Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Al mediodía del día siguiente, El Cordobés estaba fuera de peligro. Pero la excitación por su cornada seguía latente en el público. Jamás, desde la muerte de Manolete, el infortunio de un torero había acaparado hasta tal punto la atención de la prensa y la radio españolas. En realidad, la tarde anterior, cuando su vida estaba en el fiel de la balanza, un excitado locutor de radio había declarado solemnemente que la herida de El Cordobés era idéntica a la que había causado la muerte a Manolete. Todos los periódicos de España publicaban en primera página prolijos artículos sobre la cogida. Estos artículos iban acompañados de dibujos del torero retorciéndose angustiado bajo los pitones de
Impulsivo
y de informes clínicos tan detallados como los que suelen reservarse en Estados Unidos para un ataque cardíaco o una intervención quirúrgica de un Presidente. Incluso periódicos tan ajenos al mundo de los toros como el
New York Times
, el
Times
de Londres,
Le Monde
de París y el
Manichi
de Tokio, publicaban relatos del incidente.
La multitud seguía velando a las puertas del Sanatorio de Toreros. Solícitos visitantes dejaban para el torero medallas religiosas, remedios caseros, recetas contra el mal de ojo, pollos, dulces, pasteles. El teléfono no cesaba de sonar. Un par de muchachas francesas que habían llegado en avión a Madrid para estar cerca de su ídolo se brindaron a ayudar a la atribulada telefonista. Continuamente llegaban cables, algunos de ellos sin más dirección que «El Cordobés España». Los enviaban estrellas de cine, camareros, nobles, obreros, policías. Y se recibió también un telegrama del hombre que, tres años antes, había recomendado prudencia a El Cordobés, el Caudillo de España. Todos los días, mientras el torero luchaba por recobrar sus fuerzas, la prensa seguía publicando pormenorizados reportajes sobre el curso de su dolencia, agotando, en su busca de detalles, la fértil imaginación de los más expertos reporteros de la ciudad.
Por una extraña coincidencia, un hombre iba a beneficiarse de la enorme atención dispensada al herido de la habitación número 9. Al pasar un día por el corredor del Sanatorio un periodista echó un vistazo a una habitación situada a tres puertas de la del hombre a quien se proponía entrevistar. El único ocupante de la estancia miraba por la ventana y lloraba en silencio. Era Robustiano Fernández. Picado por la curiosidad, el periodista entró en aquella habitación.
Y así fue como, debido a la cornada recibida por un hombre —un hombre que había llegado a la meta soñada por él— el mismo día que él perdió su pierna, pudo el chatarrero salir brevemente de la oscuridad contra la que venía luchando desde hacía tanto tiempo. El reportero publicó su historia, y su cara sonriente apareció por fin en la primera página de un periódico, junto al relato no de su triunfo, sino de su tragedia. Pero incluso esta triste publicidad dio sus frutos. «El torero muere, pero el hombre vive», terminaba el artículo, y, para ayudar al hombre a vivir, se inició una suscripción.
El fruto no fue muy abundante, poco más de lo que el hombre de la habitación número 9 ganaba en unos minutos en la plaza. Sin embargo, bastó para comprar a Robustiano Fernández un poco de esperanza, la seguridad de que no todo había terminado para él en la mesa de operaciones del doctor Máximo de la Torre: un piso de dos habitaciones en un barrio de casas baratas de las afueras de Madrid.
Una mañana de sol, inadvertido y solo, Robustiano Fernández se trasladó a aquel piso desde el Sanatorio de Toreros. Allí empezó su nueva vida de chatarrero cojo, volviendo para siempre a la oscuridad tan efímeramente interrumpida. Triste y opaco símbolo de los fracasos del torero.
Manuel Benítez, apoyándose en unas muletas, salió del Sanatorio de Toreros a los once días de haber ingresado en él. Su pálida figura fue saludada por una alegre multitud y por docenas de fotógrafos.
