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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (70 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Al llegar a la gasolinera detuvo el coche y le hizo una señal al encargado para que le abriese el contador. Mientras la manguera manaba gasóleo notó una vibración en el bolsillo y cogió el móvil.

—…

—¡Sí!

—…

—No sé de quién me habla.

—…

—No tengo ni idea. Oiga, aún no me han devuelto las cosas del viejo, ¿y va a darme la vara por no sé qué parienta…?

—…

Santi colgó la manguera y se encamino hacia la garita con el teléfono en la oreja. El cobrador, un latinoamericano de ojos pequeños y espaldas anchas, le indicaba que colgase y le señalaba con vehemencia un letrero en el que ponía que estaba prohibido utilizar el móvil. Santi seguía sudando, estrangulando el teléfono con la mano y pensando en el modo de desviar la conversación y evitar a la tía.

—No, escúcheme usted, mañana quiero las cosas de mi padre o las recuperaré por mis propios medios. Y ahora tengo que colgar, que estoy en una gasolinera.

Sólo faltaba el maldito sargento interrogándole sobre la tía. ¿Cómo se habían enterado? Maldita sea, ¿es que nada podía salir bien?

112

Comisaría de Puigcerdà

Su arrogancia y la displicencia con la que respondía a sus preguntas le hacían sentir frustrado en cuanto colgaba el teléfono. Sin embargo, esta vez había notado algo diferente en su voz. Santi se había puesto nervioso. Incluso le había sacado de sus casillas sin esfuerzo, y la intuición le decía que ocultaba algo. Además, estaba claro que aún no sabía nada del segundo registro que iban a efectuar en su finca y eso sólo podía ser porque el maldito caporal se había pasado su orden por el forro. Descolgó y marcó el número de Desclòs. Esperó con la mirada en el tirador de madera del primer cajón de la mesa.

Empezaba a pensar en serio si la letrada tendría razón y el cachorro Bernat era su hombre. Desde luego, efectividad para seguir la pista del brandy no le había faltado… Trabajar con alguien competente, aunque fuese tan lunática y arrogante, era todo un cambio. El caporal no respondió al teléfono, y J. B. colgó molesto. Por la mañana le pondría las pilas. En ese momento el cuerpo sólo le pedía salir de comisaría sin que nadie le viera.

Miró la hora en la pantalla del ordenador. Faltaban veinte minutos para el cambio de turno; era el momento. Se levantó y cuando descolgaba la cazadora sonó el teléfono. Le dio un vuelco el corazón; seguro que era la comisaria para exigirle el informe sobre el bastón. Mierda… Cogió aire y descolgó en el momento en el que se abría la puerta del despacho.

—Sólo quería avisarte pero has sido muy lento —susurró la voz de Montserrat al otro lado de la línea.

Tania entró y el aroma de Eau de Rochas inundó la habitación como una nube de promesas. Caminó hasta la mesa sin mirarle, dejó el bolso y se sentó en ella de un salto, con los pies colgando y la mirada perdida en el aparcamiento. La minifalda dejaba al descubierto tres cuartas partes de los muslos, justo hasta donde empezaban las medias. J. B. carraspeó. Estaba claro que venía buscando explicaciones y esas cosas requerían rapidez. Sólo que tampoco tenía excusa; simplemente quería estar solo. Observó cómo Tania cogía el móvil, que él había dejado sobre la mesa para ponerse la chaqueta, y se ponía a toquetear las teclas. Pocas cosas le ponían más nervioso que ver a alguien mangoneando lo suyo, pero no era momento de reproches porque Tania seguía en el mapa. Permanecieron unos segundos en silencio mientras ella jugueteaba con su móvil y él, sin perderlo de vista, pensaba en si le daría tiempo a pasar por Correos y recoger los recambios de la moto. Miró la hora, cogió la silla, la arrastró y se sentó delante de sus piernas. Luego subió la vista buscando sus ojos mientras ella seguía toqueteando el teléfono sin prisas. J. B. esperó unos segundos, pero no quería jugar, ni aguantar tonterías, ni oír cómo le pedían explicaciones, ni tener que darlas. Mierda. Volvió a mirar el reloj y le quitó el móvil con suavidad. Ella lo soltó, hizo una mueca y le miró.

—Creo que me voy —dijo Tania con chulería.

Bajó de la mesa de un salto y a J. B. la intensa oleada de Rochas le dio ganas de sujetarla y pegarle un buen revolcón. Uno rápido. El deseo le cruzó el cuerpo como un relámpago. Ella debajo, él encima, la nariz entre sus pechos, turgentes, las manos sujetando sus caderas y un par de empujones certeros, con la ropa puesta, sólo para soltar el lastre… Pero dejó pasar el momento y ella no se volvió al salir.

Cinco minutos después, J. B. estacionaba la moto delante de la oficina de Correos y tuvo que emplearse a fondo para que la funcionaria, una mujer pequeña y escuálida con el pelo corto y la mirada huidiza, le dejase entrar. Mientras su compañero le entregaba el paquete, ella permaneció de pie, con su anodino uniforme amarillo y azul, zarandeando de forma irritante las llaves de la puerta. Al salir, J. B. la saludó. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que uno de sus ojos iba por libre. Intentó no recrearse en ello y siguió andando hasta la moto sin poder apartar de su mente la imagen del ojo tuerto. Apoyó la mochila en la moto y sacó las piezas de la caja de cartón para meterlas dentro del sillín. En ese momento, se apagaron las luces de Correos. Había que joderse… Las malditas farolas acababan de encenderse y apenas veía la cremallera de la bolsa. Buscó un contenedor para tirar la caja. Cerca de Correos era lógico que hubiese uno, pero fue incapaz de encontrarlo y, cuando iba a dejar los restos del cartón en una esquina oscura, oyó un ruido. La funcionaria flaca permanecía de pie, delante de la puertecilla lateral de Correos, observándole en silencio. La penumbra de la callejuela le daba en una parte de la cara y en la otra empezaba a destacar como un huevo duro el blanco del ojo tuerto. Ahí se le quedó clavada la mirada hasta que la melodía de
El padrino
le rescató. J. B. buscó el móvil con los restos de la caja aún en la mano y descolgó.

—Sí…

—…

—Perfecto, eso puede ahorrarme una bronca o por lo menos media. Venga, quedamos allí y nos tomamos algo. Yo invito.

—…

—Cinco minutos.

—…

Mientras hablaba con Gloria vigiló la sombra de la funcionaria, que serpenteaba calle arriba. Las luces de las farolas ya se habían calentado y al colgar todo le pareció menos tétrico.

Aun así, no quiso dejar la moto en la callejuela oscura y subió arrastrándola para dejarla delante mismo del Insbrük. Aparcó y saludó a la forense, que se acercaba por el paseo Diez de Abril. Se colgó la mochila. El informe anexo al de tóxicos que le proporcionaba Gloria —en el que se identificaba el tipo de digoxina y la concentración que había en la botella de brandy de los Bernat— mantendría a «la doña» a raya por lo menos otras doce horas. Cuando se volvió para recibir a Gloria descubrió a la letrada saliendo del edificio que había al lado de la iglesia. No tenía pinta de asistir a misa. Además, se alejaba como si estuviese a punto de perder un tren. J. B. la siguió con la mirada hasta que notó la mano de Gloria en el brazo. Le sonrió y lanzó otro vistazo a la letrada. A saber lo que se traía entre manos…

113

Comisaría de Puigcerdà

—Claro, Vicente, cuenta con ello.

—…

—Hasta mañana.

El comportamiento del maldito sargento pasaba ya de castaño oscuro. Cuando le tuviese delante se le iba a caer el pelo. Ya no iba a esperar más, porque llevaba demasiado tiempo dándole largas al alcalde y no podía presentarse en la cena del miércoles con las manos vacías. Cerró los ojos y cogió aire. En realidad, no le necesitaba. ¿Cuándo había precisado ella la ayuda de alguien para conseguir información? Magda descolgó el teléfono.

—¿Ha llegado ya el informe del laboratorio que te pedí, el del bastón de Jaime Bernat?

—…

—Bien, ponme con ellos.

—…

—Entonces, en cuanto acabes. Pero a y media tengo que salir y lo quiero resuelto. Date prisa.

Cuando colgó el teléfono miró la hora. Había quedado a las diez en el hotelito y ya eran más de las ocho, pero quería pasar por casa para ducharse y ponerse algo sexy bajo la ropa. Repasó mentalmente sus últimas adquisiciones de Lise Charmel y se decidió por el body negro con las cintas de satén doradas. Una chuchería entera daba menos juego, pero le sentaría mejor después de las cenas y comidas de los últimos días. Quedaba pendiente decidir si se pondría liguero. Sabía que a Hans le gustaba especialmente el de las gomas de Swarovsky. De hecho, aún recordaba su expresión cuando lo había visto por primera vez. Se estremeció al pensar en cómo se lo había quitado y, cuando empezó a notar el efecto entre las piernas, se forzó a centrar su atención en algo menos goloso. Y sin desearlo, sin una razón, la veterinaria acudió a su mente y Magda volvió a marcar el número de centralita.

Dada la situación, estar en coma era lo mejor que podía pasarle. A ella y a todos. Además, Desclòs le había dicho que al cabo de un par de días tendrían el atestado del accidente y se sabría quién cargaba con el muerto; con los dos, de hecho. Ciertamente, puede que no despertar del coma fuese lo mejor para ella. Desde luego, para el caso sí lo era.

