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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (27 page)

BOOK: Ojos de hielo
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—…

—Tus dudas me ofenden. Por supuesto que serás el primero en conocer el resultado de nuestros avances.

—…

—Pues por ahora prefiero mantener el secreto, ya sabes cómo es esto; en cuanto salta la liebre, todo se complica —sentenció mientras se apartaba el pelo de la frente con el anular y el meñique.

—…

—Quedamos así. ¡Ah!, saluda a Matilde de mi parte y recuérdale la cena de mañana en Fontanals.

La comisaria sonrió con un gesto que le aumentaba la papada.

—…

—En efecto, sólo mujeres. Es la
pull
femenina.

—…

—También tú, Vicente —concluyó.

Magda colgó el teléfono, se acercó hasta la mesa y apoyó las manos a ambos lados del escritorio balanceándose hacia adelante en una postura intimidatoria, mientras clavaba los ojos alternativamente en los dos hombres que permanecían sentados en silencio.

—No me interesa saber cómo ha llegado a la calle que Jaime Bernat murió asesinado. Ni siquiera cuál de vosotros se ha ido de la lengua —sentenció antes de marcar una pausa para reforzar su discurso—. Lo que sí me interesa es meter al que le mató en una de las celdas de esta comisaría, y eso va a ser más difícil si no mantenéis el pico cerrado.

J. B. no tenía ni idea de lo que estaba diciendo la comisaria, así que debía de ser Desclòs quien había hablado de más. Le miró de soslayo. Seguramente habría comentado algo en casa, y su padre, el juez, habría hecho lo propio con alguno de los de su círculo. De inmediato pensó en el CRC y se propuso llamar al ex comisario e investigar los negocios o lazos que unían a sus miembros. No era improbable que alguno de ellos hubiese estado relacionado con la muerte de Bernat, que el rumor hubiese salido de allí y que el pardillo del caporal en realidad estuviese al margen.

Por suerte, él apenas conocía a nadie. Sólo había hablado de ello con Gloria, que era de fiar, y con el ex comisario Salas el día del entierro. Pero al recordarlo el corazón le dio un vuelco. Malditos letrados, siempre creando problemas, como una planta venenosa que acaba destruyendo el entorno. La primera vez que se había topado con uno apenas tenía quince años y la tontería de la Vespino que le levantaron al Petra, medio en broma, casi le cuesta un disgusto. La abogada que les tocó, con su traje oscuro y aquel maletín que siempre llevaba a cuestas y que protegía como si fuesen documentos del Pentágono, les auguró que serían unos delincuentes para el resto de sus vidas. Jamal también se acordó de ella el día que se licenciaron. ¡Qué visionaria!, había ironizado.

Magda abrió la ventana con fuerza y, a pesar de la oscuridad de la tarde y el frío exterior, J. B. comprendió de inmediato por qué lo hacía. Arnau estaba tan acostumbrado que no reparaba en el halo que flotaba permanentemente a su alrededor. Le observó sonreír, ensimismado en la ventana y ajeno por completo a lo que ocurría. Y llegó a la conclusión de que Desclòs vivía en su propio mundo.

Pero en ese momento, aunque nadie pudiese sospecharlo, el caporal estaba gratamente sorprendido por la repercusión de sus palabras en la partida del último día. En la mente de Desclòs era evidente que alguno de los chicos se había chivado y que, en adelante, debería tener más cuidado. Aun así le satisfacía lo ocurrido. No era más que una anécdota, los problemas lógicos e inherentes a su recién estrenada popularidad. Ya tenía algo pensado para su próximo encuentro, pero esta vez los advertiría de la importancia de la discreción y la repercusión negativa que podía producirse si no mantenían la información dentro de la partida. Estaba convencido de su capacidad para crear un ambiente de suspense mejor aún que el de la última vez. Y, al pensarlo, le costó contener el impulso de frotarse las manos.