Once días más tarde, desoyendo el consejo de los médicos y los ruegos de sus amigos, apareció en la plaza de la ciudad costera de Marbella. Allí, en el atardecer de un día de verano, con la herida a medio cicatrizar y temblándole los miembros a causa del esfuerzo, cortó cuatro orejas y un rabo de dos toros de la ganadería de Antonio Martínez Elizondo, demostrando a España y al mundo que su valor no había escapado por el orificio abierto en su muslo por
Impulsivo
. A causa del esfuerzo realizado volvieron a abrirse los bordes de la herida. Daba igual. Lo importante era que podía seguir el camino emprendido una noche lejana en la sala oscura de un cine. La tarde siguiente, en otra plaza, en otra ciudad, bajo el sol poniente de un día de verano, tenía una nueva cita con un par de toros.
U
na tarde del invierno de 1966, azotadas por el frío viento de la Sierra, las anaranjadas chispas de la fogata bailaban al remontarse hacia el cielo nocturno. Tres muchachos rodeaban los encendidos carbones, concentrando sus esfuerzos en el mensaje que uno de ellos escribía con carbón en un jirón arrancado del faldón de su camisa. Se veían a su alrededor restos de bellotas que, además de la hierba que pisaban sus pies, habían constituido su único alimento durante tres días. Una vez terminada su labor, se levantaron, se estiraron para desentumecer las doloridas articulaciones y se deslizaron en la oscuridad hasta una verja de hierro forjado que se levantaba a pocos metros de distancia. Después ataron pacientemente su rótulo a los negros barrotes, a la derecha del sombrero cordobés que era divisa del dueño de la finca que se extendía detrás de la reja. Por último, se retiraron unos pasos para observar su trabajo.
Para aquellos muchachos temblorosos y medio muertos de hambre, la verja de hierro era como la puerta de su Tierra de Promisión. Eran maletillas. Para ellos, y para miles como ellos que bullían en los caminos de España como una plaga de langostas, el hombre que vivía detrás de aquella verja era un nuevo Currito de la Cruz, el hombre cuya leyenda había incitado a que se lanzasen a la carretera con sus rotas alpargatas y sus deslucidos pantalones azules, el hombre cuyos triunfos soñaban emular un día. Antonio Cabello
Mejita
era el último vástago de una familia de dieciséis hijos, de los cuales sólo cinco habían sobrevivido a la infancia; su padre era un pastor que había empezado su trabajo en los prados a los siete años. Juan Expósito Garrido
El Carabinero
era el cuarto hijo de un mendigo ciego, un joven tosco y taciturno que cojeaba de una pierna. En cuanto a Constantino
El Grande
, ni siquiera sabía quiénes eran sus padres. Había sido abandonado siendo muy niño y medio muerto de hambre, en el portal de un convento de Huelva durante el cruel invierno de 1941.
Pateando el suelo para espantar el frío y procurando olvidar el hambre que atenazaba sus estómagos, contemplaban con envidia las luces de la finca, mientras esperaban que apareciese su dueño.
De pronto, más allá de la piscina vacía y de las encaladas paredes de las caballerizas, los chorros de luz de los faros de un automóvil perforaron la oscuridad de la noche. Con satisfecho ronroneo, un Jaguar E de color crema se deslizó por la larga avenida en dirección a la verja. Al verlo, los tres maletillas corrieron hacia la reja. Rodearon el coche, mirando a través de las ventanillas al hombre que iba en su interior, cubiertos los hombros con una chaqueta deportiva y tapado el cuello con un pañuelo de seda cuidadosamente anudado. Uno de los muchachos corrió a la puerta y arrancó el rótulo que tanto les había costado escribir. Decía: «Le felicitamos por su gran triunfo en México. Como usted, queremos saber lo que es la gloria. Le suplicamos que nos dé una oportunidad». Lo entregó al hombre del coche. Con patéticos ademanes, los tres maletillas mendigaron por turno una oportunidad ante las puertas de la finca de don Manuel Benítez
El Cordobés
.
Manolo contempló el rótulo y dijo amablemente a los muchachos que pasaran a la cocina a comer algo. Después, levantando un surtidor de gravilla, desapareció en la noche.
El coche giró rápidamente hacia la derecha, y allá abajo, extendida ante él, como una mancha blanca y gris a la luz de la luna, apareció la ciudad de los califas, su ciudad, Córdoba. Allí, en esta ciudad, había concertado la cita que le hacía abandonar su casa en aquella noche invernal, la primera noche que pasaba en ella desde su regreso de México. Pero nada le habría hecho faltar a aquella cita, fielmente observada todas las noches que se encontraba allí.
