Read Ojos de hielo Online

Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (29 page)

BOOK: Ojos de hielo
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Y, para llenar el silencio que habían provocado sus palabras, añadió:

—Además, estoy segura de que fue Santi. Y si no fue él, seguro que tuvo algo que ver. Basta comprobar lo rápido que se quitó de en medio mintiendo sobre dónde estaba la tarde que murió su padre.

—Sí, seguro que tiene algo que ver —intervino Tato mientras volvía a llenarse el plato de carne—. Todo el mundo sabe que el viejo lo tenía esclavizado. No me extrañaría que se le hubiesen hinchado las pelotas y…

La mano levantada del ex comisario le hizo enmudecer.

—No se puede hablar tan a la ligera. Hay que esperar a los resultados de la investigación —sentenció.

—Pues ésta no va por buen camino —saltó Kate de inmediato—. Vuestro admirado sargento está convencido de que fue ella —ironizó señalando a Dana con la barbilla.

—Y yo no he matado a nadie. Lo juro —reconoció solemnemente Dana—. Aunque tampoco le voy a echar en falta…

Todos rieron y la tensión de los últimos minutos se suavizó. Pero Kate no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad.

—No sabéis elegir a los amigos —los acusó.

Nina, distraída con el iPod, regalo por su decimosexto cumpleaños, no parecía atender a la conversación. Por eso, cuando intervino sin apartar la mirada de la pantalla, todos se sorprendieron.

—Entonces ¿todo lo que poseían los Bernat será ahora de Santi?

—Es más complicado que eso, Nina —respondió el ex comisario—. Santi tiene una hermana.

—Que no recuerdo haber visto nunca… —apuntó Tato.

—Estaba en el entierro con su marido —soltó Kate, molesta por la interrupción.

—Es normal, se fue con su madre a Barcelona cuando era muy pequeña.

—Y dejaron a Santi en Mosoll con Jaime.

Dana negó con la cabeza.

—No entiendo cómo puede una madre abandonar a un hijo. Y menos aún dejarlo en manos de un espécimen como Bernat.

El abuelo lanzó una mirada a Nina y ella se levantó para recoger los platos. Kate, por su parte, recolocó sobre la mesa los del postre y la fuente con los fresones.

—Es probable que Jaime no le dejara alternativa —aventuró el ex comisario—. Alguien como él jamás habría renunciado a su heredero.

—Algo muy gordo tuvo que pasar para que la mujer se fuese sola a Barcelona con su hija pequeña.

—Recuerdo que Santi dejó de venir al colegio casi en seguida —intervino Miguel.

—¿Iba a tu clase?

Él asintió y Dana bajó la cabeza, arrepentida por haber preguntado. Kate no había perdido detalle y se prometió que esa misma noche aclararía lo que estaba pasando entre esos dos.

—Su mujer era de la capital y volvió con los suyos. Puede que no se acostumbrase al valle —justificó el ex comisario.

—Pero ¿se sabe realmente lo que pasó? Hace veinte años tampoco era muy normal una espantada de ese tipo.

El ex comisario negó con la cabeza mientras pinchaba una fresa del bol que ofrecía Kate. Ella lo retiró molesta, pero él ignoró el gesto y sujetó el bol con el tenedor para volver a pinchar.

—Nadie sabe lo que pasó en esa casa. Tal vez el padre Anselmo, que era muy amigo de Jaime, conozca algún detalle. En esa época se extendieron diversos rumores, pero nunca se ha sabido a ciencia cierta la verdad.

—En todas las familias cuecen habas —sentenció Nina para sorpresa general.

El abuelo alargó su vaso a Kate para que le sirviese los fresones dentro y Tato hizo lo mismo.

Había intentado cambiar esa estúpida costumbre que tenían de tomar el postre en el vaso del agua decenas de veces. Llevaba años poniendo y recogiendo los platos de postre limpios, y a estas alturas ya estaba convencida de que lo hacían adrede, sólo para molestarla.