—Quiero un informe completo del registro sobre mi mesa a primera hora. Hace seis días que encontramos el cuerpo de Bernat, así que necesitamos resultados ¡ya! Y…, sargento, no vuelva a desobedecer una orden.

J. B. fingió no comprender y ella empezó a apilar los dossiers esparcidos sobre la mesa.

—Sabe perfectamente a qué me refiero. Y espero que sea la última vez que no hace lo que yo le digo.

Magda le sostuvo la mirada.

—Eso es todo —concluyó.

Al salir del despacho, J. B. sonrió para sí. Claro que sabía a qué se refería. Y usaría su lista tal como le había ordenado. Pero él marcaba su propio orden…, como había hecho en los registros.

40

Barrio de Capdevila, Prats

Hacía siglos que Kate no se levantaba al amanecer, y el mal humor le duró hasta que apreció el aroma de café que subía de la cocina para despertarla. Lamentaba haberle comentado a Dana en la cena que su despacho en la octava no estaba listo. Y aún más haberse dejado convencer para quedarse. Y es que, la verdad, no veía la necesidad de empezar una mudanza cuando ni siquiera había amanecido. Además, la casa estaba gélida y encima ya no le quedaba nada que ponerse. El traje, ni pensarlo; el cuello cisne llevaba dos días en danza, y lo único que tenía era su ropa de pilates, que llevaba siempre en el maletero del coche, y que a varios grados bajo cero no iba a servirle de mucho.

Salió de la habitación, caminó encogida hasta la cómoda del rellano y empezó a abrir los cajones. Estaban repletos de ropa interior de gomas dadas y un algodón grueso que, comparado con la microfibra actual, parecía esparto. Camisetas viejas de tallas increíbles y vaqueros en tonos raros y medidas imposibles. Miró las etiquetas y, a medida que constataba que nada iba a servirle, fue desapareciendo el frío de su cuerpo y empezó a acalorarse. Seguro que era idea del abuelo. Había que joderse con los horarios. Siempre como si fuesen a perder el tren. De pequeña ya se había hartado de llegar al cole cuando los otros niños ni siquiera habían salido de casa. Como en el maldito ejército.

Al final eligió una camiseta blanca de manga larga con la intención de aprovechar los vaqueros que ya había usado tres días. Pero en seguida se dio cuenta de que su excursión nocturna a la era Bernat los había dejado inservibles. Volvió a la cómoda y, mientras exploraba el tercer cajón, encontró unos Fiorucci con el tiro alto de los noventa. Tuvo que tumbarse en la cama para poder subirse la cremallera. Dios, ¿es que nadie pensaba encender la calefacción? Evocó con nostalgia su piso de Barcelona y el armario, y volvió a sentir la frustración por sentirse arrastrada de nuevo a hacer algo que no quería.

Asco de semana, se estaba convirtiendo en un paseo por el pasado que no había pedido, que no quería dar. Continuó buscando y en el último cajón descubrió la sudadera azul de la universidad. Tiró de ella. Bien, por lo menos la parte superior no le daría problemas. Hasta podría llevar el botón de los pantalones desabrochado y nadie se daría cuenta. Acabó de cerrar los cajones y empezó a bajar la escalera. De camino a la cocina se recogió el pelo con una gran pinza y en el último rellano tuvo una fuerte sensación de
déjà vu
. Había hecho lo mismo cientos de veces, cada vez que se les pegaban las sábanas y la viuda les daba el último aviso. Acarició con las manos ambos lados de la cabeza para asegurar todos los mechones. El pelo se le iba a poner hecho un asco, y la ropa también. Pero ¿cómo podía prever que le esperaba la mudanza del artista?

