siete cabezas se volvieron a la vez cuando Santi Bernat apareció en la puerta. Hasta entonces la conversación se había centrado en el accidente acaecido el domingo anterior en el puente de la carretera de Bellver, cerca de Baltarga. La mayoría coincidía en que era una cosa cantada, algo de esperar teniendo en cuenta la afición a la bota del viejo Moutarde y que el hombre rozaba los cien. Algunos incluso opinaron que, a esas edades, nadie debería tener permiso de conducir. Mientras, Arnau Desclòs esperaba el mejor momento para intervenir. Llevaba toda la velada pensando en lo que iba a anunciar, barajando varias posibilidades sin decidirse. Cuando alguien comentó las ocasiones en las que el viejo Marcel había recibido quejas de sus vecinos por haber arado sus tierras al no percatarse de que su tractor había traspasado los límites de sus propios campos, todos rieron. Era una anécdota que definía perfectamente a Moutarde. Arnau, cansado de esperar, decidió que había llegado el momento y les aseguró que según el informe la infractora había sido la veterinaria. La afirmación los dejó a todos pensativos. Y siguieron jugando en silencio hasta que Morell aseveró que alguien tenía que ser el cabeza de turco. Todos asentían menos Desclòs, que no había entendido bien el significado de la afirmación de Morell. Cuando se disponía a preguntar, la puerta del bar se abrió para dejar paso a Santi Bernat y los gritos ahogaron las intenciones del caporal.

A partir de ese momento, todos se dedicaron a adular al joven Bernat. Le felicitaban por su nuevo estatus y le decían que, ahora que tenía una casa tan grande para él solo, debía buscarse una mujer. Bromeaban sobre si tendría frío estando tan solo en la finca y planearon una visita a la casita roja el siguiente fin de semana para ponerle en forma.

Mientras tanto, Arnau se consumía viendo pasar el tiempo sin que nadie le preguntase por sus pesquisas. Con tanta expectación como había levantado la semana anterior, no comprendía que ninguno le preguntase por el caso. Decidió que el desinterés sólo podía deberse a la presencia de Santi. Y cuando empezaban a cenar se le ocurrió mencionar que, gracias a sus contactos, había conseguido detener el segundo registro de la finca Bernat. Los siete pares de ojos se mantuvieron atentos a la respuesta de Santi. Todos masticaban en silencio. Alguno pidió más cerveza y Santi comentó, como si nada, que el sargento le había llamado esa tarde y que él le había mandado a tomar viento. Todos, menos Arnau, le rieron la gracia.

2011

Mantiene los ojos cerrados unos instantes más disfrutando del mejor momento del día. La oye respirar de forma regular y se concentra en su propio ritmo mientras repasa mentalmente la agenda de la jornada. Hoy empezará a las siete quince en el quirófano cinco con el doctor Gómez y su equipo. Tira del edredón hacia arriba hasta que no queda ni un pliegue y esconde los brazos bajo ese mar de perfección. Los nota pegados a ambos lados del cuerpo y respira hondamente. A su lado, ella duerme tranquila, en un sueño que él ha inducido con un fin. Sólo tiene que esperar unos meses a que todo acabe para volver a su piso, a su vida. Ya han caído tres, ahora tendrá que esperar un tiempo prudencial para poder avanzar otro paso hacia su objetivo. Abre bien los ojos y, en la penumbra de la madrugada, imagina formas en el techo. Ella lo prefirió gris, como tus ojos de hielo, dijo, y él accedió, porque no le importaba. Se le ocurre que en el fondo ha tenido suerte. No era fácil pensar que su objetivo sería alguien tan perjudicado como él mismo. Al principio no conocía exactamente las causas que la habían llevado a Barcelona con su madre, pero era fácil imaginarlas. Gira parcialmente la cabeza y la observa. Es bonita. La primera vez que la vio estaba sola, desayunando en la cafetería del hospital una magdalena con pepitas de chocolate y una tila. En aquel momento ya sabía de ella todo lo que describe un informe psiquiátrico sobre el paciente; el inicio, las crisis, los repuntes y las recaídas, todo. Las anotaciones sobre su historia familiar, las que más interés tenían para él, empezaban en el 88. Sólo referencias a su relación con la familia de la madre y descripciones sobre las largas depresiones de ésta, los gestos compasivos de sus tíos en las reuniones familiares y el desprecio en las miradas de sus primos por su aspecto diferente y el acento del valle, tan característico. Antes de eso, nada. Por el nombre y apellidos era ella, pero en su historia médica no había ningún dato de antes de los ocho años. De todos modos, en aquel momento a él le daba igual. Al fin y al cabo sólo estarían casados unos meses, tal vez un año. Lo estrictamente necesario. Ella se mueve a su lado, entre sueños, y la seda de su camisón resbala sobre la piel y deja uno de los senos casi al descubierto. Los ojos de él siguen el movimiento hasta que ella encuentra la postura, suspira y vuelve a respirar regularmente. Entonces acaricia su piel con la mirada, lo máximo que le permite el acuerdo tácito que mantienen. Se pregunta por primera vez si es del todo necesario… Pero sabe que no debe ni puede permitirse cabos sueltos en su plan perfecto. Y, sin embargo, le pesa desprenderse de una compañía que no pide nada. Pero sabe de sobra que la justicia que busca desde los trece años exige el sacrificio. Se oye el clic del despertador, que siempre le avisa antes de que empiece el festival de la alarma y le permite comenzar en silencio su particular ritual de cada mañana. Extiende el brazo y pulsa el botón metálico del aparato. Como todos los días seguirá mirándola unos minutos más. Luego vendrán la ducha, los dientes, el afeitado, todos los utensilios en perfecto orden dentro del armario, cada uno en su lugar, listos para que él los elija y los use. Es martes de la segunda semana del mes: camisa blanca, pantalón arena, jersey marino y el aroma de Armani Sport.