Se había formado ya un enorme grupo de gente ante el número 71 de la calle de Antonio Maura, esperando la llegada del Jaguar. Sin embargo, ninguna artista de cabaret, ninguna bailarina de flamenco, ningún dueño de restaurante esperaban a El Cordobés en el interior del edificio. Quien le estaba esperando era un sacerdote, un sencillo cura a quien El Cordobés había dicho un día, desesperadamente: «Padre, haga de mí un hombre». Porque Manuel Benítez, el torero más rico en la historia del toreo, el único español cuya fama corría pareja con la de Franco, era incapaz de descifrar el mensaje suplicante de los maletillas que se hallaban en las puertas de su propiedad. No sabía ni leer ni escribir.
El padre Juan Arroyo había conocido a Manuel Benítez en una atestada habitación de un hotel de Córdoba, en día de verano, mientras el. torero se vestía para la corrida. No le había llevado allí ninguna misión sagrada, sino un pasodoble, un pasodoble que había compuesto en honor del joven diestro. Se titulaba
La sonrisa de El Cordobés
y pronto se convirtió en una de las canciones más populares de España. Desde la tarde en que había tocado su acordeón para el joven diestro, una buena amistad se había anudado entre el cura y el torero. Cada noche, siempre que éste se hallaba en Córdoba, el cuarto de estar del padre Arroyo se convertía, durante dos horas, en aula de Manuel Benítez, que, sentado en el sillón de gastado terciopelo azul, se esforzaba en asimilar los conocimientos que habían de convertirle en un hombre.
En un sencillo cuaderno escolar, la mano que había matado más de mil toros copiaba pacientemente las frases escritas para él por el sacerdote: «Yo soy Manuel Benítez Pérez. Me gusta mucho torear».
Había una cosa curiosa en las lecciones de lectura. El sacerdote enseñaba a Manolo a leer un texto manuscrito, pero no a base de caracteres de imprenta. Esta decisión se debía a una razón imperiosa. Lo que Manolo necesitaba con mayor urgencia era descifrar los contratos que diariamente le ponían a la firma. Las cláusulas financieras de estos contratos estaban siempre escritas a mano.
Terminadas las lecciones de lectura y escritura, el cura pasaba a un nuevo tema. A veces, de aritmética; otras, de francés, por ser ésta una lengua que El Cordobés se había mostrado ansioso de aprender. Para ayudarle, el padre Arroyo había compuesto un sencillo vocabulario del idioma de Voltaire. Al elegir las palabras, el sacerdote había demostrado una mundana comprensión de los intereses de su discípulo. La primera palabra de la lista era
bonjour
; la segunda
mademoiselle
.
La clase terminaba con un ejercicio menos rigurosamente escolar. El padre Arroyo sacaba de su librería un volumen encuadernado en piel roja. Se titulaba
Máximas y Pensamientos
, y, cada noche, el cura tomaba de una de sus páginas una frase que hiciera pensar al discípulo. Una noche era: «No dejes que tu cuerpo se convierta en la tumba de tu alma» (Pitágoras); otra: «Vivir para los demás no es sólo un indeclinable deber: es una dicha» (Augusto Comte); o bien: «La amistad es la perfección de la virtud» (Kant). El joven que durante tanto tiempo sólo había conocido del mundo en que había nacido nada más que la indescriptible miseria de los suyos, los palos de la Guardia Civil, los barrotes de las cárceles, la jungla de las ciudades, y que, hoy, endurecido pero triunfador, vivía en un universo de rapacidad y de adulaciones, abría mucho los ojos y se esforzaba en comprender conceptos tan ajenos a su existencia como «virtud», «alma» y «perfección». Utilizando imágenes sencillas, el sacerdote se lo iba explicando. Fue un momento emocionante cuando este hombre favorecido por la gloria y la fortuna, descubrió en un modesto salón de la casa que llevaba su nombre, el sentido de los valores de la existencia.
Pero no fueron éstos los únicos descubrimientos que, sentado en el sillón de terciopelo azul de la calle de Antonio Maura, hizo el torero más famoso de España. Un día, intrigado por un programa de televisión que acababa de ver, le dijo al sacerdote que le fascinaba el espacio. Pero, añadió, había una cosa que no podía comprender: