Mi colega de actuación era un senador de rango consular. Desastroso. El hombre esperaba que sus parientes y amigos ocuparan los bancos más cómodos mientras los míos se apretaban en unos cuantos palmos de terreno, de pie. Él ocuparía la mayor parte del recital. Y sería el primero en actuar, cuando el público aún estuviera despierto. Y, lo peor de todo, el senador sería seguramente un vate horroroso.
Hablo de Rutilio Gálico. Sí, el mismo Rutilio Gálico que más adelante sería Prefecto Urbano, jefe de las fuerzas de orden público del Emperador, matón de Domiciano, ese gran hombre que hoy es tan amado por la plebe (como nos cuentan quienes nos indican qué pensar). Hace veinte años, en la época de nuestra lectura de poemas en común, el hombre no era más que un viejo ex cónsul. Después, aún tuvimos en el trono a Vespasiano. Como legado suyo en Tripolitania, Rutilio había dejado resuelta recientemente una disputa fronteriza, fuera cual fuese su importancia (no mucha, en realidad, a menos que uno tuviera la desgracia de vivir en Lepcis Magna o en Oea). Todavía no estaba en condiciones de ser nombrado gobernador de una provincia; aún no era famoso por su gesta germana y nadie hubiera esperado que terminaría siendo él mismo objeto de poemas épicos. Era una celebridad en ciernes. Yo lo consideré un mediocre agradable, un provinciano que apenas había empezado a vestir la púrpura senatorial.
Iba equivocado. Al parecer, el hombre era amigo mío. Yo tomé este honor con gran cautela, pues me dio la impresión de que él también estaba buscando el favor de Domiciano, nuestro príncipe imperial menos agradable. Rutilio debía de pensar que sacaría provecho con ello. Yo escogía a mis íntimos con más cuidado.
En su casa, con una matrona por esposa que procedía de la misma ciudad que él, Augusta Taurinorum, en el norte de Italia, y con lo que constituía su familia (¿qué podía yo saber al respecto? Yo era un recién ascendido a la clase ecuestre; él podía haber trabado amistad conmigo como compañero de exilio cuando nos habíamos conocido en la lejana África pero, en Roma, jamás me habría llevado a su casa a conocer a su noble estirpe), en su casa el jubiloso Gálico sería conocido como Cayo, o como se llamara. Yo no tenía suficiente rango como para utilizar su nombre privado. Y él tampoco me llamaría nunca Marco. Yo era Falco; para mí, él seguiría siendo «señor». No me quedaba claro si se daba cuenta de que tras mi tono respetuoso había un velo de burla. Yo nunca me descubría demasiado. Me gusta mantener limpio mi expediente. Además, Gálico estaba haciéndose colega de Domiciano y nunca se sabe adonde puede conducir la amistad interesada.
Bueno, algunos lo sabemos bastante bien, ahora. Pero entonces nunca se le habría ocurrido a nadie seguir a Rutilio Gálico para obtener el favor y la fama.
Una ventaja de compartir un estrado con un patricio era que éste contrataba un escenario lucido y lujoso. Nuestro recital se celebraría nada menos que en los jardines de Mecenas, esos espléndidos espacios abiertos en la ladera posterior de la colina Opia gracias al derribo de las antiguas murallas republicanas, que se extendían sobre los antiguos cementerios de los pobres. (El sitio tenía un montón de abono, comentó Helena). Ahora, los jardines se mantenían al socaire de la más reciente Casa Dorada; estaban menos regados y cuidados, pero aún existían, propiedad de la familia imperial desde la muerte de Mecenas, setenta años antes. En las cercanías había un mirador desde el cual, se decía, Nerón había contemplado la furia del Gran Incendio.
Mecenas fue un conocido financiador de Augusto: sostén económico de emperadores, amigo de poetas famosos… Mecenas era un pervertido profundo y completamente desagradable. Con todo, si encontrara un noble etrusco que me invitara a cenar y alabara mi arte, probablemente soportaría verlo manosear jovencitos. Probablemente, también les pagaba la cena a ellos. Todo patrocinio es una forma de proxenetismo. Era preciso que me preguntara qué muestras de agradecimiento me exigiría Rutilio.
Pero la nuestra, me dije, era una situación distinta. Mi patrón era un mojigato flavio bienhumorado. Sin embargo, ningún mojigato de clase alta es perfecto, al menos en la consideración de los corrillos del Aventino, entre los cuales las críticas a los fallos de carácter proliferan como el moho en una habitación caliente, desatando su desesperada malicia sobre desdichadas familias plebeyas como la mía y conduciéndolas al conflicto con la élite impoluta. ¿Por qué me enfurezco así? Porque el gran momento de Gálico en Tripolitania había sido ordenar la ejecución pública de un borracho que había blasfemado contra los dioses locales. Demasiado tarde, descubrimos que el desgraciado a quien devoraría el león era mi cuñado. Rutilio debía de financiar nuestro recital conjunto por un sentimiento de culpabilidad hacia mí, huésped de su casa en esa época.
Inquieto, me pregunté si mi hermana alegraría su viudez asistiendo a la representación. Y, si lo hacía, ¿caería en la cuenta de qué relación había entre Rutilio y yo? Maya era la más inteligente de la familia y, si deducía que yo leía mis poemas junto al juez que había sentenciado a su difunto marido, ¿qué le haría a Rutilio… o a mí?
Mejor no pensar en ello. Suficientes preocupaciones tenía.
Ya anteriormente, había intentado ofrecer un recital público, pero, debido a algún error en los anuncios, no se presentó nadie. Aquella misma noche debía de estar convocada una fiesta multitudinaria. Toda la gente a la que había invitado me dejó en la estacada. En esta ocasión me temía una vergüenza aún mayor, pero seguía decidido a demostrar a mi círculo íntimo que el pasatiempo del cual se mofaban podía producir buenos resultados. Cuando Rutilio confesó que él también leía poesía y sugirió aquel recital, yo esperaba que quizás abriría su propio jardín a un pequeño grupo de personas de confianza, a quienes musitaríamos unos cuantos hexámetros a media luz, acompañados de confites y dulces y de vinos bien aguados. Sin embargo, el tipo era tan ambicioso que, en lugar de ello, procedió a contratar el salón más elegante de Roma, el Auditorio de los Jardines de Mecenas. Un emplazamiento exquisito, envuelto en los ecos literarios de Horacio, Ovidio y Virgilio. Para acabar de rematar la cuestión, me enteré de que la lista de invitados personales de mi nuevo amigo estaba encabezada por su otro querido amigo, Domiciano.
Me hallaba en el umbral exterior del Auditorio, con un pergamino recentísimo bajo el brazo, cuando mi asociado proclamó la noticia con aire orgulloso. Según él, se rumoreaba que quizás asistiera Domiciano César. ¡Dioses benditos!
No había escapatoria. Todos los desocupados de Roma habían oído la noticia y la multitud que se arremolinaba allí me impidió cualquier intento de escabullirme.
—¡Vaya honor! —murmuró Helena Justina, burlona, al tiempo que me impulsaba hacia delante por la prestigiosa rampa de entrada de baldosines con la palma de la mano entre mis omoplatos, de repente sudorosos. Helena consiguió disimular su brutalidad ajustándose mientras me empujaba su fina estola de bordes en trenza. Me llegó una música delicada de los discos de oro macizo de sus pendientes.
—Bobadas. —La rampa tenía una gradiente pronunciada. Envuelto en la toga como un cadáver, no disponía de libertad de movimientos; una vez empujado, me deslicé por la prolongada ladera como una semilla de sicómoro al caer y fui a parar al enorme portón de entrada. Helena me enderezó y me hizo pasar. Reaccioné con nerviosismo:
—¡Oh! Mira, amor mío, qué recatados. Han colocado una cortina detrás de la cual se supone que deben ocultarse las mujeres. Por lo menos, puedes echar una cabezada sin que nadie repare en ello.
