Nueva York (93 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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Mientras la Ventisca de Dakota seguía causando estragos afuera, en el interior del gran edificio de apartamentos del mismo nombre, Lily de Chantal seguía cuidando a Frank Master, a quien subió un poco la fiebre por la tarde.

El martes por la mañana parecía algo recuperado. La ciudad, de todos modos, seguía desconectada del resto del mundo y la tempestad no amainaba.

En el transcurso de la tarde, no obstante, el ingenio humano efectuó un pequeño pero útil descubrimiento. Algunos avispados individuos de Boston se dieron cuenta de que había una manera de ponerse en contacto telegráfico con Nueva York. Utilizando la línea internacional, enviaron mensajes por vía triangular a través de Londres.

El miércoles por la mañana, el temporal comenzó a perder fuerza. Aunque la ciudad se mantenía paralizada, sus habitantes empezaron a cavar caminos entre la nieve. El viento disminuyó y la temperatura subió un poco.

Aun así, Hetty Master se llevó una buena sorpresa cuando, a las once de la mañana, su hijo Tom llegó a la casa en compañía de otro caballero para ver a Frank.

—No está —dijo.

—Tengo que ponerme en contacto con él, madre —explicó Tom—. Es urgente. ¿Podrías decirme, por favor, dónde está?

—Me parece que no —repuso, incómoda—. ¿No puede esperar un día o dos?

—No —aseguró su hijo.

—¿Podría hablar contigo a solas? —propuso.

Lily de Chantal aún se quedó más estupefacta cuando Tom Master y otro caballero se presentaron en el Dakota a mediodía. ¿Cómo se habrían enterado de que Frank estaba allí? ¿Y qué explicación podían haberles dado por su presencia en su casa? Ninguno de ellos parecía, en todo caso, interesado en hablar de esas cuestiones. Sólo reclamaron, de manera categórica, ver a Frank.

—No se encuentra muy bien —adujo—. Ha estado con fiebre.

—Lo siento —lamentó Tom.

—Le preguntaré si quiere verles —anunció Lily.

Incorporado en la cama, Frank Master observó a los recién llegados. Le costaba comprender cómo lo habían localizado, pero ya no podía remediarlo. El acompañante de Tom era un hombre formal y muy bien vestido, de unos treinta y cinco años, con aspecto de banquero.

—Éste es el señor Gorham Grey —lo presentó Tom—. De Drexel, Morgan.

—Ah —dijo Frank.

—Gracias por recibirme, señor Master —dijo educadamente Gorham Grey—. Quiero que quede bien claro que actúo como representante personal del señor J.P. Morgan, que me ha pedido que viniera a verlo.

—Exacto —confirmó Tom.

—¿De qué se trata? —preguntó Frank, mientras crispaba las manos en el embozo de la sábana.

—El señor Morgan desea comprarle un paquete de acciones —explicó Gorham Grey—. Del ferrocarril Hudson Ohio. Según tengo entendido, usted posee un diez por ciento de los valores en circulación.

—Ah —dijo Frank.

—Le expondré con toda franqueza —prosiguió Gorham Grey— que el señor Morgan recibió ayer un telegrama urgente del señor Cyrus MacDuff, que en la actualidad se encuentra en Boston y quien, como ya debe usted saber, es el accionista principal de la Hudson Ohio. Puesto que el señor MacDuff intentó sin éxito ponerse en contacto con usted y se encuentra aislado en Boston, pensó que lo mejor sería confiar el asunto al señor Morgan, para que lo resuelva según crea conveniente.

—Así es —confirmó Tom.

—Resumiendo —continuó Gorham Grey—, el señor MacDuff cree que el señor Gabriel Love intenta arrebatarle su empresa. ¿Conoce al señor Love?

—Apenas —respondió con un hilo de voz Frank.

—Tras una breve indagación, nos parece que todo ello viene a cuenta de que el señor Love posee acciones en la línea del Niágara y que el señor MacDuff ha estado impidiendo la conexión de ésta con la Hudson Ohio.

—¿Ah, sí? —dijo Frank.

—El señor Morgan ha encontrado una solución muy sencilla. Ha informado al señor MacDuff de que sólo intervendrá en este asunto si él mismo, el señor Morgan, consigue hacerse con las acciones que el señor Love posee en la Niágara a un precio razonable y si el señor MacDuff le da garantías de que la Niágara se va a conectar con la Hudson Ohio. El señor MacDuff ha dado su consentimiento, con la condición de que él pueda contar con una participación mayoritaria en la Hudson Ohio. De eso se desprende, señor, que queramos comprarle la mitad de su diez por ciento.