1998

Disfrutó del tacto áspero del periódico que tenía doblado entre sus manos. Las miró y recorrió con los ojos el dibujo del relieve de las venas que sobresalían. En la izquierda eran más tercas, persistían incluso cuando apretaba el periódico, a pesar de que sentía la piel tensándose sobre ellas. Era la misma sensación de bienestar que le recordaba a algo de su niñez. Tal vez la misma que cuando el siamés que rascaba los cristales de su ventana mientras estudiaba acabó de vaciar la leche del bol que le había preparado y, en ese preciso instante, supo que no volvería a oír aquel molesto ruido tras los cristales. El carro de la comida apareció rodando a su derecha y una azafata muy joven le obsequió con una sonrisa de catálogo. Siempre le parecían modelos, con sus zapatos de tacón y sus faldas impecables. Tenían siempre ese porte altivo e impersonal que tanto le recordaba a la tía. Con una corta sonrisa asintió a la pregunta muda de la joven, metió el periódico en el respaldo del asiento delantero y bajó el soporte, al tiempo que ella colocaba la bandeja con la comida. Entonces le sirvió el zumo y él negó con la cabeza cuando le ofreció el café. Todo un ritual. Cuando le recogieron la comida se recostó y cerró los ojos. Había sido un buen viaje, había podido completar lo que había venido a hacer y volvía con esa sensación de libertad que le daba acabar con algo pendiente. Recuperó el periódico que había dejado en el bolsillo del asiento delantero y lo abrió de nuevo por la página de sucesos. Una mala reseña, pensó. Incompleta. Y, mientras releía la noticia que había esperado durante días, no supo si alegrarse por la suprema incompetencia del periodista que firmaba el artículo. Tal vez fuese lo mejor. «El cuerpo mutilado de un ilustre notario ha sido hallado en un parque de la ciudad junto a su perro. La policía todavía no ha podido encontrar las manos del fallecido, que le fueron seccionadas antes del fallecimiento. La investigación continúa abierta y la familia bonificará cualquier pista fiable que pueda ayudar a encontrar al culpable». Un trabajo perfecto, pensó. Sin embargo, aunque sabía que sólo una persona en el mundo podía hacerlo, le molestó que el artículo no describiese el modo en que había muerto: el dolor insoportable que le había hecho perder la conciencia de forma intermitente y que había acabado matándole; las veces en las que, a pesar de estar consciente, fue incapaz de moverse; los gritos que no pudo expulsar de su garganta reseca; y la sensación de impotencia que debió de sentir cuando, paralizado, como lo había estado él por sus ojos, presenció la amputación de sus propios miembros.
Dog
, igual que entonces, actuó como testigo mudo. Los altavoces anunciaron el aterrizaje en veinte minutos. Echó un vistazo a su reloj y frunció el ceño al calcular si el viejo perro se habría acabado ya su «postre sorpresa». Los carpianos y las falanges iban a darle mucho que roer antes de entrar en el sueño eterno.

114

Habitación 202, hospital de Puigcerdà

Camino del hospital, Kate no paraba de dar vueltas a una sola cosa: ¿quién tenía acceso a los documentos personales cuando alguien fallecía? Lo más lógico era que fuese la familia, pero Marian sólo tuvo cerca a su tía Rosalía. Puede que ella hubiese conservado los documentos en lugar de mandárselos a Jaime, ya que, por lo que había deducido de la conversación con el clérigo, ella y su sobrino no estaban demasiado unidos. De cualquier modo, al fallecer Rosalía, los documentos de ambas debieron de haber vuelto de algún modo a la familia. De lo que Kate estaba segura era de que no podían haber caído en manos de cualquiera, y de que si Santi los tenía no iba a admitirlo ni a dárselos, a no ser que ella pudiese demostrar que alguien se los había entregado. Necesitaba averiguar qué había ocurrido con ese piso de la calle Aribau y quién se había hecho cargo de las pertenencias de las Bernat. Decidió que, después de darse una buena ducha, dedicaría la noche a descubrirlo.

Por otra parte, la memoria selectiva del padre Anselmo era un detalle interesante. Recordar la fecha exacta de la muerte de alguien veintidós años después no era habitual, como tampoco la reverencia con la que el párroco hablaba de la tía de su mejor amigo. Y aunque eso no era relevante, sí lo era el modo en el que conocer esa información podía beneficiarla con la investigación, en caso de necesitar más información de don Anselmo.

Cuando llegó a la entrada del hospital, sus ojos buscaron de forma inconsciente la mancha de su vomitona en la esquina de la puerta. Apenas habían pasado veinticuatro horas de su llegada al hospital y del crudo informe diagnóstico del doctor Marós, y parecían días. Estudió la fachada iluminada del antiguo convento en el que ahora se ubicaba el hospital de Puigcerdà, convencida de que el doctor ojosverdes seguía trabajando en algún despacho del edificio. Entonces recordó la comida y el bocadillo que le debía a Chico. Además, al final ella tampoco había comido. Se desvió a la izquierda, hacia la calle Mayor, y el aroma que emanaba la bocadillería le humedeció la boca.

Cinco minutos después, Kate cruzaba la puerta de entrada del hospital buscando el rastro del señor doctor Marós. Habían pasado veinticuatro horas del accidente y quería saber por qué Dana aún no se había despertado. Además, le intrigaba que el doctor siempre la evitase y decidió que la próxima vez que se cruzasen se aseguraría de que la mirase a los ojos al hablarle. Eso le recordó a Lía y cómo él la había reñido la primera vez en semicríticos. El insondable misterio de las diferencias entre hermanos, un hecho. Pero no hubo ni rastro del doctor en el trayecto hasta la 202.

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