Oda a un banquero (7 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: Oda a un banquero
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Mientras Crísipo se despedía con soltura de su anterior cliente y lo obsequiaba con dátiles con miel como un verdadero griego, dirigí mi mirada hacia los estantes del papiro con sus cuidadas etiquetas:
Augustan
para el de mejor calidad, tan fino que era translúcido y sólo se podía escribir por una cara;
Amphitheatrica
, llamado así por la arena de Alejandría, donde se había establecido un fabricante muy conocido;
Saitica
y
Taniotica
, que se hacían en otras partes de Egipto; luego,
Fanniana
y
Claudia
, que sabía que eran mejoras romanas.

—¡Ah, Braco!

Hice una mueca y lo seguí hacia su oficina. Sin muchos preámbulos, le dije que quería discutir los términos. Crísipo se las arregló para hacerme sentir brusco e incivilizado por precipitarme en negociaciones como un bárbaro maleducado. Pero justo cuando ya estaba preparado para echarme atrás y soportar toda la etiqueta ateniense durante tres cuartos de hora, cambió de táctica y empezó a regatear. Yo ya pensaba que las condiciones contractuales descritas por Eusquemonte parecían onerosas. Hablamos un rato hasta que me di cuenta de que había confundido por completo la situación. Mi principal interés era el pequeño anticipo por mis esfuerzos creativos, que había supuesto me estaban ofreciendo.

—Me gustó tu obra —me elogió Crísipo con ese entusiasmo incondicional que ansían los autores. Intenté recordar que era un vendedor, no un crítico desinteresado—. Vigorosa y bien escrita, con un carácter personal muy atrayente. No hay mucho de eso en la producción actual. Admiro tus cualidades especiales.

—Así que, ¿cuánto? ¿Cuál es el trato?

Soltó una risotada.

—Somos una organización comercial —dijo Aurelio Crísipo. Y entonces me golpeó con la verdad—: No podemos subvencionar a completos desconocidos. ¿Qué sacaríamos nosotros de eso? Yo creo que tú prometes. Si quieres un público más nutrido, puedo ayudarte. Pero el trato es que tú inviertes en la edición cubriendo los costes de producción.

Tan pronto como superé el tambaleo que me había provocado su desfachatez, salí de allí.

VIII

Cualquier informante profesional aprendía a adaptarse. Los clientes cambiaban de idea. Los testigos te dejaban atónito con sus revelaciones y sus mentiras. La vida, en sus formas más espantosas, te dejaba consternado, de la misma manera que las disparatadas tergiversaciones de la página de escándalos de la
Gaceta Diaria
hacían que, a su lado, la mayoría de nuevos artículos publicados parecieran monótonos.

¿Yo, pagarles a ellos? Ya sabía que esto sucedía. Pero pensaba que sólo les ocurría a tristes personas insignificantes que garabateaban extensos y aburridos poemas épicos mientras todavía vivían en casa con su madre. No pretendía que ningún descarado y vanidoso editor se me pegara como una lapa.

Una de las maneras de los informantes para adaptarse a los contratiempos es beber vino en las bodegas. La reciente muerte de mi cuñado mientras estaba completamente borracho me motivó a restringir un poco mi ingestión. Por otro lado, no quería parecer de esa clase de tipos creativos demasiado susceptibles que aseguraban encontrar la inspiración únicamente en el fondo de una jarra de vino. Así que fui un buen chico y me marché a casa.

La respetable mujer hacia la que me dirigía podía haberme recibido con una sonrisa de bienvenida, ofrecerme un coqueteo de media tarde y una sencilla comida romana. En lugar de eso, me dio el recibimiento tradicional de una mujer romana:

—¡Ah, eres tú!

—Querida, ¿debo entender que esperabas a algún amante fornido?

Helena Justina se limitó a sonreír, con esos misteriosos ojos oscuros, e intentó dejarme en ridículo. No tuve otra opción que tomármelo como una amenaza vacía. Me hubiera vuelto loco de celos si dejaba que mi corazón latiera al ritmo que él quería. Helena era consciente de que yo la quería y confiaba en ella; y también sabía que estaba tan asombrado de que viviera conmigo que el más mínimo traqueteo haría que me deslizara hacia una inseguridad maníaca.

—Te gusta mantenerme ocupado —le dije, con una sonrisa burlona.

—¿Quién, yo? —murmuró Helena.

Llevaba una fina estola y sandalias para caminar; era una chica que tenía planes, era de suponer que engañosos, aunque no hubiera ningún hombre de por medio. Era poco probable que mi presencia la entretuviera. Yo no tenía nada que ofrecer. Ella ya se había enterado de los chismes sobre mi padre. No le sorprendió que Crísipo fuera un fiasco. Había enviado a nuestra hija a pasear con una esclava que su madre le había prestado, pero eso no significaba que yo tuviera posibilidad alguna de llevármela a la cama.

—Si me acuesto, me quedaré dormida, Marco.

—Yo no.

—Eso es lo que tú crees —respondió con crudeza.