—Bobadas otra vez —respondió la bien criada hija de senador a la que en ocasiones me atrevía a llamar mi esposa—. ¡Qué anticuado! Si hubiera traído algo de comer, seguramente ya estaría ahí dentro. Pero como nadie me advirtió de esta abominación, Marco, permaneceré sentada ante el público, sonriendo arrebatadamente a cada palabra que pronuncies.
Necesitaba su apoyo. Pero, nervios aparte, en aquel momento estaba boquiabierto de asombro ante la belleza del lugar que Rutilio Gálico había alquilado para nuestra gran representación.
Sólo un hombre espléndidamente rico al que gustara mezclar la literatura con los banquetes opíparos habría podido construir tal pabellón. Era la primera vez que entraba en él. Como escenario para dos poetas aficionados resultaba ridículo. Inmensamente exagerado. Allí se oiría nuestro eco. Nuestro puñado de amigos parecería irrisorio en un espacio tan opulento. Tendríamos suerte si algún día todo aquello caía en el olvido.
El interior podría haber acogido a media legión, con toda su artillería de asedio. El techo se alzaba a gran altura sobre un salón de hermosas proporciones, al final del cual había un ábside con unos peldaños majestuosos, tallados en mármol. El suelo y los muros, así como los marcos y voladizos de numerosos nichos abiertos en las paredes, también estaban cubiertos de losas de mármol. La zona semicircular de peldaños en el extremo del ábside tenía como propósito inicial, probablemente, el de servir de regio punto de descanso para el mecenas y para sus íntimos. Incluso estaba diseñada como una cascada aunque, de ser así, los fondos de Rutilio no habían alcanzado a pagar la conexión del agua para aquella velada.
Podíamos pasarnos sin ello. Había muchas cosas para distraer a nuestro público. La decoración era arrebatadora. Todos los nichos rectangulares de la pared estaban pintados con espléndidas escenas bucólicas: enrejados en aspa altos hasta la rodilla, cada uno con un hueco en el que se alzaba un vaso, una fuente o un árbol especial. Había delicadas plantaciones, perfectamente pintadas, con aves que revoloteaban entre sus ramas o bebían de los cuencos de las fuentes. El pintor tenía una pincelada asombrosa. Su paleta se basaba en azules turquesa y verdes sutiles. Podía hacer frescos con un aspecto tan real como el huerto que se distinguía entre los amplios portales abiertos en el otro extremo del ábside, cuya vista ofrecía una panorámica de terrazas lujuriantes con las lejanas colinas Albanas al fondo.
Helena silbó entre dientes. Tuve un escalofrío ante la posibilidad de que quisiera aquella clase de arte en nuestra nueva casa; ella, que lo notó, me sonrió.
Helena me había destinado a recibir a los invitados. (Rutilio seguía rondando por el pórtico exterior con la esperanza de que Domiciano César honrara nuestra función.) Al menos, eso me ahorraba tener que calmar a mi compañero. Parecía tranquilo, pero Helena supuso que estaba temblando de pánico en su fuero interno. Hay personas que vomitan ante la mera idea de tener que hablar en público. Y ser ex cónsul no garantizaba la ausencia de timidez. Mostrar coraje no entraba en la descripción de su tarea desde los tiempos de los Escipiones. Lo único que se precisaba para serlo, ahora, era que el emperador tuviera alguna pequeña deuda con uno.
Empezaron a llegar amigos del celebrado Rutilio. Sus voces sonoras de clase alta lo asaltaron antes de que asomaran por allí. Entraron en tropel y avanzaron, sin prestarme atención, para ocupar los mejores asientos. Entre un grupo de libertas, se destacó una mujer contundente a la que identifiqué como su esposa, escrupulosamente adornada con una alta mata de pelo crepado y bien vestida para la ocasión. Parecía preguntarse si debía hablarme; por último, decidió presentarse a Helena.
—Soy Minicia Petina; me alegro muchísimo de verte, querida… —Echó una ojeada al velo de respetabilidad y Helena le aconsejó rotundamente que lo rechazara. Minicia la miró, atemorizada—: Quizá me sienta más cómoda a cubierto de la mirada pública…
—¿Significa eso que ya has asistido a alguna lectura poética de tu esposo y no quieres que la gente vea lo que piensas? —dije con una sonrisa.
La esposa de Rutilio Gálico me lanzó una mirada que me cortó los jugos gástricos. Esos tipos nórdicos siempre resultan bastante fríos para los ciudadanos nacidos en Roma.
¿Resulto algo afectado? Pido excusas a todo el Olimpo.
Mis allegados llegaron tarde pero, al menos, esta vez se presentaron. La primera fue mi madre, una figura suspicaz, adusta y ceñuda, cuya primera acción fue lanzar una mirada severa al suelo de mármol que, en
su
consideración, podría haber estado mejor barrido, antes de demostrarme su afecto como único hijo sobreviviente:
—¡Espero que no estés poniéndote en evidencia, Marco!
—Gracias por la confianza, madre.
La acompañaba su inquilino, Anacrites, mi ex socio y archienemigo. Discretamente elegante, se había hecho uno de esos cortes de pelo garbosos que le gustaban y lucía en aquel acto un anillo de oro que le aplastaba el nudillo para mostrar que había alcanzado la clase media (mi anillo correspondiente, comprado por Helena, era mucho más sencillo).
—¿Cómo va el negocio del espionaje? —pregunté, burlón, pues sabía que Anacrites prefería fingir que nadie sabía que era jefe de los espías de palacio. Él hizo caso omiso de la pulla y condujo a mi madre a un asiento destacado en medio de los partidarios más altivos de Rutilio. Ella se aposentó, muy erguida, con su mejor vestido negro, como una sacerdotisa siniestra que accediera a mezclarse con la plebe pero procurara que ésta no contaminase su halo. Anacrites, en cambio, no encontró hueco en el banco de mármol, de modo que se enroscó a los pies de mi madre como si fuera una porquería pegada a la suela de la sandalia que no hubiera modo de desprender.
—Veo que tu madre se ha traído a su serpiente mascota…
Mi mejor amigo, Petronio Longo, no había conseguido una noche de permiso de sus obligaciones como jefe de investigaciones de la Cohorte IV de los vigiles, pero eso no lo había disuadido de presentarse allí. Llegó con indumentaria de faena: una recia túnica parda, unas botas brutales y un chuzo, como si acudiera a investigar rumores sobre algún problema. Aquello bajó el tono considerablemente.
—Petro, esta noche no nos proponemos urdir un golpe republicano, sino leer poemas de amor.
—Tú y tu amigo, el cónsul, estáis en una lista secreta como potenciales alborotadores —replicó con una sonrisa. Conociéndolo, incluso era posible que fuese cierto. Probablemente, Anacrites habría facilitado tal lista.
Si la Cohorte II, que se ocupaba de aquel sector de la ciudad, lo descubría haciendo trabajos adicionales en su territorio, se iba a llevar una buena paliza. La amenaza no preocupaba a Petro, que era capaz de devolvérsela golpe por golpe.
—Necesitas un vigilante en las puertas —comentó. Se situó en el umbral y blandió su porra de modo ostensible mientras un grupo de desconocidos hacía su entrada. Yo había reparado ya en ellos debido a su curiosa mezcla de cortes de pelo sin gracia y a su calzado de mala calidad. En el grupo se percibían acentos y voces afectados y un hálito a dientes careados. No había invitado a tales excéntricos y tampoco daban la impresión de ser amigos de Rutilio Gálico. De hecho, éste apareció corriendo tras ellos con una expresión molesta, incapaz de intervenir mientras el grupo irrumpía en avalancha.