—¡Lisa! —La saludé y sonreí al tiempo que recuperaba el aliento—. ¡Estás preciosa! ¿Ya eres una recién casada?
Iba ricamente ataviada, aunque con un gusto sobrio. El pesado collar de oro parecía una antigüedad griega. Seguro que había costado lo suficiente como para que Vibia la envidiara. Lisa hacía frente al calor del verano tapándose; su toga era de manga larga y tela oscura. Ni una gota de sudor estropeaba la piel aceitunada. La pintura de sus ojos había sido aplicada con suavidad, para que no se corriera, y del interior del cubículo de la litera, una bocanada de perfume caro se levantó de manera sensual.
—¿Qué quieres, Falco?
—Creo que estoy soñando. Juraría que te acabo de ver abrazando a la viuda en lo alto de la calle.
Si le molestaba estar bajo vigilancia, lo disimuló bien.
—Vibia y yo tenemos una relación civilizada.
Di un silbido. Recordaba a Lisa llamando «pequeña arpía» a Vibia.
—Pensé que detestabas haber terminado con tu marido por ella. ¿Cómo es que ahora os arrulláis como tortolitos?
—¡No es precisamente eso!
—Veo que Vibia todavía vive en tu antigua casa. —Esta vez mi tanteo hizo que frunciera un poco el ceño—. ¿La casa estaba incluida en la herencia junto con el scriptorium?
—Se la di como un obsequio —reconoció Lisa con bastante reticencia.
—¡Eso sí que es un regalo! —silbé.
—Soy de naturaleza generosa. —Incluso Lisa vio que era ridículo en una mujer de negocios con garras de hierro—. Bueno, no es ningún secreto. Vibia me la ha arrebatado.
—¿Cómo?
—No importa.
—Dijiste que no era un secreto.
—Bueno… era el precio que fijó para arreglar algo… —Cuando puse cara de escéptico, Lisa se vio forzada a explicarse—. Diómedes se va a casar con una joven pariente de Vibia.
—¡Caramba! ¡A tu familia sí que le gustan las bodas! ¿Tenéis pensada una ceremonia conjunta el día que tú te cases con Lucrio? ¡Y qué noticias tan emocionantes también para Diómedes! ¿Es un buen partido?
Lisa ignoró mis burlas con calma.
—Una chica encantadora. Elegante y culta… y de una familia excelente. Buena gente, con muchos contactos. —¡Ah! Yo había pensado que Vibia era ordinaria, pero eso lo había motivado su propio comportamiento, y ello en ningún caso excluía el rango social. Había muchos ciudadanos sólidos que tenían parientes femeninas que hablaban como verduleras y se pasaban con los polvos de la cara. Lisa continuó—. Han sido clientes del banco durante años, por supuesto; los conocemos muy bien.
—¿Tu hijo ya está encarrilado, entonces?
Lisa sonrió con satisfacción.
—¡Oh, sí! —me aseguró—. Ahora todo es perfecto.
Dejé que se fuera. Otro personaje para añadir a mi curiosa colección.
La vieja con el cesto de la compra apareció en ese momento con paso vacilante y se me quedó mirando. Diría que se consideraba una guardiana de la vida de la comunidad. Sin duda era la madre de algún tipo nervioso. Era de las que recorren las calles de un lado a otro; iba a buscar media calabaza y luego volvía a por un espadín, mientras esperaba que alguna oportunidad para espiar a los desconocidos les alegrara el día.
Cuando volvía sobre mis pasos, estuve a punto de pararme en la popina de la esquina. Como siempre, el camarero, un tipo joven, alto y enjuto, con un corto delantal de cuero, estaba allí de pie y me miraba con intensidad. Eran todos unos entrometidos en este Clivus. Su mirada me hizo cambiar de idea. Sabía que esa taberna era el lugar de reunión de los autores. El camarero tenía ese aire indefectible de querer charlar, tanto si me gustaba como si no. Como desconfiaba, seguí mi camino.