Lo último que ella quería era tener que cargar conmigo. Iba a salir. A una taberna, me dijo. Estaba claro que eso no era propio de Helena. Pero yo ya sabía que era mejor no hacer ningún comentario, ni dejarme llevar por el pánico, ni mucho menos oponerme.

—Será mejor que vengas conmigo —dijo, frunciendo el ceño.

—Esto es muy emocionante. ¿Una mujer comportándose como un granuja? Déjame jugar a mí también. Los dos seremos borrachos de mediodía.

—No tengo ninguna intención de emborracharme, Marco.

—¡Aguafiestas!

Aunque, probablemente, era lo más prudente, porque la taberna que había elegido era la caupona de Flora. Pedir una jarra allí era el primer paso para que en tu entierro rociaran tus andas con aceite.

—Helena, te gusta mucho arriesgarte.

—Quería ver qué es lo que pasaba por aquí.

Su curiosidad pronto obtuvo respuesta: debido a la muerte de la propietaria, la caupona de Flora estaba cerrada.

Nos quedamos un momento en la esquina de la calle. El correoso gato de la taberna estaba en estos momentos a cargo del astillado banco que había en el exterior del mostrador con postigos; tuvimos una larga contienda y me soltó un bufido. Yo le largué un escupitajo.

La taberna de Flora, un negocio que mi padre había adquirido para su amante, era un restaurante tan falto de pretensiones que apenas merecía la atención de los chantajistas locales que ofrecían protección. Hubo un tiempo en que yo bebía a menudo en aquel lugar, en los días en que allí se servían los peores estofados calientes de Roma. Se animó por poco tiempo tras un asesinato sumamente brutal que ocurrió en una habitación alquilada del edificio; luego volvió a decaer hasta convertirse en un monótono lugar de encuentro para hombres arruinados y destrozados.

Sin embargo, tenía algunos puntos a su favor. Ocupaba una magnífica posición. La buena voluntad acompañaba al negocio. Los clientes eran obstinadamente leales, tristes holgazanes que toleraban los cuencos sin lavar llenos de caldo tibio en el que flotaban pedazos de cartílago animal, medio sumergidos, como monstruos sobrenaturales de una narración mitológica. Estos incondicionales clientes diarios podían aguantar un vino que te dejaba la lengua púrpura y que, en conjunción mágica con la pegajosa salsa del asado, te laminaba el paladar. Ellos nunca abandonarían su rincón del almuerzo por una razón: eran conscientes de que no había muchos más en ese lado del Aventino.

Justo enfrente había un rival: una modesta tienda de comida con un pavimento bien fregado que se llamaba La Valeriana. Nadie iba allí. La gente tenía miedo de que tanta limpieza les provocara urticaria. Por otra parte, cuando nadie va a un sitio, no hay ambiente. La hosca clientela del bar de Flora quería sentarse en un sitio donde hubiera otras almas descarriadas a las que pudieran desdeñar con firmeza.

—Todavía podemos disfrutar de una comida juntos en La Valeriana, cariño.

—No se trataba de una comida, Falco.

Entonces Helena decidió que iríamos a visitar a Maya. Magnífico. Vivía cerca de allí y era mi deber de hermano consolarla de sus problemas. Quería contarle los cotilleos sobre Flora y nuestro padre antes de que mis otras hermanas se me adelantaran. Y quizá también nos diera algo de comer.

Para mi indignación, cuando llegábamos vi salir a Anacrites de casa de Maya. Quizá le había llevado algún mensaje de mi madre. Di un salto, rodeé una columna y me escondí detrás de un barril de ostras. Helena me fulminó con la mirada por mi cobardía, se cruzó con él al tiempo que saludaba fríamente con la cabeza y pasó de largo antes de que pudiera dirigirle la palabra. Helena siempre había sido educada con ese espía, especialmente cuando él y yo trabajábamos juntos en el Censo, pero él parecía saber que con ella pisaba un terreno cenagoso. Supuso que iba sola, dejó que pasara delante y luego empezó a caminar.

Ver a Anacrites en casa de mi hermana me enfurecía. No tenía un verdadero vínculo con mi familia y yo deseaba que siguiera siendo así. No había razón para que continuara siendo el inquilino de mi madre; tenía propiedades, ya no estaba enfermo, que era la excusa para persuadir a mi madre de que lo cuidara en otro tiempo, y en estos momentos ya se había reincorporado al trabajo en Palacio. Y tampoco quería que el jefe del servicio secreto rondara a Maya.

En cuanto me aseguré de que había desaparecido, seguí a Helena al interior. Maya me saludó sin mencionar la otra visita. Yo no dije ni pío. El que ella supiera que yo estaba molesto sólo serviría para animarla a que diera pábulo a Anacrites. Deambulé por allí buscando sustento y al final, tal y como yo esperaba, nos invitó a comer. Ya nada era como antaño. Famia se bebía el salario a menudo, pero al menos, la certeza de que tenía un marido con trabajo había permitido a Maya acumular algún crédito. En estos momentos, su situación financiera era realmente apuradísima.

Helena le contó las noticias sobre Flora y yo le describí el estado en que había encontrado a mi padre.

