Ojos de hielo (55 page)

Read Ojos de hielo Online

Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
6.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Yo no he predispuesto a tu amigo contra nadie, en comisaría tienen muy claro a por quién van. ¿O es que estáis todos ciegos?

—Puede, pero reconoce que a veces estás mejor callada.

—O bien lejos, ¿no?

Miguel la miró, primero desconcertado y después con su sonrisa burlona.

—Vaaamos, ¿otra vez ofendida?

—Vete a la mierda.

Kate se volvió y descubrió a Nina recogiendo los fresones de los centros. La escalera estaba poblada de invitados que empezaban a bajar y el ex comisario comentaba algo en uno de los grupos que se dispersaban por la sala sin apartar la mirada de su bisnieta. Nina, como si hubiese notado su ira, la miró. Kate se acercó a ella en tres zancadas.

—Pero ¿qué haces? —la increpó.

Su sobrina se detuvo apenas un instante para responderle en un susurro:

—El abuelo quiere que los deje todos donde estaban. Me he comido dos mientras los poníamos y ahora verás cuando se entere…

Kate se volvió, pero Miguel ya no estaba. Buscó a su abuelo con la mirada y no la apartó de él durante unos segundos. Pero era fácil darse cuenta de que la ignoraba adrede. Rodeó la mesa y salió al jardín. El frío le entró en los pulmones y la dejó sin aliento. No tenía ni idea de por qué continuaba allí pudiendo estar lejos. Las palabras de su hermano volvieron a meterse en su cabeza y se sintió desalentada.

¿Puede que tuviese razón?, ¿que ella hubiese metido tanto la pata? Era cierto que Dana la llamó cuando murió Bernat, pero seguro que antes se había puesto en contacto con Berto Bassols para concertar la cita del martes en su agenda. Además, le dolía que no le hubiese hablado del dinero que necesitaba. Ella lo hubiese hecho. Buscó la BlackBerry y marcó su número. A pesar del sol, empezaba a lloviznar. Ya era hora de aclarar las cosas.

86

Finca Prats

Dana entró en la casa como un vendaval y, en cuanto vio el sobre del dinero encima de la mesita de la entrada, dio gracias a su ángel de la guarda, a la abuela, a Dios y a todos los santos. Era domingo y no se fiaba de hacer un ingreso en el cajero, por eso había decidido guardar el dinero en la caja e ir al banco el lunes. Pero al final se había olvidado. Tal como estaban ya las cosas, sólo faltaba que algo saliese mal y extraviase el sobre. Cuando se volvió para cerrar la puerta reparó en la maleta de Kate, que estaba al lado del perchero, y el desasosiego que había desaparecido al ver el sobre la aplastó de nuevo como una losa.

Dana volvía del árbol. Como cada último domingo de mes había llevado flores a la abuela y había leído en el trozo de tronco que aún quedaban en pie sus anagramas y los símbolos de ambas enlazados para siempre.
Daonnan làn
. Juntas siempre. Mientras lo hacía, supo que aquello era una señal, que tenía que disculparse y hacer las paces con Kate o se marcharía enfadada y ella volvería a sentirse tan sola como en los últimos tiempos. Retrocedió unos pasos deseando que no hubiese entrado en la cocina, pero en la puerta del frigorífico sólo quedaban los imanes, casi tan huérfanos como ella. Estaba segura de que la nota no había ayudado y de que esta vez debería hacer el esfuerzo de disculparse. Planeó contarle en la fiesta lo que sentía cuando estaban enfadadas, cuando la relación entre ellas se enfriaba tanto que le costaba incluso marcar su número. Por lo menos, esa tarde tendría a favor las ganas de Kate de apartarse de su familia durante el jaleo, incluso puede que lograse hacerla subir hasta su antiguo cuarto para buscar un escenario más favorable. Debía acordarse de coger el regalo del ex comisario antes de salir.