Miguel hizo ademán de levantarse.

—Bueno, tengo que irme. —Y lanzando una mirada fugaz a su hermana añadió—: Tú te encargas de lo del domingo, ¿eh?

Y, sin esperar respuesta, Miguel dio una palmada cómplice en el hombro del abuelo. Kate estudió los movimientos de ambos. Siempre había sido así: Miguel, el ojito derecho del abuelo. De repente, tuvo ganas de marcharse.

—La
pick-up
aún está cargada de trastos. ¿Te vienes conmigo a Alp y volvemos luego a recogerla? —le propuso a Dana.

Kate estaba más que harta de la reunión familiar y además quería saber lo que le pasaba a su amiga con Miguel.

Pero la veterinaria empezó a recoger los platos.

—Sólo si me dejas antes en la finca, necesito estar en los establos a las cinco. El del forraje me la jugó la última vez y tenemos que ajustar cuentas. Además, si no estoy allí es capaz de irse sin descargar.

Ese comentario hizo fruncir el ceño al ex comisario y Kate estuvo a punto de preguntar, pero ambos permanecieron en silencio. Entonces, le observó beber el líquido de los fresones que había quedado en el vaso y sorber ruidosamente hasta la última gota. Llevaba cien años haciéndolo y a ella la ponía de vuelta y media por cualquier tontería…

—Si quieres yo te acerco —se ofreció Miguel metiendo los cubiertos en el plato—. Tengo que desviarme a Bellver de camino a La Seu. Dejarte en la finca son diez minutos.

Dana asintió y se levantó para llevar los platos a la cocina. Kate le sujetó el brazo, decidida a averiguar lo que ocurría en cuanto llegase a la finca.

—Ni se te ocurra, ya recogeremos nosotras. Esta adolescente tiene algo que contarme sobre no sé qué jugador de hockey y no la dejaré marchar hasta que lo suelte.

Nina levantó la vista de la pantalla y dibujó una mueca burlona.

—¿Sí, tía Catalina?

Kate siguió apilando platos sucios y, en un tono de falso sosiego, amenazó:

—Repite eso y el sábado me plantaré en el partido de hockey con una pancarta de dos metros.

La cara de susto de Nina arrancó una carcajada general, el único que no se rió fue Tato, su padre.

41

Comisaría de Puigcerdà

Cuando Magda llegó al despacho tras la reunión con el corresponsal que el periódico
Regió7
tenía en la Cerdanya, ya era medio día, pero allí persistía el olor agrio de la reunión de la tarde anterior. Había logrado mantener el caso Bernat fuera de la entrevista gracias a su pericia y a la promesa de una exclusiva cuando lo resolvieran. Bien, eso le proporcionaría una nueva aparición en el medio más leído en el valle que aprovecharía para comenzar su escalada por la vacante en el CRC. Recordó la conversación telefónica que por fin había mantenido con Casaus, el alcalde de Pi, y su respuesta desconcertada e indecisa cuando ella se había postulado para el puesto vacante. Magda dejó las llaves y el lujoso Prada sobre la mesa y se acercó a la ventana para ventilar el ambiente. Si aquello persistía, habría que hablar con Desclòs sobre la necesidad de cambiarse el uniforme con más frecuencia. Pensó en quién delegaría para darle semejante consejo al caporal. Por suerte, la comisaría contaba con una secretaria autóctona que sabía cómo lidiar con ese tipo de cosas. Sí, estaba claro que Montserrat era la más indicada para esa misión.

En cuanto al caso Bernat, se estaba demorando demasiado. No en vano ya eran varios los miembros prominentes de la comunidad que le habían telefoneado con alguna excusa para averiguar cómo discurría la investigación. Y no podía permitir que aquel asedio durase mucho, o empezarían las murmuraciones sobre la eficiencia de su comisaría. Magda cerró la ventana y bajó la vista.