124

Habitación 202, hospital de Puigcerdà

Desde luego, se merecía esos ojos hinchados por cotilla. Tras salir de la ducha, Kate se secó con la toalla del hospital y se estudió en el espejo. Hacía varios días que la piel había dejado de molestarla, las ronchas casi habían desaparecido y no le picaba ni siquiera después de secarse. Se acercó la toalla húmeda a la cara y el olor del algodón la trasladó al hotel Arts. Su vida últimamente parecía estar llena de contrastes inesperados. Sobre la repisa de plástico estaba el pequeño neceser que había traído para el fin de semana. Lo miró y luego fijó la vista en el espejo. Dos semanas en el valle y ya no llevaba ni secador… Se quedó mirando la imagen que le devolvía el espejo. El pelo se le ondulaba cada día más, y si no ponía remedio pronto volvería a parecer la adolescente rebelde de los noventa y empezaría a oír Catalinas por la calle. Pero preocuparse sin hacer nada era absurdo. Necesitaba volver a la finca a por un secador y recuperar su aspecto. Parecía increíble que sólo llevasen tres días en el hospital. Ese entrar y salir del edificio, la incertidumbre de lo que ocurriría con Dana, las emociones, el ambiente cerrado y la temperatura asfixiante de la habitación hacían que el tiempo se diluyese y que todas las horas, y los días, se mezclasen en una especie de sucesión de escenas con su propia medida del tiempo.

Por suerte, la finca estaba en buenas manos. Se preguntó si Chico se habría instalado ya en la casona y empezó a vestirse. Las últimas bragas limpias… Necesitaba lavar la ropa con urgencia o ir de compras. Miró el dosificador de jabón y chasqueó de nuevo la lengua. Antes muerta que convertir el lavabo de la habitación en uno de esos tendederos en los que cualquier visita contempla la ropa interior secándose en la barra de la ducha… Acabó de vestirse y dudó si volver a recogerse el pelo en una coleta, pero al final lo sujetó con una pinza. Se extendió la crema hidratante y una base de color. Lo metió todo en el estuche y cerró la cremallera. Sobre la repisa del lavabo también estaban la BlackBerry, conectada al cargador, y el móvil de Dana, que Kate rehuyó. Cuando despertase, tarde o temprano se acordaría. Y entonces vio que la pantalla de su teléfono se iluminaba.

—Sí…

—…

—Claro, estamos charlando desde las siete.

—…

—No, hombre, no. Por cierto, tengo que ir a la finca un par de horas. ¿Cuándo te va bien relevarme?

—…

—Pues que no lleguéis muy tarde. ¿Te ha dicho el abuelo si se quedará toda la mañana?

—…

—Con eso tengo bastante. Si puedo irme pronto, a mediodía estaré de vuelta.

—…

—Ni hablar, y no vuelvas a aprovecharte de las enfermeras. Ayer Lía casi llega tarde al turno. Tienes mucha cara…

—…

—Ya, pero desde ayer está avisada, así que no gastes energías.