—Ah. ¿Y Gabriel Love? —inquirió Frank.

—Le he comprado sus acciones de la Niágara hace tres horas —explicó Gorham Grey—. Creo que esperaba conseguir mucho más, pero en cuanto le he dejado claro que el señor Morgan no va a comprar nada si no se ven satisfechas todas sus exigencias y que el señor MacDuff no comprará nada sin la recomendación del señor Morgan, hemos logrado llegar a un acuerdo. El señor Love ha vendido a un buen beneficio, de modo que ha salido ganando.

—¿Cuánto están dispuestos a pagar por mis acciones? —inquirió Frank.

—El valor actual del mercado para la Hudson Ohio está en sesenta. ¿Digamos setenta?

—Yo esperaba conseguir uno veinte —dijo Frank.

—El plan de Love se ha ido al garete —declaró con aplomo el señor Gorham Grey.

—Ah —dijo Frank.

Se produjo un momento de silencio.

—El señor Morgan cree que la futura Hudson Ohio-Niágara será una fusión razonable y provechosa para todas las partes —reanudó Gorham Grey—. Las acciones que conserve de la Hudson Ohio aumentarán sin duda de valor y, aunque las ha pagado por encima del precio actual del mercado, el señor Morgan prevé lograr a su debido tiempo un buen beneficio de las acciones del Niágara que ha adquirido. En resumidas cuentas, todo el mundo sale ganando algo, siempre y cuando —puntualizó, mirando con severidad a Master— nadie se deje llevar por la codicia.

—Las vendo —anunció, no sin alivio, Frank.

—Perfecto —aprobó Tom.

El tiempo siguió mejorando a lo largo del día. El jueves por la mañana, Frank regresó a la casa de Gramercy Park, donde Hetty lo recibió como si nada hubiera ocurrido.

Tres días después, Lily de Chantal fue a verla. Una vez se hallaron solas, Lily la miró de una forma extraña.

—Tengo noticias que darle —anunció—, de la señorita Clipp.

—¿Sí?

—Fui a su casa, pero no estaba.

—¿Aún sigue en Brooklyn?

—Fui al hotel. Se fue de allí el lunes por la mañana. Aún tienen su maleta.

—¿No será que…?

—En toda la ciudad han aparecido unos cuantos cadáveres, como ya debe de saber, de la gente que quedó atrapada en la ventisca y murió congelada.

—He oído decir que son casi cincuenta.

—Han encontrado un cadáver en la pasarela del puente de Brooklyn. Tenía su bolso, donde había un cuaderno con su nombre y otros efectos. Nadie ha acudido a reclamarlo, y las autoridades municipales están muy ocupadas en este momento. Creo que van a quemar la mayoría de cadáveres mañana.

—¿No deberíamos hacer algo? Al fin y al cabo, fuimos nosotras las que la mandamos a Brooklyn. Es culpa nuestra.

—¿Está segura de que le conviene?

—No, pero me siento fatal.

—¿De veras? —Lily sonrió—. Ay, Hetty, es usted demasiado buena para nosotros.

Así terminó la gran Ventisca de Dakota. A la semana siguiente los trenes volvían a funcionar y Nueva York recuperaba la normalidad.

Ese jueves, cuando el tren con destino a Chicago estaba a punto de salir de la estación, nadie reparó en la señora morena vestida con pulcro vestido que subió con una maleta nueva llena de ropa recién comprada. Una vez dentro del vagón, se sentó sola, con un libro abierto en el regazo. Se llamaba Prudence Grace.

Cuando el tren se puso en marcha, se puso a observar a través de la ventana la urbe que comenzaban a dejar atrás. Si algún otro pasajero hubiera mirado de ese lado en el momento en que desaparecía la ciudad, habría advertido que susurraba algo, como si rezase.

Luego Donna Clipp suspiró satisfecha.

Tuvo un momento de inspiración cuando encontró aquel cadáver en el puente de Brooklyn. La mujer estaba muerta y bien muerta, convertida ya en un bloque de hielo. Aunque no se parecía mucho a ella, tenía más o menos su edad, el cabello castaño y tampoco era muy alta. Valía la pena intentarlo. En un santiamén, dejó su bolso junto a la muerta con pruebas identificatorias para transmitirle su nombre. Después prosiguió el penoso avance por aquella larga y terrible pasarela, medio muerta ella también, pero con un nuevo y apremiante motivo para continuar con vida.

