Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Pero los más patéticos eran los maletillas, inquietos golfillos del mundo taurino, que paseaban por las calles con sus maltrechos zapatos de lona y sus pantalones de vaquero, colgado del hombro el hatillo de sus pertenencias. Expulsados de sus remotos pueblos por el hambre o por la ambición, mendigaban ahora una oportunidad de pisar la arena de las plazas de toros.
Los horizontes de su esperanza eran muy reducidos. De cuando en cuando, pasaba por allí un torero de tercera clase, con el fin de sustituir a un banderillero herido o de reunir una cuadrilla improvisada. También solían acudir los representantes de los empresarios pueblerinos, buscando a un muchacho dispuesto a matar un par de toros en honor de la Virgen de la localidad, por el pasaje en autobús y un puñado de pesetas. La única gloria que brindaban era la de torear en una plaza de mala muerte, perdida en una villa campesina, en la que no se disponía ni de penicilina. Allí, el único auxilio que recibía un torero herido eran las callosas manos de la partera del pueblo, o unos susurros en latín del párroco.
Hoy, en contraste con el ambiente de La Alemana, una excitación singular animaba su mundillo. El joven que se erguía esta mañana en el pináculo soñado por todos los toreros era uno de los suyos. Había salido de esta acera y de otras parecidas que hay en toda España. Había compartido las esperanzas, las humillaciones y el hambre que ellos tan bien conocían. Para los hombres rotos y maltrechos, para los muchachos que aún no habían recibido el bautismo de sangre y que rondaban por los alrededores de la estación del Metro de Sevilla, el éxito de El Cordobés era el milagro al cual ellos aspiraban, el sueño que les impelía a seguir yendo, contra toda razón, a los remotos pueblos y a las plazas de mala muerte. Sabían por instinto lo que no querían ver los parroquianos de La Alemana: el amor al arte puede llevar a un hombre a las taquillas de la plaza de toros, pero sólo el hambre le hace lanzarse al ruedo. No trataban de comprender el arte de El Cordobés; comprendían lo que se proponía, pues procedían de la misma tierra hambrienta que él.
Para otros españoles, alejados del mundo del toreo, las hazañas del joven andaluz simbolizaban valores muy diferentes de los que se le atribuían en La Alemana o en la estación del Metro de Sevilla. El fabricante Pedro Ruza había guardado cuidadosamente las dos entradas para la corrida de hoy bajo el cristal de su mesa escritorio, en su oficina del piso 14 de la «Torre de Madrid». Ruza asistía regularmente a todas las corridas de la Feria de san Isidro. Pero hoy, por primera vez, el asiento contiguo al suyo estaría ocupado por su hijo de catorce años. Ruza quería que la confirmación del huérfano andaluz fuese también una especie de confirmación para su hijo, una confirmación de que la «herencia de valor de los españoles le apoyaba y le ayudaría a desenvolverse en la vida».
Su hijo necesitaría el aliento de aquel valor. Hasta hacía pocos meses, había estado inválido a causa de la poliomelitis.
El interés despertado por el debut en Madrid de Manuel Benítez
El Cordobés
no era exclusivo de la capital de España. Bajo los rosados arcos de la Plaza Mayor de Salamanca, en las calles aledañas de la historiada catedral de Burgos, en las sombreadas Ramblas de Barcelona y en el Paseo Marítimo de Málaga, tachonado de palmeras, las conversaciones estaban dominadas por el tema de la próxima corrida. Ciudades como Granada y Valencia, donde El Cordobés había triunfado, y villorrios perdidos por cuyas plazas de mala muerte había pasado aquél en su largo camino hacia Las Ventas, todos hablaban hoy de la corrida con posesivo orgullo.
Sin embargo, en ninguna parte se esperaba la corrida con un fervor tan intenso como en dos lugares a orillas del Guadalquivir: Córdoba, antigua capital de los Califas, y, a pocos kilómetros de distancia, Palma del Río, pueblo natal de Manuel Benítez. Córdoba, cuyas calles encaladas parecían frecuentadas todavía por los oscuros soberanos del desierto que antaño gobernaran un Imperio desde sus puertas, sentía que su historia estaba más íntimamente ligada con la fiesta brava que la de cualquier otra ciudad de España. Aquí, cien mil personas afligidas habían desfilado ante el féretro del héroe local de Córdoba, Manolete, hijo de un antiguo matador de toros. Una prolífera e interminable procesión de toreros había salido del barrio pobre cordobés de Santa Marina para estampar sus huellas en la historia del toreo. Cuatro de ellos, Lagartijo el Viejo, Guerrita, Bombita y Manolete llegaron a dominar de tal modo el toreo de sus generaciones que la ciudad los llamó los «cuatro califas de Córdoba». Sus nombres fueron grabados en piedra en el campanario del siglo
XVII
de la iglesia de Santa María. Los ancianos de Córdoba acudían en procesión diaria a este santuario a poner sus relojes en hora al sonar su carillón.