Podía haber ido a abordar a Vibia pero, en cambio, me encontré a Eusquemonte, el fardo greñudo y desgarbado de siempre con su habitual pelo despeinado y su expresión abstraída. Ya se marchaba del scriptorium, pero se detuvo para charlar. Le conté la entrañable escena que había presenciado y me pregunté si eso afectaría su antigua lealtad.
—¡No entiendo cómo pueden hacerlo! —refunfuñó.
—¿El qué?
—La gente es muy rara, Falco.
—Es verdad. Me sorprendió oír lo de esta boda. Sonaba como si la familia de Diómedes estuviera utilizando a Vibia como potro para dar un salto social.
—¡Oh! Los Crísipo obtienen altos porcentajes de interés de todo el mundo —dijo Eusquemonte de manera críptica. Rehusó ir más allá, pero yo empezaba a comprender qué quería decir. A Diómedes le debían de haber planificado el camino hacia la aceptación social de manera cuidadosa. ¿Se remontaba ya ese plan a la segunda boda de su padre?, me preguntaba yo. ¿Era Vibia Merula sólo una parte del plan de ascenso que Crísipo elaboró para su hijo? Y si así era, ¿lo sabía Lisa desde el principio?
—Eusquemonte, pensaba que a Vibia no se la veía tan feliz como era Lisa.
Se rió entre dientes.
—Bueno, porque no lo sería.
—¿Y eso, por qué?
—No puedo hacer ningún comentario, Falco.
Su tono de voz era una pista. Solté lo primero que me vino a la cabeza.
—No me lo digas. ¿Lisa ha hecho que Vibia arregle la boda de Diómedes sin saber que éste, al frecuentar la casa de su padre había despertado el interés de la propia Vibia?
Eusquemonte me corrigió un pequeño detalle.
—Lisa sabe muy bien que Vibia lo desea.
Estupendo. Este enredo se convertía en una auténtica tragedia griega.
—¿Y Diómedes corresponde al afecto de su madrastra?
—No me interesan los chismes y cotilleos. No tengo ni idea.
Cuando la gente decía eso, siempre significaba que lo sabían.
Era demasiado bueno para dejarlo correr. Volví a entrar en la casa.
Paso estaba todavía en la biblioteca griega. En esta ocasión ya había clasificado en dos pilas los restos del enredo de papiros recuperados en la escena del crimen, aunque sostenía unos cuantos rollos de más y se le veía perplejo.
—¿Otra vez de vuelta? —El nuevo se había acostumbrado un poco más a mí. Me tomaba el pelo de una manera sutil, como hacían los viejos veteranos—. Mira Falco, tengo un problema con estos últimos pergaminos. Creo que hay dos manuscritos diferentes sin título y uno de ellos parece estar en dos versiones distintas.
Esta vez entré directamente en la habitación.
—¿Qué es lo que has encontrado?
—Bueno, he averiguado que los rollos que estaban en el suelo con el cuerpo eran todos manuscritos en borrador de ciertos autores. La letra suele ser ilegible y algunos están llenos de tachaduras. Muchos de ellos están escritos en la cara posterior de material ya usado… y algunos tienen inserciones sombreadas.
—No están listos para la venta. Crísipo debía de estar decidiendo cuáles publicaría. Los estaba revisando y entrevistándose con alguno de los autores. ¿Tiene sentido?
—Sí. —Paso consultó una tablilla de notas—. Entre ellos encontré algunos que habían sido rechazados. Unos poemas de alguien llamado Marcial tenían unas precipitadas anotaciones en tinta roja donde decía: «¿Quién es éste? ¡No… mierda!». Y Constricto, uno de sus habituales, tenía un escrito donde Crísipo ponía: «Las nimiedades de siempre. Edición pequeña; reducir el pago».
—¿Estaba bien?