Subió las escaleras de dos en dos y volvió a bajar cinco minutos después vestida con una camisa blanca, el chaleco azul y los Levi’s oscuros. Se miró en el espejo de la entrada y se atusó la melena pelirroja. Luego cogió el sobre, entró en el salón y desencajó el cajón central del escritorio. Lo dejó sobre la mesa y metió la mano para abrir el compartimento secreto y liberar la caja donde pensaba guardar el sobre con el dinero. Mientras ajustaba el cajón de nuevo en la mesa reparó en un papel arrugado que había en el suelo, al lado de la papelera. Lo cogió y lo desplegó.

Era la nota que le había dejado y en la parte de detrás había una respuesta de Kate, aunque estaba incompleta. El texto la desconcertó. El papel estaba arrugado y lo había encontrado tirado en el suelo. Sus ojos se posaron en los de la abuela y detectó desaprobación. Tal vez era el propio sentimiento de culpabilidad por no haber afrontado antes sus problemas bancarios, o el miedo a que el enfado de Kate la alejase de nuevo durante meses, como la última vez. Bajó los ojos y reparó en la página abierta de la agenda. La tarjeta de Alberto Bassols, el compañero de facultad del abuelo Prats al que la abuela había mandado avisar en sus últimos días, estaba sobre la columna del jueves, y en la página de al lado, la anotación de la cita en su bufete de Barcelona para el martes a las once. Con el papel arrugado aún en la mano, Dana comprendió lo que había ocurrido.

Cogió la bolsa con el regalo del ex comisario y salió de la casa con la chaqueta colgando del brazo y el bolso y la nota de Kate en la mano.

Cinco minutos más tarde circulaba por la carretera de Bellver a Prats. No podía dejar de compadecerse de sí misma y se llevó la mano a la boca por instinto. Los esparadrapos sucios seguían allí y la apartó de inmediato. Había olvidado cambiarlos y no podía presentarse en público sin ellos. La primera lágrima resbaló por su mejilla antes de llegar al cruce de Pi.

Al final, él había ganado. Jaime Bernat, incluso después de muerto, parecía controlar su vida. Se había salido con la suya y había conseguido dejarla sola y que incluso Kate la abandonase. Apartó las lágrimas con los dedos y los esparadrapos le rascaron la piel de las mejillas. Eso la hizo sentir miserable y siguió llorando. Ni siquiera cuando el móvil empezó a sonar en su bolso pudo parar. Miró a la carretera y calculó que le daba tiempo de coger el móvil porque el coche rojo que venía de frente parecía ir muy lento. Sin querer, tocó la palanca del limpiacristales con la mano izquierda e intentó dar con el teléfono en el desorden atávico de su bolso. Tras unos segundos eternos intentando encontrarlo a ciegas mientras oía nerviosa la música del tono apoyó el bolso abierto sobre el asiento y miró dentro.

El sol brillaba con la nitidez que tienen las mañanas después de una lluvia de varios días. De hecho, a pesar de la aguanieve que había caído al amanecer, lo iluminaba todo y le impedía seguir la pista de la pequeña luz del móvil para encontrarlo. Cuando por fin dio con él, el tono aún sonaba y descolgó. Al volver a mirar a la carretera, el corazón se le desbocó y comprendió que ya no podía esquivarlo.

87

Casa del ex comisario Salas, Das

J. B. cogió la Yankee del 76 para ir a casa de los Salas. Llevaba en un sobre lo que le había pedido el ex comisario, y esperaba que él le prestase el dossier del CRC que le había prometido cuando le llamó por teléfono. Aunque ahora que conocía el móvil de la veterinaria ya no lo necesitaba, le picaba la curiosidad por saber más sobre el lobby del valle.

Cuando llegó a la curva de Das advirtió que el camino de acceso a la casa estaba bordeado de coches a ambos lados y notó el clásico hormigueo en el estómago que le provocaban las reuniones multitudinarias. Por suerte, la mayoría de la gente no le conocería; no había de qué preocuparse. Además, cuantos más fuesen, más desapercibido pasaría. Había venido para felicitar al ex comisario e intercambiar información con él; después, podría irse. Y, mientras le esperase, estaría en compañía de Miguel y de Tato. Entonces ¿a qué se debía esa inquietud en el cuerpo?

Entró en la propiedad y aparcó la moto en un rincón, al lado de otras dos. Cuando bajaba sonó su móvil y, al mirar la pantalla, su pulgar se quedó en el aire. Al final, pulsó la tecla verde.

—Sí…

—…

—Pues no, la verdad es que no. Pero tengo claro que no hay otra que alquilar, ¿eh?

—…

—Claro, nadie mejor que tú. Lo que pasa es que no he podido conseguir el dinero y necesitaría cobrar una fianza para tener líquido.

—…

—Lo comprendo, la verdad es que por eso no te había contestado. Pero dijo tu madre que dentro de un par de semanas estaría listo para entrar. Igual mientras tanto podrías quedarte en su piso e ir arreglando cosas.

—…

—No, si te entiendo, pero entiéndeme tú a mí también.

—…

—Claro, ya lo hice y me dijeron que podía pagar en dos plazos, pero aun así me falta algo de dinero, unos mil euros, porque solo me aplazan una parte.

—…

—¿Y cuándo lo sabrás?

—…

—Vale, entonces esperamos al martes y, si no sale, ya veré cómo resuelvo lo del miércoles. Oye, ¿qué tal va todo por ahí?

—…

—Ya. Una cosa, ¿crees que podríamos mantener el tema de la fianza entre nosotros? No quisiera que tu madre se lo tomase mal.

—…

—De acuerdo, pues esperaré tu llamada. Mmm…, en serio, gracias, Mari.

—…

—Cuando quieras.

Colgó y le mandó un SMS con el número de cuenta en el que cobraba la nómina. Luego metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta y los guantes dentro del casco. Depender de los bancos siempre le ponía a uno las cosas cuesta arriba. Suerte que Mari llevaba años fija en el Mercadona porque, viendo el panorama, cualquier otro inquilino le podía dar problemas. Al final, puede que ella fuese la mejor opción.

Bajó de la moto y, de pronto, escuchó el silencio. Era increíble poder oírlo con tanta claridad en una casa llena de gente. De repente, tuvo ganas de quedarse ahí y relajarse un rato mientras nadie le echaba en falta en ningún sitio. Había dormido mal y poco, y de madrugada se había puesto a trabajar en la moto, con Sinatra de fondo, harto de dar vueltas en la cama cuando ya llevaba demasiadas horas pensando en su madre, en la venta de la moto y en el asunto del maldito dinero. Pero en el silencio de aquel jardín todo eso le parecía muy lejano. Al caer los primeros copos, escondió el sobre en la chaqueta, cogió el paquete con el regalo y se dirigió a la entrada.

Había comido y cenado varias veces en la casa, y siempre era un verdadero placer ir allí. No sólo por el sitio, que era fantástico, sino sobre todo por el lujo de compartir sobremesa con el ex comisario Salas-Santalucía y disfrutar de sus experiencias y sus casos. Por eso no comprendía lo que le rondaba el cuerpo esta vez. Desde la noche anterior tenía el estómago como en las semanas de las pruebas de la academia y no recordaba haber comido nada sospechoso. Cuando llegó a la puerta, la llave estaba puesta y entró sin llamar para no molestar a nadie.

El ruido procedía de la sala. J. B. dudó si dejar en el salón del primer piso el sobre que había traído para el ex comisario, pero con tanta gente en la casa sería mejor no perderlo de vista. Y empezó a descender por la escalera. Al llegar al último peldaño, lo primero que vio fue la cabeza blanca del anfitrión.

El ex comisario, como de costumbre, sobresalía varios centímetros entre los demás asistentes. Llevaba una camisa celeste y los habituales elásticos de rayas que le sujetaban con estilo los pantalones. J. B. echó un vistazo al resto. La edad media de los invitados no bajaba de los sesenta. Vio a Tato con su hija y una mujer joven, de unos veintitantos. Mientras los miraba, Miguel se les unió y él continuó buscando con atención, hasta que la vio entrar por la puerta corredera del jardín con un par de botellas en cada mano. La letrada intentó cerrarla, pero la carga se lo impedía y tuvo que agacharse para dejar las botellas que llevaba en una mano en el suelo y poder entornarla. J. B. tragó saliva. Había que reconocer que tenía una buena diana… Vigiló si alguien le había visto y bajó el último peldaño sin perderla de vista.

La letrada llevaba unos vaqueros oscuros metidos en las botas y un jersey ajustadito de lana gruesa que acababa debajo de la cintura. Cuando se agachó, J. B. había visto la camiseta blanca e imaginó que sería de esas apretadas con tirantes. En ese momento algo le recordó el perfume que su BlackBerry le había dejado en la mano la noche anterior, en el Insbrük, y se preguntó si ella olería igual. Pero no pudo imaginar más, porque Miguel le hacía señas desde el fondo de la sala para que se acercase. Cuando volvió a buscarla, ella le estaba mirando y J. B. la saludó con un gesto que ella no correspondió.

Media hora más tarde, el sargento había llenado el plato y estaba comiendo de pie junto a Miguel y los suyos mientras ella aparecía y desaparecía intermitentemente. No le había devuelto el saludo. Era por lo del Insbrük, estaba seguro, cosa que la convertía en una rencorosa. Pero un allanamiento era algo muy serio, por no hablar de lo que le podía haber hecho el gigante de Santi si la llega a sorprender escondida en su finca.

De hecho, sólo recordaba que hubiese sido amable el día de la detención de la veterinaria. Le preguntó a Miguel por Dana y él le respondió que había discutido con su hermana, pero que seguramente estaría al caer. J. B. le vio mandar un SMS mientras le oía un consejo: es mejor que no te pille en medio, porque al final ellas siempre hacen las paces y a ti te ponen como un trapo. Siguieron charlando sobre antiguos compañeros de la academia hasta que volvió a verla, hablando en un corro con varias mujeres, al fondo de la sala.

Al poco rato la pilló un par de veces mirándole, y la segunda se dejó observar y hasta se hizo el simpático con la hija de Tato. Cuando volvió a buscarla ya no estaba, y le pareció que las luces habían perdido intensidad. Puede que hubiese llegado la hora de irse y dedicar a la OSSA un par de horas más, pero antes tenía que buscar al ex comisario para charlar con él e intercambiar la información. A lo mejor hasta le echaba un vistazo al informe del CRC esa misma noche, después de su cita con Tania.

Hacia las cuatro todo el mundo estaba tomando ya el café, y el sargento le contaba a Miguel cómo había conocido a Tania cuando notó una mano sobre el hombro. Dio un respingo. El ex comisario le miró sorprendido y él no fue capaz de sostenerle la mirada. Si hubiesen podido leerle la mente, habría quedado como un verdadero gilipollas por pensar que quien le había tocado el hombro era la hermana de Miguel. Miró hacia atrás, pero ella no estaba. Llevaba un buen rato sin verla y, cuando el ex comisario le propuso subir a su despacho para darle el informe, esperó encontrársela por el camino para ver si así se saludaban y había paz. Pero no apareció por ninguna parte.

Other books

Secret at Mystic Lake by Carolyn Keene
Rescued by Dr. Rafe by Annie Claydon
Sure and Certain Death by Barbara Nadel
Dead Man's Secret by Simon Beaufort
Apollyon: The Destroyer Is Unleashed by Lahaye, Tim, Jenkins, Jerry B.
A Peculiar Grace by Jeffrey Lent
Sisterchicks Down Under by Robin Jones Gunn