Córdoba había adoptado con todo el entusiasmo de su afición al analfabeto campesino de su provincia que había resuelto hacer sonar su nombre en las plazas de toros españolas y que había fundado aquí su primer hogar. Parecía ya seguro que, un día, también el nombre de Manuel Benítez sería grabado en la torre de piedra del reloj de Santa María. Sería un honor conmovedor e irónico para un muchacho cuya entrada en la ciudad de los Califas había sido como preso de su cárcel, cumpliendo una sentencia de tres meses por vagancia.
Para el pueblo de Palma del Río, lugar natal del torero, era un día de importancia histórica. Por feliz circunstancia, coincidió con la inauguración de la feria anual de cuatro días de la población. Esta mañana, los vecinos se agolpaban en las casetas a rayas montadas para la ocasión. Un alegre tiovivo giraba suavemente acompañado por el zumbido de un motor diesel y por la música de un organillo. Cerca de él, un ciego canturreaba antiguas leyendas de príncipes árabes y princesas cristianas cautivas. Una abuela gitana decía la buenaventura, mientras, en el exterior, sus nietos bailaban flamenco al alegre compás de las castañuelas de su madre.
Sólo la húmeda sombra de la iglesia parroquial ofrecía un oasis de silencio en el alegre tumulto. Arrodillado bajo un fino rayo de luz que penetraba en la iglesia a través de los cristales pintados de un ventanal, don Carlos Sánchez, párroco de Palma, levantó los ojos del breviario al oír a su espalda el rumor de unos pasos furtivos que se deslizaban en dirección al altar. En el mismo momento, una mujer cubierta con un negro pañuelo pasó junto a él y se encaminó hacia una urna de cristal que parecía una casa de muñecas y que se hallaba al lado de la puerta de la sacristía.
Dentro de la urna, envuelta en un manto de seda blanca bordada a mano con hilos de oro, y empuñando un cetro de plata, había una imagen de la Santísima Virgen de Belén, patrona de Palma de Río. Era obra de un desconocido escultor cordobés del siglo
XVII
. En los tres siglos y medio transcurridos desde que sus manos labraran sus menudas y delicadas facciones en la madera de una joven acacia, todas las esperanzas y miserias, todos los sufrimientos y aspiraciones de Palma del Río habían sido puestos a sus diminutos pies. Para su intercesión, ningún mal era demasiado pequeño, ninguna empresa demasiado desesperada. Era llevada por las empedradas calles del pueblo para bendecir el lecho de los enfermos y de los moribundos; se la invocaba para que convirtiese en fecundas a las mujeres estériles y para que curase a aquellas cuya salud habían quebrantado los numerosos partos; para que pusiera fin a una sequía, o coto a una inundación; para que bendijese a los recién nacidos o terminase piadosamente con los sufrimientos de los ancianos.
La mujer del negro pañuelo le traía aquella mañana un ruego especial. Para Angelita Benítez, de cuarenta años, los triunfos de su hermano constituían otros tantos sufrimientos. Cada vez que Manuel Benítez pisaba un ruedo, una oleada de dolor atormentaba a la mujer que le había criado como a un hijo. Angelita Benítez se había pasado toda la vida tratando de alejar a su hermano menor de los toros. Para Angelita, el glorioso momento esperado por los restantes vecinos del pueblo representaba un fracaso, su fracaso en la única tarea que se había impuesto en su vida.
Sola con sus temores en el villorrio en fiesta, suplicó a la patrona de Palma del Río que amparase a su hermano aquella tarde. Un singular nerviosismo acompañaba sus oraciones. Dentro de unas horas, ante el aparato de televisión que El Cordobés le había comprado para el acontecimiento, presenciaría el ritual que había de confirmar la maestría de su hermano en la profesión de la cual ella había jurado apartarle. Sería la primera vez que Angelita Benítez vería una corrida de toros.