Así era como Kate llamaba a su hermano mediano, dos años mayor que ella. Desde pequeño, Tato Salas había mostrado un don con la madera y eso, junto con el hecho de haber dejado embarazada a su novia de dieciséis años en el instituto, le había condicionado la vida. Pero también le había librado de que el abuelo le metiese de cabeza en la academia de capacitación, como a Miguel. Ahora Tato llevaba algunos años trabajando por su cuenta como carpintero y ebanista, desde que el dueño de la empresa que le ofreció el primer empleo —un buen amigo del abuelo— le prohibió hacer trabajos por su cuenta. Ese mismo día, Tato decidió que nadie iba a decirle lo que podía hacer y dejó la empresa. El año siguiente compró la vieja rectoría de un barrio de Prats, y ahora se mudaba definitivamente, harto de pagar un alquiler mientras proseguía con unas reformas interminables.

Abajo, en la cocina, Dana había preparado un desayuno para camioneros. Kate se lo dijo y la veterinaria levantó la vista de su tostada un instante. Kate la observó untar una segunda capa de mantequilla y esparcir miel por encima con la cuchara. Resopló. Siempre había envidiado el metabolismo de las Prats. Maldita genética. Dana puso la tostada en el plato de Kate y ella frunció el ceño.

—Hoy lo vamos a quemar —afirmó animosa.

—Lo dirás por ti, guapa, que llevas la misma talla desde los quince.

Dana negó con la cabeza.

—Eres una exagerada. Veo que has abierto la cómoda.

Kate asintió, consciente por primera vez de que el botón de los pantalones corría el riesgo de explotar.

—Nunca te ha sentado bien madrugar. Anda, come o llegaremos tarde.

Kate se sentó en el taburete, delante de Dana, y lanzó un suspiro sin apartar la mirada del plato. Dana sólo tomaba infusiones y tés, pero sobre la mesa había una taza con dos expresos recién hechos. Se sirvió una sacarina y un chorro de descremada. El primer sorbo, largo y caliente, ya le reconfortó el cuerpo.

La rectoría de Tato era un edificio antiguo que colindaba con la pared norte de la pequeña capilla del barrio de Capdevila, en el término municipal de Prats i Sansor. Llevaba seis años en obras. En la planta baja había tirado paredes para dejar un salón de un solo ambiente con cocina vista. Arriba, las tres habitaciones eran bastante grandes y el baño, con suelo y techo de madera, conservaba la pila de mármol blanco original. Los muebles, todos de madera con filigranas talladas, eran obra suya, incluso las camas con dosel, copiadas de un ejemplar de
El Mueble
que le había comprado Nina, su hija adolescente.

Abajo, en la parte trasera de la casa, al fondo del comedor, había colocado dos grandes puertas correderas de cristal que daban al jardín, una zona de unos noventa metros cuadrados rodeada por una antigua valla de piedra de casi dos metros de altura. Aparte del césped, la única planta era un ciprés enorme en la esquina que colindaba con el pequeño cementerio del pueblo.

Kate empleó toda la mañana en colocar muebles con Tato y limpiar a fondo las habitaciones, mientras su sobrina Nina y el ex comisario abrían las cajas y colocaban sus pertenencias en las estanterías del piso de abajo.

Hacia las doce, Nina le subió una coca-cola zero y la pilló contestando un correo procedente del despacho. Kate le hizo señas para que se la abriese. Cuando acabó con el correo se metió la BlackBerry en el bolsillo y se sentó en la cama, al lado de su sobrina.

—¿Hace mucho que la tienes?

Kate le sonrió e hizo un gesto de brindis con su lata.

—¿La BlackBerry? —preguntó mostrándosela.

Nina asintió sin quitarle el ojo de encima al aparato.

—Es la tercera. Debo de llevar casi un año con ésta. ¿Quieres echarle un vistazo?

—Me encantan las metalizadas, son más lujosas —respondió aceptando la oferta—. Pero yo la quiero blanca, es más
cool
.

Kate se echó a reír.

—Seguro, pero yo la uso para trabajar y me la dan en el bufete, así que no puedo elegir —mintió.

—¿Me la dejas un rato?