—…

—Sólo verdades.

—…

—Ya te gustaría. Venga, no tardéis.

Salió a la habitación y miró hacia la cama sin demasiada esperanza. Bueno, por lo menos sabía que despertaría; lo había dicho Lía y se fiaba de ella. Se acercó a la ventana y buscó el amanecer oculto tras nubarrones oscuros como el hollín. Algunas ventanas de los edificios de la plaza brillaban como luceros en la oscuridad. El invierno estaba a punto de llegar. Kate pensó en la finca Prats, en Dana y en cómo iba a ser capaz de apañárselas sola. En cómo iban a cambiar sus vidas por una llamada inoportuna… Casi las ocho. Necesitaba llamar a Luis, seguro que el friki de los ordenadores con el que había salido podía ayudarles a encontrar a Manel Bernat. Tim, ése era su nombre. Marcó el número del móvil de Luis y esperó de pie con la vista fija en la tira de luces blancas que colgaba de la torre. Escuchó el mensaje de la operadora y colgó. Se habría equivocado. Buscó en la libreta de direcciones y marcó de nuevo, con idéntico resultado. Pero ¿qué narices? Miró la hora en la pantalla y llamó a la centralita del bufete.

Cuando colgó dos minutos más tarde, estaba furiosa. Buscó el teléfono particular de Luis y llamó. Mientras esperaba notó cómo se le llenaba la boca de un sabor amargo. No se lo podía creer.

—…

—Pero ¿se puede saber qué has hecho?

—…

—¿Sólo por eso? ¿Sin más explicaciones?

—…

Kate respiró hondo.

—De acuerdo, sólo será temporal, así que ponte las pilas. Necesito que averigües todo lo que puedas sobre Manel Bernat. Cuelgo y te mando una foto suya, pero de momento te paso la fecha de nacimiento.

—…

—Pues espabila, el mundo no se acaba en el bufete. De momento llama a ese amigo tuyo, Tim, y dale los datos.

—…

—No me vengas con tonterías, que no estoy para bromas. El despido es temporal, cuando vuelva lo resolveremos. Y no vayas de llorona, que no te pega nada.

—…

—Pues créetelo, eso es lo que he dicho.

—…

—Eso quería, a ver si espabilas.

—…

—Pues arréglatelas con él. Si hace falta pídele disculpas, que algo harías para que quedaseis tan mal.

—…

—Lo siento, cuando cortes con el próximo, intenta quedar como amigos. Y no te entretengas, dentro de un par de horas necesito algo.

—…

—¡No quiero volver a oír sandeces! Ni estás en el paro ni te he dejado tirado. Sigues trabajando para mí, así que no te columpies. Cuando vuelva me ocuparé de que esto no sea más que una anécdota. Y ahora ponte manos a la obra, que sólo cuentas con un par de horas.

—…

—Por cierto, te mando una dirección en La Seu. Quiero que estés allí a la hora que especifica el e-mail. Nos vemos luego.

Cuando colgó respiró hondo varias veces hasta que consiguió hacerlo sin temblar. Despedir a Luis era lo más estúpido que le había visto hacer a Paco. Le ingresarían la indemnización en la cuenta corriente al cabo de dos semanas y ni siquiera le habían dejado entrar en el despacho. Eso era ruin y rastrero, además de mezquino. No le había preguntado por los documentos que había apartado del dossier del caso, no era necesario, pues ambos sabían que éstos estaban ahora al alcance de cualquiera. Se preguntó si correría la misma suerte cuando volviese a Barcelona. ¿Cómo podía haber cambiado tanto su vida en menos de dos semanas? Se tapó la cara con las manos y cerró los ojos, dispuesta a llorar un poco para liberar la tensión. Pero no había lágrimas, ni el más mínimo asomo de tristeza. Kate, concéntrate en lo que sientes, vamos. ¿Tienes ganas de volver atrás? Imposible, antes necesitas saber más de Manel Bernat, quién es y qué hace, y después ver cómo despierta ella y si podrá valerse por sí misma. No puedes volver sin resolver todo esto. El bufete está en tercer lugar. ¿Estás segura de que eso es así, de que no te estás dejando llevar por la intensidad de las cartas o por el miedo a que Dana te culpe del accidente? ¿Habla el sentido común o el estupor en el que te mantienen los últimos acontecimientos? Piensa, Kate, vamos, piensa.

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