La voz de protesta de una hermana, que trataba de alejar a su hermano de los toros, había sido sólo un desesperado murmullo junto a las otras voces que le empujaban hacia los brillantes horizontes de la tauromaquia. Para su pobre, orgulloso y hambriento hermano menor, estas otras voces habían tenido un atractivo irresistible, un atractivo tan viejo y tan español como la propia España.
Ciertamente, para comprender a España —escribió José M.ª de Cossío, el más grande historiador de la fiesta brava—, había que comprender también el toreo. Tan profundas y numerosas son sus raíces, que ninguna fase de la vida española, desde el arte a la industria y el comercio, escapa a su influencia. Quizá tiene con España la misma íntima relación que tenían las Olimpíadas con la antigua Grecia.
Es un rito cruel, deformado por una larga capa de romanticismo, un espectáculo en el cual la codicia es a menudo tomada por arte. Pero, a pesar de todo, de su venalidad, de su corrupción y de sus fraudes, el espectáculo cuya simbólica renovación era esperada por tantos en aquella tarde de mayo, era constante y fiel manifestación del orgulloso carácter español.
España ha sido una nación condenada por los Pirineos a vivir irremediablemente sola sus siglos de formación. Mientras el Renacimiento florecía en Europa, ella se había visto obligada a forjar una nación expulsando de su suelo a los conquistadores árabes. Mientras sus vecinas del Norte se disputaban los primeros frutos del mercantilismo, ella se había asignado la misión, más espiritual, de catolizar al mundo, malbaratando un Imperio por la Cruz. Llevaba en sus venas una mezcla de sangre árabe, judía y cristiana. Su dura e imponente tierra estaba más alta, tenía menos agua y exigía, para dar frutos vitales, una mayor contribución de sudor y de trabajo que la de cualquier otro rincón de Europa.
Sus circunstancias adversas y su aislamiento dieron origen a un pueblo ardiente, un pueblo criado para la fatiga, indiferente al sufrimiento, poseedor de un bello desprecio a la muerte. España engendró a Cervantes y a san Ignacio de Loyola; pudo ofrecer al mundo, tanto la quintaesencia de la caballerosidad, con Don Quijote, como su equivalente en crueldad, con la Inquisición. Era una tierra de sombríos y tormentosos contrastes, de violencia y de ternura exquisita; de pasión física y contención religiosa; todo ello perfectamente resumido en la misma división de la plaza de toros: sol y sombra.
Sólo esta tierra, tan próxima y, sin embargo, tan alejada del resto de Europa, esta España de dolor y sufrimiento, con su místico culto del honor, el valor y la muerte, podía haber creado el ritual con el que hoy honraba a su nuevo acólito. Con su brutalidad, compensada por su efímera belleza, su glorificación del valor físico y del desprecio a la muerte, ofrecía un vivo retrato de los valores más apreciados en España: «Sólo dos cosas —dice un dicho popular— siguen siendo únicamente españolas: el jerez y los toros bravos».
Y ninguna bestia era más adecuado complemento del hombre en la fiesta española del valor y la muerte que el toro bravo, cuyos salvajes predecesores corrían en libertad por los campos de Iberia. Símbolo de fuerza, de fecundidad y de bravura, el toro había sido, desde la Antigüedad, objeto de la veneración del hombre. Diez mil años antes de las corridas, el hombre prehistórico le había rendido homenaje pintando su salvaje imagen en las paredes de las cavernas. Indios y persas adoraron su forma en sus templos. Los minoicos de la antigua Creta y los semitas del Antiguo Testamento, adoradores de Baal, lo sacrificaban en sus ritos religiosos como sangre propiciatoria para la remisión de sus pecados. Aquellos sacrificios paganos fueron el origen de los sangrientos juegos de Roma y hallaron más tarde una simbólica renovación en el ofrecimiento cristiano de la vida del Hijo de Dios para la redención del hombre.
Religiosa por instinto más que por reflexión, primitiva en la expresión de su fe, perpetuamente angustiada por el enigma mortal de la naturaleza humana, España parecía casi predestinada a servir de crisol en el cual refinar el sacrificio redentor. Conjugando treinta siglos de rito sagrado e idolatría pagana con los juegos circenses de sus colonizadores romanos, España dio, en la sombría ceremonia de sus ruedos, una nueva forma al sacrificio sangriento.