Kate negó con la cabeza y Nina se encogió de hombros.

—Es del trabajo, ya lo sabes. Venga, voy a ver si acabo con esto y bajo a ayudaros.

—Nosotros ya lo hemos colocado todo. El abuelo siempre tiene mucha prisa.

—Ya…

Kate le mostró dos trapos.

—Puedes elegir: ¿polvo o cristales?

Nina enarcó las cejas y sopló.

—Polvo —aceptó cogiendo el trapo de algodón.

Se levantaron para volver a sus tareas, pero Nina se detuvo en la puerta.

—Cat…

Kate frunció el ceño sorprendida de que la llamase como Dana.

—Dime…

—Esa sudadera… Me gustaría una igual.

—Si la lavas después, es tuya.

—Guay.

—Es de la facultad. Por cierto, ¿ya sabes lo que vas a estudiar?

Nina dudó un instante y volvió sobre sus pasos para sentarse de nuevo sobre la cama. Entonces empezó a alisar el edredón con la palma de la mano, como si fuese un momento importante, pero a Kate le dio más bien la impresión de que no sabía qué decir.

—Mamá quiere que estudie el bachillerato y vaya a la universidad. Turismo o Magisterio. Pero no sé.

Kate la vio encogerse de hombros e intuyó malas noticias.

—Me gusta bastante la peluquería, así que igual me apunto a algún módulo.

A Kate empezó a hervirle la sangre.

—Pero ya estás en cuarto, ¿no?

Nina asintió. Seguía concentrada en la colcha.

—Tienes que hacer el bachillerato y la selectividad, así podrás elegir. Si no, siempre te arrepentirás de haber perdido la oportunidad.

Su sobrina seguía sin mirarla, pero ahora trazaba círculos más grandes sobre el edredón que aun acariciaba con la mano. Kate insistió.

—Apúntate al módulo si quieres, pero antes sácate la selectividad. Es mi consejo.

Permanecieron en silencio. Contuvo el impulso de zarandearla para hacerla reaccionar, pero Nina parecía concentrada en contar las flores del edredón. Por fin, la vio cruzar las piernas y suspirar.

—Ya…, pero no sé si tengo ganas. Para llevar la peluquería no necesito estudiar tanto.

—A no ser que quieras cerrar en cuanto entierren a la última clienta de tu madre —sentenció Kate intentando ocultar su irritación.

Nina levantó la vista intrigada. Y Kate se alegró de ver por fin alguna reacción.

—Vamos a ver, ¿a la peluquería de tu madre quién va? Los del pueblo, las mujeres mayores a las que ya peinaba tu abuela, ¿no? ¿A cuánta gente de tu edad le has lavado la cabeza últimamente? Estoy segura de que van a esa franquicia que inauguraron hace tres o cuatro años. ¿Cómo se llama?

A Nina le vino a la cabeza la cantidad de veces que su madre había maldecido a los Marfá por haber alquilado el local de la calle Mayor a una conocida marca de peluquerías.

Suspiró.

—Bueno, me voy abajo —resolvió sin moverse.

Cada vez que hablaba con Nina la invadía esa sensación de impotencia que produce la indolencia de los adolescentes. Y siempre se alegraba de no tener que enfrentarse a ello con frecuencia. De hecho, ella misma no había sido fácil de tratar en esa época. Sin embargo, aunque su comportamiento no fuese ejemplar, siempre tuvo claros sus prioridades y objetivos, y en sus decisiones sobre los estudios jamás hubo fisuras. Miró la melena lacia de su sobrina y las Ugg que le había regalado la Navidad anterior, los vaqueros minúsculos y la doble camiseta con el fular a juego. Todo en tonos morados y crudos. Nina continuaba acariciando con la palma de la mano el edredón estampado y Kate se dio cuenta de que llevaba rato con la mente en otra parte. Se puso de pie y empezó de nuevo con los cristales.

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