—Sexo y paja. No me molesté en leerlo. La poesía era directa y me limité a ponerlo en la lista. Ahora estoy estancado. De todas formas, lo que queda es más de mi gusto. —Señaló con un gesto los pergaminos sin título que todavía intentaba clasificar—. Aventuras; tienen una historia romántica pero los personajes se pasan la mayor parte del tiempo separada y con problemas, o sea que nunca se ponen demasiado sensibleros.
Solté una carcajada.
—¡Eres un entusiasta de las novelas griegas! —Paso pareció ofendido y se ruborizó—. No, lo siento. No me estoy burlando, Paso. Me coge de sorpresa que haya algo de cultura en los vigiles. Mira, a Helena le gustan las historias. —Helena Justina leía cualquier cosa—. Quiero que se evalúen en detalle estos que no tienen título. Si tú sigues leyendo el que ya has empezado, yo me llevaré los otros pergaminos a casa para que Helena les eche una ojeada. Es una lectora muy rápida.
Paso parecía desalentado. Le dije con una sonrisa que, cuando Helena hubiera terminado, le devolvería los pergaminos para que él pudiera leerlos también. Se animó.
—Bueno, quizás ella pueda ordenar la historia que tiene dos versiones —sugirió, rápido a la hora de deshacerse del trabajo más incómodo.
—Le diré que lo intente… Ahora me voy arriba a tener unas palabras con la encantadora Vibia.
—Aguzaré el oído, Falco. Si oigo un grito sabré que necesitas que te rescaten.
—¡Cuidado! Tú sigue adelante con ese pergamino de aventuras. Puede que incluso nos revele algo útil.
Unas escaleras cercanas a la puerta principal conducían hacia la parte superior de la casa. Estaban ocultas por una cortina; no me había dado cuenta hasta que vi a Vibia deslizándose por ellas con sus brillantes sandalias aquella misma mañana.
Nadie me impidió el paso. Caminé con tranquilidad, como si tuviera permiso. La confianza en uno mismo te podía llevar muy lejos, incluso en una casa ajena.
Había varias habitaciones pequeñas que estaban pintadas con frescos, aunque no tan magníficos como los de la zona de recepción de la planta baja. La mayoría eran dormitorios, algunos de los cuales parecían desocupados, como si se reservaran para los invitados. Un espléndido conjunto de habitaciones, silenciosas y con los postigos cerrados, contenía el dormitorio del señor de la casa con la cama matrimonial. Si Vibia dormía allí en la actualidad, se debía sentir como una pulga perdida.
Al final la encontré en un aposento más pequeño, recostada en un diván lleno de cojines bien rellenos y masticando la punta de un punzón.
—¡Escribiendo! Por todos los dioses, todo el mundo está en ello. Ojala hubiera tenido el contrato de suministro de tinta.
Vibia se sonrojó y apartó el documento. Me pregunté por qué estaba escribiéndolo ella misma.
—¿Sin secretario? ¡No me digas que estás redactando una carta de amor!
—Ésta es una nota formal pidiéndole a un inquilino que saque sus pertenencias de mi propiedad —replicó con frialdad. Probé suerte y extendí la mano para echarle un vistazo, pero ella la aferró con fiereza. Era su casa. Yo era un visitante masculino que no había sido invitado. No era tan tonto como para forzarla a hacer nada.
—No te preocupes, no voy a tratar de agarrarlo. Los informantes evitamos que nos acusen de agresiones a viudas. En particular si son jóvenes y atractivas.
Era tan ingenua que dejaba que cualquier clase de cumplido la ablandara. Lisa, su rival, nunca se hubiera tragado algo tan rutinario.
—¿Qué quieres, Falco?
—Una conversación en privado, por favor. De negocios, lamentablemente. —Hacía tres años que vivía con Helena Justina, pero todavía me acordaba de cómo flirtear. Bueno, a mí me gustaba practicar con Helena.