Si la policía encontraba su rastro, descubrirían que estaba muerta. Disponía de un nuevo nombre y una nueva identidad. Había llegado la hora de trasladarse a otra ciudad, bien lejos, e iniciar otro episodio de su vida.

Le procuraba un sentimiento de regocijo sentirse libre. Por eso, cuando Nueva York se perdió de vista, dedicó un último minuto a la memoria de Frank Master.

—Adiós, viejo birrioso —susurró.

La vieja Inglaterra

1896

U
n cálido día de junio del año 1896, elegantísima con un vestido largo blanco y unos guantes largos del mismo color, Mary O’Donnell subió las escaleras de la casa de su hermano Sean, en la Quinta Avenida. Cuando el mayordomo le abrió la puerta, le dedicó una amplia sonrisa. Con ella pretendía disimular el terrible miedo que la corroía. Al pie de la escalera interior se encontraba su hermano, con un impecable atuendo compuesto de corbata blanca y frac.

—¿Están aquí? —preguntó en voz baja.

—Sí, en el salón —respondió él.

—No sé por qué dejé que me metieras en esto, diablo —espetó con fingido desenfado.

—Sólo vamos a cenar.

—Con un lord, por todos los santos.

—En el sitio donde vive hay muchos.

Mary respiró hondo. Personalmente le tenían sin cuidado los lores ingleses, pero ésa no era la cuestión. Sabía por qué razón aquel lord estaba allí y qué esperaba su familia de ella. En general, se desenvolvía bastante bien en las reuniones sociales, pero aquello iba a ser distinto. Posiblemente le harían preguntas, preguntas que le causaban una gran aprensión.

—Jesús, María y José —murmuró.

—Arriba esos ánimos —la alentó Sean.

Habían transcurrido cinco años desde que, cediendo a las peticiones de su hermano, Mary había dejado su empleo en casa de los Master. Únicamente lo había hecho por el bien de las futuras generaciones.

Por casualidad había quedado libre una casa situada en una calle lateral de la Quinta Avenida, cerca de la mansión de Sean, y éste la había comprado.

—No quiero alquilarla —le había dicho—, así que me harías un favor si vivieras en ella y me la cuidaras.

En comparación con su propia residencia, la casa era más bien modesta, pero mucho mayor de lo que ella necesitaba. Cuando los hijos y nietos de Sean le habían rogado que se instalara allí, comprendió el motivo. Aparte de su propio dormitorio, que contaba con un sencillo mobiliario complementado con objetos elegidos por ella, había dejado que decorasen la vivienda a su gusto. Apenas pasaba semana en que alguno de sus sobrinos nietos no acudieran con algún amigo a tomar el té con la tía Mary. Ella los recibía con la misma clase con la que los habrían acogido en casa de los Master, en Gramercy Park. No le resultaba difícil, después de haber estado observado a Hetty durante cuarenta años. De ese modo, acababa de aportar un oropel satisfactorio para todos al retrato de la nueva riqueza y respetabilidad de la familia, y tampoco le importaba hacerlo si con eso los hacía felices.

Aquella velada era diferente, sin embargo. Su Señoría podría formularle preguntas comprometedoras, como en qué había pasado los últimos cuarenta años de su vida.

A decir verdad, cuando se instaló en su lujosa casa echó de menos su pequeña habitación de casa de los Master. Después el desarrollo de los acontecimientos aportó un nuevo cambio.

Llevaba un año en su casa cuando Frank Master falleció a consecuencia de una enfermedad. Hacía sólo dos meses que Hetty Master había enviudado cuando le pidió que fuera a verla.

—Me siento un poco sola, Mary —le confesó—. Aquí siempre tienes una habitación, para cuando quieras quedarte y hacerme compañía.

Entonces Mary le propuso pasar dos o tres noches por semana en Gramercy Park.

—Creo que igual te gustaría utilizar el dormitorio azul —sugirió Hetty.

Su antigua habitación se encontraba en el piso de la servidumbre. La habitación azul estaba en la misma planta que la de Hetty. Mary aceptó y todo el mundo lo entendió. Los criados la llamaban «señorita O’Donnell» ahora. Sabían que era rica.

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