—El almacén está hecho un desastre. Si Mario quiere ganarse unas monedas, mándalo a ayudar a Gomia a mover las cosas.

—Mi hijo es demasiado estudioso como para ir por ahí acarreando muebles —replicó Maya con frialdad—. No tiene fuerza suficiente, está delicado.

—Pues entonces ya es hora de que empecemos a fortalecer sus músculos.

—No necesitamos el dinero de nuestro padre. —Eso no era cierto. La pensión que cobraba Famia por pertenecer a los Verdes, que era una inútil facción de una cuadriga, apenas llegaba para pagar el alquiler. Eso dejaba a Maya con cinco bocas que alimentar. Mario, su hijo mayor, merecía una educación, y el dinero para la escuela ya lo encontraría yo de algún modo, pero, si quería sobrevivir en el Aventino, tendría que volverse un poco más refinado. De todos modos, quería ver a ese pequeño lince con mi padre en la Saepta. El me contaría lo que sucediera.

—Necesitas ingresos —dijo Helena con delicadeza. Viniendo de ella, Maya lo aceptaría—. ¿Estás completamente decidida en contra del plan de la sastrería? —Se trataba de una hábil estratagema que mi padre y yo habíamos tramado. Le compraríamos su parte al sastre para el que Maya había trabajado cuando era joven, y dejaríamos que ella se encargara de los telares y de la sala de subastas. La idea debería haberle entusiasmado. Sin embargo, la sensatez del plan parecía no atraerle.

—No podré soportarlo. He progresado, Helena. No es que tenga ideas presuntuosas. Voy a trabajar. Pero no quiero volver a lo que hacía antes, hace años, cuando era infeliz, si es que eso importa algo. —Maya me lanzó una mirada fulminante.— Tampoco quiero ninguna empresa descabellada ideada por otra persona.

—Elige la tuya propia, entonces —gruñí. Tenía la cabeza metida en un cuenco de lechuga y huevos.

—Eso es lo que voy a hacer.

—¿Me dejas que te dé una idea? —aventuró Helena al tiempo que Maya hacía una mueca de suspicacia.

—Adelante. Voy escasa de risas.

—No te rías de esto. Dile a Gémino que tú regentarás la taberna de Flora.

—¡De verdad que estás bromeando!

—Él no querrá La Caupona —asentí—. Era el juguete de la pelirroja.

Mi hermana se puso furiosa, como siempre.

—¡Marco, pareces decidido a endosarme algún negocio deprimente!

—Deprimente, no. Tú le darás la vuelta —declaró Helena.

—Maya, el edificio pertenece a nuestro padre; tiene que vender o encontrar un nuevo encargado. Si se queda ahí con la pintura que se desconcha y la fachada mugrienta, los ediles caerán sobre él por negligencia urbana. Propónselo. Se alegrará de verla arreglada.

—¡Por todos los cielos! Vosotros dos, no os confabuléis contra mí.

—No lo hacemos —Helena me lanzó una mirada de reproche. Con eso daba a entender que si hubiera podido exponerle el plan a Maya ella sola, habría funcionado.

A esas alturas Maya ya estaba como loca.

—Esa mujer murió hace sólo una semana. No voy a precipitarme…

—Nuestro padre necesita que lo hagas —dije con tiento—. El no va a tocar nada que le recuerde a Flora; ni siquiera va a ir a su propia casa.

Maya pareció impresionada.

—¿Qué quieres decir?

—No ha vuelto a su casa de la ribera desde el funeral de Flora. Los esclavos están asustados. No saben su paradero, ni cuáles son sus órdenes.

Maya no dijo nada. Tenía la boca fruncida con un gesto de desaprobación. Al ser ella misma una viuda reciente, era la persona más indicada para decirle a nuestro padre que la vida continúa y que uno no tiene opción a abandonarla. Conociéndola, sabía que abordaría la cuestión.

Helena recogió los platos sucios y se los llevó para fregarlos más tarde. Lo hacía para tranquilizar a Maya. Al menos de momento. Incluso yo abandoné el tema.

De camino a casa, volvimos a pasar por la taberna de Flora y echamos otro vistazo.

Tenía que haber un camarero en alguna parte, un tal Apolonio. Oficialmente, vivía en un rincón de la parte trasera del edificio. El anterior camarero se había ahorcado, justo al lado del cuchitril que Apolonio debía recorrer para vigilar el local cuando estaba cerrado. Mientras Helena esperaba en la calle, di la vuelta y grité, pero no conseguí provocar una respuesta. El suicidio de su predecesor y el famoso asesinato que tuvo lugar en el piso de arriba, habrían hecho que Apolonio fuera reacio a quedarse solo en el edificio. Las personas son así de sensibles.

De vuelta a la calle, vi una figura familiar que llamaba a la puerta principal.

—¡Petro!

—Han cerrado. —Él despreciaba a Flora, pero bebía allí con bastante frecuencia; estaba indignado porque la puerta cerrada frustraba sus planes. Nos encontramos a corta distancia de Helena y hablamos en voz baja.

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