—¿Negocios? —Vibia ya se reía tontamente. Les hizo una señal a sus sirvientas, que se retiraron con un revuelo. Es probable que escucharan detrás de la puerta, pero Vibia no parecía haber pensado en ello. En apariencia, no era ninguna combatiente curtida. Aunque quizá tampoco fuera ninguna ingenua.
En este momento ya se había incorporado, con uno de sus pequeños pies doblado debajo de ella. Me senté a su lado en el diván de lectura. Los cojines se apretujaron contra mi espalda; sus fundas listadas estaban atiborradas de relleno y me recordaban, de una manera incómoda, la paliza que me había dado Glauco; enganché un par de los que tenía detrás de mí y los tiré en el suelo. Una suntuosa alfombra importada del Este, traída desde remotos lugares en una reata de camellos, esperaba para recibir los cojines rechazados. Las tachuelas de mis botas se engancharon un poco en los finos flecos de lana.
Vibia se había animado ahora que alguien atractivo y masculino había venido a jugar con ella. Era una suerte que me hubiera bañado y afeitado en el completo establecimiento de Glauco. Me hubiera molestado mucho cualquier insinuación de ordinariez para ofenderme. Y en este instante estábamos cerca.
—¡Qué habitación tan bonita! —Miré a mí alrededor, pero ni siquiera Vibia se habría creído que eran las cornisas cóncavas de cremoso yeso y las guirnaldas de flores pintadas lo que me interesaba—. Toda la casa es sorprendente… y tengo entendido que tú, chica afortunada, te has hecho con ella, ¿no?
Ante esto pareció ponerse nerviosa. La sonrisa de su amplia boca se achicó un poco, aunque la incisión seguía siendo generosa.
—Sí, es mía. Acabo de llegar a un acuerdo con la familia de mi difunto marido.
—¿Por qué?
—¿Qué quieres decir con «por qué», Falco?
—Digo que, ¿por qué tuviste que pedírsela… y por qué diablos accedieron?
Vibia se mordió el labio.
—Quería tener algún sitio donde vivir.
—¡Ah! Eres una mujer joven que ha estado casada y ha sido dueña de su casa durante tres años. Tu marido murió de una forma algo inesperada… bueno, supongamos que de verdad fue inesperada —dije, con bastante crueldad—, y te encontraste ante la posibilidad de volver como una niña a la casa de tu padre. ¿Eso era difícil de digerir?
—Yo quiero a mi padre.
—¡Claro, por supuesto! Pero dime la verdad. También amabas tu libertad. Pero claro, no hubieras estado atrapada por mucho tiempo; cualquier padre romano consciente de sus deberes pronto te encontraría otra persona. Estoy seguro de que se rodea de gente a quien debe favores que te arrancarían de sus manos… ¿No te quieres volver a casar?
—¡No ahora que ya lo he probado! —ironizó Vibia. Me di cuenta de que no me discutía la valoración que había hecho de la posible actitud de su padre.
Afilé mis dientes.
—Bueno, te llevabas unos treinta años con Crísipo.
Ella sonrió con complicidad… no de una manera dulce, sino feroz. Eso era interesante.
—Todos los demás creen que fuiste una intrigante que se lo robaste a Lisa.
—¿Todos los demás? ¿Y tú qué crees? —preguntó.
—Que estaba arreglado de manera deliberada. Es probable que al principio no tuvieras nada que ver. Eso no significa que te opusieras, cualquier chica sensata estaría de acuerdo con un marido tan rico.
—Qué cosa tan horrible de expresar.
—Sí, ¿verdad? Es probable que Crísipo pagara a tu familia una astronómica cantidad para conseguirte; a cambio él obtuvo contactos con la gente adecuada. Con su nueva posición social tenía la intención de ayudar a su hijo Diómedes. Y como Crísipo le dio tanto dinero a tu padre por vuestro matrimonio…