En el aparcamiento, Silva se dirigía al coche patrulla, seguido por Desclòs y otros dos agentes. Pensó en el registro y recordó el desacato del sargento. En ese momento, J. B. se volvió y Magda presenció cómo increpaba al caporal Desclòs. Tuvo la tentación de abrir la ventana para oír de qué iba la bronca, pero las trifulcas entre subordinados no estaban a su altura, y puede que a Desclòs no le viniese mal que alguien le espoleara.

Además, ésa no era su guerra, concluyó apartándose el pelo de la frente con el anular y el meñique. Ella debía aclarar cuanto antes la muerte de Jaime Bernat.

Puede que mientras lo resolvían tuviese que mover alguna pieza para acallar rumores. Tal vez algún interrogatorio en las dependencias de la comisaría para que trascendiese que estaban avanzando. Un paso estudiado que mostrase la rápida reacción del cuerpo. Aunque sólo fuese con ese fin, estaría más que justificado. Y, tal como se iba desarrollando todo, la veterinaria era el eslabón más débil. Además, estaba sola, lo cual facilitaba las cosas. Según se desarrollase el registro de esa tarde, decidiría el siguiente paso.

Magda se sentó en su butaca y pensó en Silva. Obviamente, la estaba poniendo a prueba, y ambos lo sabían. Pero aún le necesitaba para dar los pasos que ella le iría indicando. Después, si algo salía mal, siempre podía cargarle la mochila de la incompetencia y devolvérselo al comisario Millás con una nota en la que quedase bien claro que Silva no daba el perfil mínimo para encajar en su comisaría.

42

La Múrgula, Alp

Kate aparcó el coche en batería frente a La Múrgula, la tienda de comidas preparadas de Alp, y mandó un
whatsapp
a Miguel para saber exactamente cuántos serían el domingo. Por el retrovisor descubrió que dentro de la tienda esperaban un par de clientas. Kate conocía a la dueña, una mujer menuda y rellena con un moño hueco en la coronilla, y había ido a la escuela con su hija Ángela, a la que más de una vez había defendido de las burlas de los compañeros por su obesidad. La BlackBerry se iluminó dentro del bolso y la cogió.

Luis había hablado con el secretario del aplazamiento y le habían respondido que el juez sólo lo concedería si la petición se cursaba con el acuerdo de ambas partes. Cuando Kate colgó, le hervía la sangre. Pero ¿qué pasaba con ese maldito juez? Pedir un acuerdo con la Fiscalía era, cuando menos, un despropósito. Si quería denegarle el aplazamiento, por lo menos podría haberle echado arrestos… En el primer instante estuvo tentada de llamar a Paco y contárselo, pero no convenía quemarle con algo que ella misma podía resolver; en cualquier caso, lo más importante era conseguir que las pruebas se desestimasen. Además, acababa de ordenarle a Luis que le remitiese el teléfono del fiscal. Y después le había colgado, no sin antes apuntar que ella se ocuparía de hablar con Bassols, ya que por lo visto él no había sido capaz ni siquiera de conseguir un simple aplazamiento.

En la tienda, las dos compradoras continuaban hablando con la propietaria. Cuando Kate entró, aún con el ánimo encendido, las tres enmudecieron a la vez y el espacio se llenó de un tenso silencio hasta que dos de ellas empezaron a cuchichear. Kate olvidó la irritante petición del juez al sospechar que estaban hablando de ella. Puede que la hubiesen visto aparcar o, peor aún, que comentasen su ridícula actuación en el entierro de su padre. Saludó a la propietaria y fingió buscar algo en uno de los expositores de cristal. Su reflejo la hizo ser consciente del aspecto tras la mudanza y se arrepintió de no haber pasado por la finca para cambiarse. Claro que allí tampoco hubiese encontrado nada limpio que ponerse… Se lamentaba por no llevar su chaqueta de paño cuando recibió un mensaje. Era Miguel; 102 invitados. Dudó si volver al coche para confeccionar la lista de lo que quería y ahorrarse los cuchicheos. Pero cambió de opinión y buscó en el bolso el bolígrafo negro. No se lo iba a poner tan fácil a esas cotillas. Se sentó en una de las mesas y cogió una servilleta para anotar el pedido.

Mientras tanto, las mujeres habían reanudado la conversación. Comentaban la muerte de Bernat. Cuando Kate fue consciente de ello, buscó el cristal y le dedicó una sonrisa mordaz a su propia imagen. Idiota, no están hablando de ti. Estar aquí te vuelve obsesiva. Vamos, céntrate en la lista de una vez.

Pero, en cuanto una de las clientas mencionó la enemistad entre las dos familias, sus músculos se tensaron y constató que no estaba paranoica. Hablaban de la casualidad que suponía haber hallado el cadáver tan cerca de las tierras de la finca Prats.

Kate supo que si seguían por ese camino le costaría controlarse. Así que acabó la lista y escribió en ella su número de móvil, su nombre, la dirección del abuelo y la hora a la que tenían que llevar el pedido a la casa. Luego pidió permiso y, sin esperar respuesta, se la dio a la propietaria. Cuando ya se iba, oyó que una de las mujeres comentaba que habían puesto a la venta una de las casas más antiguas de Das, Cal Noi. Y, en ese momento, sintió como si una mano invisible le estrujase el corazón.

43

Finca Bernat

Le daban ganas de reírse cada vez que recordaba el cambio en la cara del sargento el día anterior, cuando le había soltado la historia del bastón del comedor. Ésas eran fábulas para contar a sus nietos, cuando los tuviese. Pero le había parecido adecuada para el momento y, después de ver su reacción, Santi estaba convencido de haber acertado. Por ahora podía estar tranquilo. Además, se había ocupado de orientar a Desclòs y, con la lluvia, ni siquiera habían entrado en el cobertizo donde guardaba el quad y el remolque pequeño bajo la lona vieja. Desde el día que murió su padre, no había vuelto a sacarlo por si acaso.

Aun así era fácil darse cuenta de lo despistados que andaban en la investigación. Habían requisado la botella de coñac del viejo. Bueno. Ahí no iban a encontrar nada. Santi estaba convencido de haber visto la caja en la que habían llegado las botellas tirada en algún rincón del granero, pero les había dicho que ya no la tenía. Se le ocurrió que al sargento, con esa pinta de macarra, seguro que le gustaba el trago y que por eso la habían cogido. ¿Y la cara de Desclòs al meterla en la bolsa de plástico, como si pidiese perdón por algo? Para desternillarse. Al parecer, la causa de la muerte seguía siendo un misterio para ellos. Pero no para él.

Lanzó una mirada a la chimenea, donde mantenía oculto el bastón, y pensó que tendría que buscar un buen lugar en la finca de la veterinaria. Uno en el que fuese fácil encontrarlo pero que no estuviese demasiado a la vista. Tal vez en las cuadras. Sí. Iría esa misma noche. Desclòs había mencionado que también iban a registrar su propiedad. Entonces se le ocurrió que aún sería mejor endosárselo a Chico. Eso le quitaría de en medio por una temporada. El único problema era que no había ninguna razón para que registrasen su finca. Sólo había un lugar que reunía las condiciones: su camioneta. En ese vehículo Chico entraba y salía de la finca de la veterinaria, y él sólo tendría que acercarse a la finca de los Masó y dejar el bastón en la parte trasera. Todo encajaba. Todo iba a su favor. El viejo había querido recuperar Santa Eugènia toda su vida. Puede que, como se decía en el pueblo, fuese verdad que los muertos podían echar un cable desde donde estuviesen…

BOOK: Ojos de hielo
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Second Shooter by Chuck Hustmyre
As Gouda as Dead by Avery Aames
I Need You by Jane Lark
The Good Wife by Elizabeth Buchan
The Whitney I Knew by BeBe Winans, Timothy Willard
Winter Jacket: Finding Home by Eliza Lentzski